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      -La que queráis… , ahí a la izquierda…

      -¿Aquí, señor?

      -Dígoos que a la izquierda y buscáis a la derecha… guise decir a mi izquierda. Hallaréis ahí un informe del ministro de policía con fecha de ayer. Pero, ¡calla!, aquí aparece en persona el señor Dandré… ¿No habéis dicho que era el señor Dandré? —exclamó Luis XVIII dirigiéndose al ujier, que en efecto acababa de anunciar al ministro de la policía.

      -Sí, señor, el barón de Dandré -repuso el ujier.

      -Justamente -repuso Luis XVIII con imperceptible sonrisa-. Entrad, barón, entrad, y decid al duque lo que sepáis más reáente del señor de Bonaparte. No disimuléis la gravedad de la situación, si la tiene, sea lo que fuere… Veamos: ¿es en efecto la isla de Elba un volcán pronto a vomitar sobre nosotros las llamas de la guerra: bella, horrida bella?

      El señor Dandré pavoneóse con gracia, apoyando las manos en el respaldo de un sillón, y contestó:

      -¿Se ha dignado Vuestra Majestad pasar los ojos por mi informe de ayer?

      -Sí, sí, pero decídselo al conde, decidle lo que reza este informe, que no puede encontrar. Explicadle lo que hace el usurpador en su isla.

      -Señor -dijo el barón al conde-, todos los vasallos de Su Majestad deben de regocijarse con las noticias que tenemos de la isla de Elba. Bonaparte…

      Y el señor Dandré fijó los ojos en Luis XVIII, que, ocupado en escribir una nota, no levantó la cabeza.

      -Bonaparte -continuó el barón- se aburre mucho, y pasa los días de sol a sol viendo trabajar a los mineros de Porto-Longonne.

      -Y se rasca para distraerse -añadió el monarca.

      -¿Se rasca? -preguntó el conde-; ¿qué quiere decir Vuestra Majestad?

      -¿Olvidáis, mi querido conde, que ese coloso, ese héroe, ese semidiós sufre de una enfermedad cutánea que le consume?

      -Y hay más, señor conde -continuó el ministro de policía-: estamos casi seguros de que dentro de poco tiempo estará loco,

      -¿Loco?

      -De remate: su cabeza se debilita. Tan pronto llora a mares como ríe a carcajadas. Otras veces se pasa las horas muertas arrojando al agua piedrecitas, y al verlas rebotar en la superficie se queda tan satisfecho como si hubiera ganado otro Marengo a otro Austerlitz. No me negaréis que éstos son síntomas de locura.

      -O de sobrado juicio, señor barón -dijo Luis XVIII riendo-; arrojando piedrecitas a la mar se solazaban los grandes capitanes del tiempo antiguo. Leed si no en Plutarco la vida de Escipión el Africano.

      A la vista de estos dos hombres tan tranquilos, el señor de Blacas vaciló unos instantes; porque Villefort no había querido decirle todo lo que sabía, sino lo que bastaba a alarmarle, para no perder todo el valor de su secreto.

      -Vamos, vamos, Dandré -dijo Luis XVIII-, Blacas aún no está convencido. Contadle la conversión del usurpador.

      El ministro de policía se inclinó.

      -¿Conversión del usurpador? -murmuró el conde mirando al rey y a Dandré-. ¿El usurpador se ha convertido?

      -Del todo, querido conde.

      -Pero ¿a qué?

      -A los buenos principios. Vamos, explicádselo, barón.

      -Escuchad, pues… -dijo el ministro con mucha gravedad-. Hace unos días, ha pasado Napoleón una revista, en que dos o tres de sus viejos gruñones, como él los llama, manifestaron deseos de volver a Francia, en lo que consintió exhortándoles a servir a su buen rey. Tales fueron sus propias palabras, señor conde, lo sé de buena tinta.

      -Y ahora, Blacas, ¿qué diréis? -exclamó el triunfante monarca dejando de compulsar el volumen que tenía abierto delante de él.

