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      El minutero es más versado. Medita cada movimiento; intenta descifrar lo que suponen los sesenta segundos que contiene. Instantes para recordar la visita al zoo, llorar al caer y levantarse con una sonrisa, para orar o desear buenas noches. Todo un ciclo que puede cambiar la sucesión de los acontecimientos. Si el minutero da un paso adelante sin percatarnos, perdemos la oportunidad de agradecer la ayuda a un amigo, quemamos la esperanza de meter gol en el patio o terminamos una clase sin disfrutar de la bella sensación de aprender la lección del profesor.

      El horario, la manecilla gruesa y firme, corta, para no entorpecer la visión de la esfera, discurre en un lento meneo para marcar las horas. En ella, las sesenta vueltas de minutero y las 3.600 del segundero agotan su carrera frente a la lentitud de su avance. Tiempo para hacer los deberes, dibujar una flor, construir un castillo de arena y destruirlo saltando las olas del mar.

      Tiempo para disfrutar de la vida si no llevamos la prisa del segundero y nos elevamos, como el minutero, para recordar lo que ha sucedido en las últimas vueltas de las agujas del reloj. Los engranajes vislumbran la incesante carrera de las manillas, que corren para convertir los segundos en minutos, los minutos en horas, las horas en días y los días en años. Pero ese tictac que se escucha en las muñecas puede hacer crecer. Niños que corren para convertirse en jóvenes, jóvenes que se transforman en adultos y adultos que aprovechan el tiempo para envejecer.

      Frena, observa el tiempo y dedica cada vuelta del segundero, minutero y horario para crear el mejor de los recuerdos en la próxima vuelta del reloj.

      Elsa González y Elsa Tadea son madre e hija. Elsa González Díaz de Ponga nació en Madrid. Estudió y se doctoró en Periodismo y ha trabajado siempre en la primera línea de esta profesión: periódicos, revistas (Dunia, Sábado Gráfico), radio, en las cadenas Ser y Cope, y televisión (La Mañana, de Telecinco, y El debate de la 1, en TVE, entre otros). Hasta el año 2018 fue la presidenta de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España, y en la actualidad es miembro del Consejo de Administración de Telemadrid. Durante muchos años ha cubierto la información relacionada con la Casa Real. También ha publicado libros como Yo abdico. A lo largo de su trayectoria ha conseguido muchos premios. Elsa Tadea García González también nació en Madrid. Es doctora en Periodismo por la USP-CEU y autora de la primera tesis doctoral sobre Felipe VI. Profesora del Máster de radio COPE, ha trabajado en muchos medios de comunicación, y últimamente es la responsable de prensa de un partido político. Quienes las conocen personalmente están de acuerdo en que «las dos Elsas» tienen en común algo muy particular que no es la trayectoria profesional. Este es su secreto: «Donde estén, aportan mucha luz».

      CARLOS Y LAS MANECILLAS

      DEL RELOJ

      PEDRO NÚÑEZ MORGADES

      Como Carlos quería ser mayor para poder hacer lo que le gustaba, en su carta a los Reyes Magos aquella Navidad les pidió cumplir años más rápido.

      En la noche mágica no podía dormir esperando oír a los camellos. De pronto, una luz muy brillante inundó toda la habitación y le hizo caer al suelo atontado. Cuando se recuperó, se encontró metido en una caja de cristal. Vio que otros dos niños estaban con él y que estaban reflejados en una esfera de reloj. Los tres eran manecillas de un reloj. Los otros dos eran más altos, brillantes, y se movían más rápido que él, que era bajito y achatado.

      El primero iba rapidísimo y se paseaba saltando por toda la esfera, cruzándose a cada rato y riéndose de él. Le decía:

      –¡Gordito, canijo... a ver si me coges!

      Y otros calificativos. No paraba y parecía divertirse mucho. ¡Era una manecilla que daba envidia!

