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Convivamos. Cuéntame cosas de ti. Tal vez debas callar tus grandes problemas para no sobrecargarme con las dificultades de un adulto, pero a mí me gustaría saber cómo es ese trabajo que nos separa tantas horas, qué haces en él, por qué te compensa llevarlo a cabo. Puede ser útil para mí saber cómo te trataban tus compañeros de colegio, conocer historias de tu infancia... La confianza mutua es buena, vamos a practicarla.

      9) Desintoxiquémonos juntos de los móviles y otras pantallas. Jugar e inventar actividades con un simple cartón, buscar bichos o dibujar es más beneficioso para mi desarrollo cerebral que una tableta. No me satures

      con tecnología a cambio de un rato de silencio. Soy niño, debo moverme, preguntar mil veces, explicarme el mundo, hacer travesuras, cantar a pleno pulmón, tener infancia.

      10) Ordena tu escala de valores para que descubras qué es para ti lo más importante de mi educación. ¿Qué has situado en el número uno? ¿Que sea una estrella del fútbol? ¿Los idiomas? ¿Mi equilibrio y mi personalidad?

      Si ellos pudieran expresar estas demandas con palabras –y no solo con sus actitudes, aunque son tan expresivas–, los comprenderíamos mejor. Es hora de decir sin tapujos que muchos problemas infantiles –incluso algunos que terminan en tratamientos médicos– son llamadas de auxilio ante la soledad y la falta de atención. Con frecuencia, los niños están sobreprotegidos en lo superfluo y abandonados en lo esencial: no pueden jugar en el parque, pero navegan por las redes sin filtros de ninguna clase. La familia es la unidad básica del cariño y no padece una crisis, aunque pueda estar en transformación, pero su componente afectivo no diluye su función educadora. Y la educación, dice Victoria Camps, necesita solo dos ingredientes básicos: tiempo y ejemplo.

      La profesión de padre y madre

      Una profesión es una actividad que se profesa, es decir, de la que se puede hablar. Y, desde luego, ser madre o ser padre tiene un componente grande de profesión, es decir, de preparación y reflexión. ¿Pagada? Bueno, no habría dinero suficiente para remunerarla y a la vez cuenta con el mayor salario emocional. Se mueve en los terrenos del amor, que no son ninguna tontería.

      Ser padre o madre viene a parecerse a ser a la vez mentor, psicólogo, educador, autoridad, gobernante, orientador y consejero. A tiempo completo cada vez que los hijos estén presentes; en las noches de insomnio, también.

      Somos buenos mentores si:

      •observamos nuestras propias cualidades y las de nuestros hijos;

      •tenemos presente que estamos aquí para educarlos, es decir, darles herramientas capaces de superar los problemas que la vida les traiga;

      •procuramos que ellos mismos sepan distinguir si una conducta les hace daño o les sienta bien;

      •procuramos desarrollar al máximo las capacidades innatas de nuestros hijos. Por cierto, ¿las conocemos? Antes de seguir leyendo piensa en cinco cualidades de tu hija o de tu hijo;

      •guiamos a nuestros hijos para que actúen siempre con lo mejor de su persona. No hay nada que hablar sobre esto. Lo transmite nuestro ejemplo. Si nosotros lo hacemos así, ellos lo harán.

      A pesar de todo, no debemos:

      •ser perfeccionistas;

      •mimar o proteger en exceso;

      •limitarnos a cuidarles;

      •verlos como una tabla rasa o como un alter ego nuestro;

      •impedir que descubran las consecuencias de sus actos y sus decisiones;

      •compararlos constantemente con otras personas.

      Somos buenos psicólogos si:

      •distinguimos lo que nuestros hijos necesitan de verdad;

      •valoramos las decisiones que nos permiten conocerlos mejor;

      •sabemos perdonar un mal día;

      •les dejamos disponer de su propio tiempo libre.

      Pero no debemos:

      •cargar con toda la responsabilidad de sus actos y elecciones;

      •caer en la trampa de mostrarnos incoherentes, premiando y castigando sin criterio;

      •mentirles;

      •imponer nuestro estilo de vida como el único valor.

      Somos buenos educadores cuando:

      •vemos las dificultades de la vida como una oportunidad para aprender;

      •entendemos los errores y castigos como una oportunidad para mejorar;

      •sabemos distinguir entre las cualidades reales de nuestros hijos y las etiquetas que les ponemos;

      •les mostramos con el ejemplo cuáles son las conductas necesarias en cada caso;

      •disfrutamos de su progreso.

      Pero no cuando:

      •desaprovechamos las situaciones aleccionadoras;

      •eludimos los envites de la vida;

      •les avergonzamos en lugar de corregirles;

      •hacemos por ellos lo que pueden hacer solos;

      •les etiquetamos.

      Tenemos autoridad cuando:

      •establecemos los límites claramente;

      •distinguimos entre lo negociable y lo no negociable y sabemos mantenernos firmes;

      •somos líderes cuando hace falta y sabemos ser también compañeros que aprenden cosas de los hijos.

      Pero no cuando:

      •nos mostramos ambivalentes o incoherentes;

      •somos demasiado estrictos, demasiado permisivos o las dos cosas a la vez;

      •lo negociamos todo;

      •no les facilitamos rutinas previsibles, con lo cual no saben a qué atenerse con las normas;

      •esperamos que les parezca bien todo lo que hacemos.

      Somos gobernantes del hogar cuando:

      •en casa hay cinco o seis normas básicas y fijas;

      •sabemos ceñirnos a las necesidades y características de la familia;

      •establecemos de antemano las consecuencias, concretas y pertinentes;

      •procuramos que los castigos se ajusten a las faltas;

      •sabemos perdonar y restaurar un buen clima; sabemos pedir perdón;

      •somos congruentes y hablamos con claridad;

      •felicitamos a nuestros hijos cuando lo hacen bien, y no solamente reaccionamos ante sus errores;

      •no caemos en las guerras de nervios; recordamos quién es el adulto;

      •sabemos flexibilizar las normas para acompasar su crecimiento.

      Pero no cuando:

      •dictamos los castigos proporcionales solo a nuestro enfado;

      •somos incongruentes;

      •mantenemos las normas «de boquilla» y nosotros mismos las incumplimos;

      •no distinguimos las normas importantes de las irrelevantes;

      •gritamos por todo.

      Somos orientadores cuando:

      •compartimos con los hijos nuestros conocimientos y habilidades;

      •compartimos las historias de familia y transmitimos los valores familiares;

      •escuchamos sus historias; los niños de cualquier edad ya tienen «recuerdos

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