      -Digo, señor, que o el ministro de policía o yo nos equivocamos; pero como es imposible que el equivocado sea él, que tiene el cargo de velar por Vuestra Majestad, es más probable que yo lo sea. No obstante, señor, yo en lugar vuestro interrogaría por mí mismo a la persona que aludo; y por mi parte insistiré en que siga Vuestra Majestad este consejo.

      -Enhorabuena, conde. Presentádmelo y lo recibiré; pero con las armas en la mano. Señor ministro, ¿tenéis algún parte de fecha más moderna que éste, que es del 20 de febrero y estamos a 3 de marzo?

      -No, señor; pero lo estaba esperando de un momento a otro, cuando salí esta mañana, y es posible que haya llegado durante mi ausencia.

      -Id, pues, a la prefectura, y si no ha llegado… , ejem… , ejem… -dijo riendo Luis XVIII-, inventad uno. ¿Sería la primera vez… ? ¿Eh?

      -¡Oh, señor! —dijo el ministro-, a Dios gracias, nada hay que inventar en cuanto a eso; porque todos los días nos llueven denuncias, y muy detalladas, de infelices que creen hacer un servicio y esperan que se les pague. La mayor parte ven visiones; pero esperan que la casualidad las convierta hoy o mañana en realidad.

      -Está bien, id, y tened en cuenta que os espero -dijo el rey Luis XVIII.

      -No haré sino ir y volver. Antes de diez minutos estoy de vuelta.

      -Yo, señor, voy en busca de mi mensajero -dijo el señor de Blacas.

      -Aguardad, aguardad un instante -respondió Luis XVIII-. A decir verdad, conde, debo cambiaros las armas del escudo: pondréis desde ahora un águila volando con una presa entre sus garras que pugna en vano por escapársele, y esta divisa: Tenax.

      -Ya escucho, señor-dijo impaciente el señor de Blacas.

      -Quería consultaros sobre este pasaje: Molli fugies anhelitu… , ya sabéis… , se trata del ciervo que huye del lobo. ¿No sois cazador, y de lobos? Entonces, ¿qué os parece el molli anhelitu?

      -¡Admirable, señor!, pero mi hombre es como el ciervo de que habláis. En tres días escasos ha recorrido doscientas veinte leguas, en silla de posta.

      -Buena tontería, cuando el telégrafo sin cansarse nada gasta tres o cuatro horas solamente.

      -¡Ah, señor!, qué mal pagáis a ese pobre joven, que viene tan apresurado a dar a Vuestra Majestad un aviso útil. Aunque no sea sino por el señor de Salvieux que me lo recomienda, os ruego que le recibáis bien.

      -¿El señor de Salvieux, el chambelán de mi hermano?

      -El mismo.

      -Está efectivamente en Marsella.

      -Desde allí me ha escrito,

      -¿Os habla también de esa conspiración?

      -No; pero me recomienda al señor de Villefort, encargándome que le traiga a la presencia de Vuestra Majestad.

      -¡El señor de Villefort! -exclamó el rey-. ¿Ese mensajero es el señor de Villefort?

      -Sí, señor.

      -¿Y es el que viene de Marsella?

      -En persona.

      -¿Por qué no me dijisteis su nombre desde un principio? -exclamó el rey, cuyo semblante reflejó de repente cierto aire de inquietud.

      -Creía que os era desconocido.

      -No, no, Blacas; es un hombre de talento, de miras elevadas y sobre todo ambicioso. Me parece que vos conocéis de nombre a su padre.

      -¿A su padre?

      -Sí, a Noirtier.

      -¿Noirtier, el girondino? ¿Noirtier, el senador?

      -Exacto.

      -¡Y Vuestra Majestad emplea al hijo de semejante hombre!

      -Blacas, amigo mío, vos no sabéis vivir. ¿No os dije que Villefort es ambicioso? Por medrar sacrificará hasta a su padre.

      -Conque

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