      Apenado por aquellos insultos, Carlos se volvió hacia el otro niño, y le pareció ver algo de envidia en sus ojos y tristeza en su cara. Era también muy alto, aunque algo más gordo que el saltarín. También sufría bromas, pero no por su figura, sino por su lentitud, y, aunque parecía parado, era mucho más rápido que Carlos, por lo que también se metía con él. Así que los tres se movían girando en extraño corro, dando vueltas y vueltas y encontrándose y separándose. Y lo hacían riéndose de la pobre manecilla lenta y gordita. A esta le daba tristeza ver que tardaba mucho en llegar a los números y, mientras que sus compañeras saltaban a cada instante, y además cantaban un tictac muy animado, el paseo de Carlos era muy aburrido.

      Un día se dio cuenta de que sus compañeras no andaban bien y tardaban más en llegar a los números. Algo pasaba y, por si estuviesen enfermas, se llevaron el reloj a un hospital de relojes, donde las estuvieron mirando por dentro. Allí Carlos conoció a otras manecillas que funcionaban igual que las de su reloj: las altas eran presumidas y se reían de las pequeñas, haciéndoles la vida imposible.

      Tuvo la suerte en una ocasión de poder hablar con la vieja manecilla de un reloj muy antiguo. Esa manecilla le dijo:

      –No te preocupes ni estés triste, tú no eres inútil, como dicen tus compañeras, y, pese a tu figura, eres muy importante. Todas lo sois, pero ellas se quedan en las apariencias y se creen mejores que tú. Pero fíjate que, incluso sin ellas, el reloj funcionaría, pero sin ti no. Ellas pasan por los números y hablan cada vez, pero su conversación no es nada importante. En cambio, la tuya sí lo es, pues tú haces que el día pase por sus fases, haces que suene la música del reloj cada hora, haces que se muevan sus figuras y que salga el cuco para anunciar a todos que tú, y solo tú, has alcanzado con esfuerzo el número al que te acercabas lentamente y que las demás han pasado varias veces por él sin pena ni gloria. Eres importante por lo que haces, no por lo que pareces. Te esfuerzas y no te burlas de los demás, eres constante y, aunque andes lenta, alcanzas tus objetivos. Eres un claro ejemplo, mira a tu alrededor: tienes el tiempo para ir despacio y segura, y te darás cuenta de que podrás ver cosas que a las alocadas les pasan inadvertidas.

      La manecilla se empezó a sentir muy bien y siguió el consejo. En el hospital había otros relojes con manecillas que marcaban la hora de otros países y tenían otros husos horarios. Estos husos se fijan por el movimiento de rotación de la Tierra, ya que el Sol, al ser justo, sale para todos, pero no al mismo tiempo, pues el giro de la Tierra hace que en unos sitios haya luz y en otros oscuridad. Le contaron que, según estuviese el reloj por encima o debajo del ecuador, podría ser invierno o verano.

      En la zona de rehabilitación conoció a un reloj solar que le contó su historia:

      –Soy el más antiguo de todos estos, la manecilla que tengo no te puede hablar, porque está descansando, pero, cuando salga el sol y nos caliente, empezaremos a andar. El sol nos da fuerzas y pone la naturaleza en funcionamiento, cantan los gallos y la gente sale a trabajar, por lo menos antes era así. La gente se acomodaba al sol y, cuando este se acostaba, hacían lo mismo. Yo sigo esa regla y por la noche miro la luna y las estrellas, esperando con ilusión el nuevo día y mi trabajo, que me gusta mucho. No soy como ese trasto loco de ahí, que también es muy antiguo, pero que para funcionar necesita que le pongan cabeza abajo para que la arena pase de un sitio a otro para mostrar el tiempo.

      Otras manecillas le contaron que las costumbres no son iguales en todos los sitios y que, cuando sus hermanas marcan una hora, que es para ir a comer o cenar, en otros países tienen que ser otras horas, y que eso no tiene que ver siempre con la lógica ni con la naturaleza por la posición del sol, sino que, en muchos casos, es por decisión de los dueños de los relojes, que no son los dueños del tiempo.

      También le dijeron que para trabajar o ir a dormir había distinciones muy importantes que condicionan las vidas de las personas y sus familias, pero que ellas no podían hacer nada para mejorarlo, porque no dependía de lo que ellas marcaban, sino de la voluntad de las personas, muchas de las cuales no se dan cuenta de lo que afecta a los demás.

      Allí se le quejaba una manecilla de un reloj muy importante y anciano, al que no le daban cuerda por tener unas cadenas y unas pesas muy pesadas,

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