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por qué se pelearon por estos terrenos. No podrían pagarme lo suficiente para hacerme permanecer aquí.

      Oímos que algo se arrastraba entre las hierbas a nuestra izquierda, y un cocodrilo viejo y enorme se deslizó por la orilla lodosa y se dejó caer al agua. Una garza pequeña se alzó de la superficie y voló en busca de un lugar más seguro. Los mosquitos siguieron ejecutando su sinfonía de zum­bidos. Sentí que me picaban a través del pantalón, pero como oficial al mando mi dignidad no me permitía dar manotazos igual que Renoir.

      Un perro flaco salió de abajo de una de las chozas más próximas y comenzó a ladrarnos. Esta señal hizo que un negro viejo asomara la cabeza por la puerta.

      —Buenas tardes, señor —saludé—. Estamos buscando a la señora Boutin.

      —¿Quieren ver a Maman Boutin? —nos preguntó con una voz que sonaba como una rueda que necesitaba aceite—. No suele recibir bien a los desconocidos.

      —Somos policías. Nada más necesitamos hacerle unas pocas preguntas.

      —No suelen gustarle tampoco las preguntas —comentó.

      Los mosquitos y el calor húmedo me agotaban la pa­ciencia.

      —Y a la policía no le gusta nada que le hagan perder el tiempo —dije—. Podemos hablar aquí con ella o pedir que la arresten para poder interrogarla. A mí me da igual.

      El viejo nos miró, alarmado.

      —Yo no haría eso, señor. No conviene molestar a Maman Boutin. Le pone mal de ojo y se marchita y muere. Yo lo he visto con estos ojos.

      —Estoy dispuesto a arriesgarme —dije, y oí tras de mí que Renoir aspiraba ruidoso el aire.

      El viejo alzó los hombros, considerando que yo era un caso perdido.

      —En aquella casa de allá, junto al árbol.

      La choza quedaba medio escondida por el gran tamaño del árbol, con cortinas de musgo español que la termina­ban de cubrir. Era una estructura lamentable erigida con trozos disparejos de madera y tablas nuevas clavadas en donde las viejas estaban antes de romperse. Al techo le faltaban parches de grava, y quedaba el papel alquitranado a la intemperie. Me sorprendió que la casucha tan cerca del río pudiera sobrevivir en ese estado. He visto los efectos de las inundaciones de primavera.

      Entre charcos llegamos hasta la choza de Maman Boutin. Al primer perro se le unió otro, y andaban a nuestros talones, con gruñidos tenues. No era una sensación cómoda. Renoir se aseguró de mantenerse tan cerca de mí como le era posible.

      —¿De verdad tengo que entrar ahí, señor? —me preguntó.

      —¿Le tienes miedo al vudú, Renoir?

      —Señor, no es lo mismo para usted —repuso Renoir—, porque no nació aquí. Lo traemos en la sangre.

      —Si es una auténtica sacerdotisa, sabrá que tú no quieres hacerle ningún daño. Vas a estar seguro.

      Cuando comencé a subir por los cinco desastrados escalones que conducían a la puerta principal de Maman Boutin, oí de pronto un cacareo que no sonaba igual a nada de este mundo. Mi corazón dio un par de vuelcos hasta que vi que varios pollos blancos dormidos en la sombra del porche se despertaron y armaron una barahúnda alre­dedor de no­sotros. El ruido atrajo un rostro que nos contempló desde la oscuridad tras las puerta.

      —Yo sé para qué han venido —dijo una voz seca, con un eco ligero de acento francés.

      —¿Usted es Maman Boutin?

      —Así me dicen.

      —He venido a hacerle unas preguntas sobre el señor Torrance. ¿Recuerda usted al hombre que vino a visitarla?

      —¿Ya murió? —preguntó con la mayor tranquilidad.

      —Murió esta mañana. ¿Nos permite entrar?

      —No veo por qué no, en el caso de usted. Él puede esperar en el porche.

      Indicó a Renoir, que mostró un gran alivio.

      Al entrar me envolvió una oscuridad tan completa que apenas me permitió percibir la forma de una mesa y una silla de respaldo recto. El lugar apestaba con un olor peculiar, una mezcla de vegetación podrida y sudor, combinado con excrementos de pollo y cierta clase de incienso dulzón. Tosí y traté de no respirar.

      —Puede sentarse ahí —sugirió, indicando la silla.

      Me senté. Ella se acomodó en su sitio, un viejo sillón que en la oscuridad no había notado antes. Apenas pude distinguir su cara. Lo poco que vi hablaba de vejez y arrugas, como una manzana seca, de color tan oscuro que se fundía en la penumbra del cuarto. Pero sus ojos brillaban diáfanos. Me fui acostumbrando a la oscuridad. Vi que llevaba una tela que le envolvía la cabeza y varios collares de cuentas alrededor del cuello.

      —El señor Torrance murió hoy —anuncié.

      Ella asintió como si esperara mis palabras.

      —Vino a verla hace un mes. Le dijo que iba a tener que mudarse porque él proyectaba construir en estos terrenos. Usted lo amenazó.

      —No lo amenacé —dijo ella.

      —La viuda afirma que usted le echó una maldición de vudú.

      —Fue sólo una advertencia —dijo ella—. ¿Qué derecho tenía de venir a decirme que me fuera de esta tierra? Yo nací en este lugar. Mi mamá nació también aquí antes de mí. Le dije que no me iba a ir a ningún lado. ¿Sabe lo que contestó él? Me dijo que iba a pasar con un bulldozer sobre mi choza, sin importarle que yo estuviera adentro.

      —¿Y usted le echó una maldición?

      Se alzó de hombros.

      —Dije que si no cambiaba de parecer lo lamentaría.

      —Y le mandó el muñeco.

      —¿Que yo hice qué? —preguntó inclinándose hacia delante en su sillón.

      —Un muñeco vudú con agujas clavadas.

      —Nunca le mandé ningún muñeco. Eso son tonterías para turistas. Maman Boutin no necesita muñecos para hacer su magia, jovencito. Si digo que un hombre va a morir, es porque morirá. Yo tengo magia fuerte. Los loa me es­cuchan.

      —¿Así que usted nunca le envió el muñeco?

      —Ya le dije que no.

      —¿No le envió nada más? ¿Le dio algo de beber o de comer?

      Soltó una risa seca, que sonó a cacareo.

      —¿Usted quiere saber si le di yo una especie de mala medicina? Maman Boutin no necesita mala medicina. Ustedes, policías, están perdiendo el tiempo aquí. Si mi magia le causó la muerte, nunca podrán probarlo.

      No tenía un pelo de tonta, pensé mientras me ponía de pie.

      —Ya lo sé —acepté—, pero estamos en los Estados Unidos de América. No puede andar por ahí matando gente cuando se le antoja.

      —¿Y por qué no? ¿Acaso no lo hacen muchos en esa ciudad suya? Le disparan a alguien sólo para robarle la cartera, los zapatos o la chamarra. Ese señor Torrance quería lanzar de sus hogares a todas estas buenas personas, hogares en que nacieron, hogares sobre los que él no tenía ningún derecho.

      —Hay tribunales para arreglar esas cosas.

      —Pero todos saben que la ley no tiene oídos para los pobres —declaró ella—. Por eso los pobres necesitan a gente como yo, que los defienda.

      Se me quedó mirando directamente. A la media luz sentí la intensidad de sus ojos.

      —Es mejor que se vayan ahora —recomendó.

      Estiró el brazo para agarrar algo. Pensé al principio que sería un bastón. Percibí de súbito que se movía. Era una serpiente.

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