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a estar cada vez peor. Me dijo la esposa que fue como si lo viera morirse poco a poco con sus propios ojos.

      Los ojos de Renoir me miraban con ansiedad, queriendo que yo creyera en sus palabras.

      —De verdad creo que debería usted ir a hablar con ella, señor. Salí de la casa con una sensación de espanto.

      —Renoir, a un oficial de policía no le está permitido sentir espanto, ni siquiera ante un cadáver desmembrado y medio devorado.

      Renoir se encogió.

      —No, señor.

      Me levanté de la silla.

      —Lo mejor es que vuelvas de inmediato a esa casa.

      —¿Yo, señor?

      Intentaba expresar compostura, pero sus palabras sonaban como un graznido.

      —Es lo mismo que cuando te caes del caballo —le expliqué, sonriendo—. Tienes que montarte de nuevo enseguida, o el espanto te dura para siempre. Tú puedes ir al volante, yo iré contigo.

      Se le encendió el rostro.

      —¿Usted viene también, señor?

      —¿Y por qué no? Me hará bien reírme un poco.

      —No creo que le vaya a dar risa, señor —dijo Renoir al salir de mi oficina.

      Después de una hora, Renoir llevó el automóvil sobre los rieles del tranvía en la avenida Saint Charles al barrio adine­rado del Garden District, donde se concentraba el dinero viejo de Nueva Orleans. Pasamos junto a un tranvía antiguo repleto de turistas que se asomaban por las ventanas para grabar videos de las casas frente a las que pasaban. Nos miraron con enfado cuando obstruimos sus vistas.

      —Es aquí, señor.

      Renoir detuvo el auto frente al hogar de John Torrance III y su esposa, Millie. Cuando Renoir me dijo que le agradaba que lo llamaran Trey, se me encendió un foco en la mente. El nombre de Trey Torrance me era familiar, pues aparecía en el periódico en reportajes sobre eventos caritativos de distintas clases. Al consultar los archivos descubrí que el señor Torrance tenía cincuenta y nueve años de edad y se mantenía muy activo en sus negocios, así como en diversas organizaciones filantrópicas. Por ejemplo, era uno de los principales patrocinadores de Bacchus Carnival Krewe. Nació en una familia de dueños de plantaciones al otro lado del río y heredó varios terrenos de tamaño considerable. Se hizo todavía más rico cuando los fraccionó y puso las subdivi­siones a la venta.

      No pude criticar sus gustos arquitectónicos. Trey Torrance vivía en una mansión sólida en forma de cuadrado, con contraventanas blancas y un enorme árbol de magnolia grandiflora que arrojaba una sombra amplia sobre la construcción. Nada demasiado ostentoso, sin pilares o pórticos al estilo sureño. Pero los jardines estaban atendidos con primor y en el lugar se respiraba un aire de prosperidad. Dejamos el auto bajo uno de los robles vivos que formaban un toldo sobre la calle.

      —Demos gracias a Dios por los árboles —dije—. Por lo me­nos el auto no se convertirá en horno mientras estemos adentro.

      Yo esperaba que abriera la puerta alguna sirvienta, pero fue la señora Torrance en persona quien estaba ahí de pie, con aspecto frágil pero elegante en su vestido a franjas blancas y negras y con sus perlas. Me pregunté cuántas mujeres llevaban por la tarde perlas dentro de casa en estos tiempos. Sobre todo si su marido acababa de fallecer. Me presenté con ella.

      —Agradezco mucho que haya venido, teniente Patterson —dijo la señora Torrance—. Por favor, pase, y usted también, oficial Renoir. ¿Puedo prepararles un vaso de té helado o de limonada?

      Ni siquiera la muerte de su marido despojaba a esa dama de sus buenos modales sureños.

      —Muchas gracias, señora, pero no nos hace falta nada —repuse, al tiempo que ingresábamos a la deliciosa frescura de un vestíbulo con mosaicos de mármol en el piso. Nos condujo a una sala de estar decorada con un buen gusto discreto: muebles de caoba y pinturas de calidad en las paredes. Una de ellas consistía en el retrato de un hombre con cara de bulldog, que evocaba una tenacidad digna de Winston Churchill. La mandíbula protuberante le daba un toque retador, acentuado por un ceño permanentemente fruncido. Resultaba claro que Trey Torrance fue un hombre que esperaba salirse con la suya y que a la gente más le valía no hacerlo enojar.

      —¿No tiene usted sirvienta, señora Torrance? —pregunté, sin poderlo evitar.

      Tenía en la mano un delicado pañuelo de encaje, y se cubrió la boca con él.

      —Sí, pero no se encontró a gusto aquí después de… después de lo sucedido. Dijo que sentía a los espíritus volando en la casa. Tuve que permitirle que se fuera a su hogar, aunque yo tampoco me siento demasiado cómoda aquí, se lo aseguro.

      Le dediqué una larga mirada, llena de consideración.

      —¿Vudú, señora Torrance? —le pregunté—. ¿Qué le hizo pensar que el vudú causó la muerte de su marido?

      —¿Qué pudo ser sino eso? —repuso, en tono de reprimenda—. Fue a ver a esa mujer, ella lo maldijo y él murió, justo como ella profetizó.

      —A ver, vamos un poco hacia los antecedentes. ¿De qué mujer se trata?

      —Trey era dueño de varios terrenos al otro lado del río. Tierras pantanosas que no sirven de nada. Pero se hizo de varios rellenos sanitarios que proyectaba traer en barcazas desde Missouri. Planeaba construir en esos terrenos y hacer nuevas subdivisiones con ellos. Ya le dije que sobre todo son pantanos y hierbas, pero con algunas chozas a lo largo del río, y esta vieja mujer vive en una de ellas. Rehusó abandonar la casa, aunque no tiene derechos de propiedad. Trey posee las escrituras de esos terrenos. Trey fue a verla, y ella se lo advirtió. Le dijo que lo iba a lamentar si insistía en llevar a cabo sus planes.

      —¿Y qué hizo su marido?

      —Se rio de ella, naturalmente. Le dijo que iba a traer bull­dozers para aplanar la tierra y que le daba lo mismo si ella seguía en la choza.

      —¿Así que su marido no tomó en serio su amenaza?

      —Desde luego que no. Trey no respondía con bondad a las amenazas, y tampoco era un hombre capaz de creer en algo tan ridículo como el vudú. Vino a casa y me lo contó. “¡Qué perra más tonta!”, dijo, y les pido perdón por las malas palabras. Trey solía expresarse abiertamente. “Si piensa que puede asustarme con sus brujerías, ya puede ir pensando de nuevo.”

      —¿Qué sucedió después?

      —Llegó el muñeco.

      Alzó la mirada con ojos asustados y huecos, y volvió a apretar el pañuelo contra la boca.

      —¿Un muñeco vudú?

      Ella asintió sin hablar.

      —¿Puedo verlo?

      Ella desapareció y volvió casi de inmediato con algo envuelto en tela. Dentro había un muñeco muy sencillo, hecho de muselina burda sin blanquear. No tenía cara ni facciones, y pudo ser un juguete infantil, excepto por las agujas con punta roja clavadas en el corazón, el estómago y la gar­ganta. Lo examiné y se lo pasé a Renoir, que parecía no querer tocarlo.

      —Quise tirarlo, pero por algún motivo no pude. Pensé que eso podía acelerar la maldición o algo semejante. Como es natural, no quise que Trey lo viera.

      —¿Hace cuánto tiempo de eso?

      —Poco menos de un mes. Ella le dijo que iba a morir antes de un mes, y así sucedió.

      —Y el cuerpo, ¿aún está arriba?

      Ella volvió a asentir, moviendo temerosa los ojos.

      —Será mejor que me lleve a verlo.

      Nos llevó por una escalera con curvas bien diseñadas a una enorme recámara principal. Las cortinas se hallaban cerradas y la habitación tenía un aire de acuario. Encendí la

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