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sin dormir un solo instante.

      Acercósele el carcelero, y aún dio en torno suyo algunas vueltas: pero parecía que Dantés no le veía. Al fin le dio un golpecito en la espalda, que le hizo estremecer.

      -¿Habéis dormido? -le preguntó el carcelero.

      -No lo sé -respondió Dantés.

      El carcelero le miró sorprendido.

      -¿Tenéis hambre? -prosiguió.

      -No lo sé -respondió de nuevo Dantés.

      -¿Queréis algo?

      -Quisiera ver al gobernador.

      El carcelero se encogió de hombros y se marchó.

      Siguióle Dantés con la vista, extendiendo los brazos a la puerta entreabierta, pero ésta se cerró de repente.

      Entonces su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo. Corrieron a torrentes las lágrimas que hinchaban sus pupilas; púsose de hinojos con la frente pegada al suelo, y a rezar por largo rato, repasando en su imaginación toda su vida pasada, y preguntándose qué crimen había cometido en aquella vida tan corta aún para merecer tan duro castigo, y así pasó todo el día.

      Algunos bocados de pan y algunas gotas de agua fueron todo su alimento. Ora se sentaba absorto en sus meditaciones, ora giraba en torno de su cuarto como una fiera enjaulada.

      Una idea le atormentaba sobre todas. Durante la travesía, ignorando su destino, permaneció tranquilo e inmóvil, cuando pudo muchas veces arrojarse al mar, donde gracias a que era gran nadador y buzo de los más célebres de Marsella, hubiera escapado por debajo del agua a la persecución de los gendarmes, y ganada la costa, huido a una isla desierta, con la esperanza de que algún navío genovés o catalán le llevase a Italia o a España. Desde allí escribiría a Mercedes que viniera a reunirse con él. Ni por asomo le inquietaba la miseria en ninguna parte del mundo a que fuese, pues los buenos marinos en todas son raros, sin contar que hablaba el italiano como un toscano, y el español como un castellano viejo. De este modo, pues, habría vivido libre y feliz con Mercedes y con su padre, que también se les juntaría, mientras en la presente situación, encerrado en el castillo de If, sin esperanzas, ni aun el consuelo tendría de saber de su padre y de Mercedes. ¡Y todo por haberse fiado de las palabras de Villefort! Motivo era para perder el juicio.

      A la misma hora de la mañana siguiente volvió el carcelero.

      -¿Seréis ya más razonable? -le preguntó.

      Dantés no le respondía.

      -Vamos, valor -prosiguió aquél-. ¿Deseáis algo que yo pueda proporcionaros? Decidlo.

      -Deseo ver al gobernador.

      -¡Ea!, ya os dije que es imposible -repuso el carcelero con impaciencia.

      -¿Por qué?

      -Porque el reglamento no lo permite a los presos.

      -¿Qué es lo que les permite, entonces?

      -Que coman mejor, si lo pagan, que salgan a pasear y tal vez lean.

      -Ni quiero leer, ni pasear, ni comer mejor. Sólo quiero ver al gobernador.

      -Si me fastidiáis repitiéndome lo mismo -prosiguió el carcelero-, no os traeré de comer.

      -Pues me moriré de hambre, no me importa -dijo Dantés.

      El acento de estas palabras dio a entender al carcelero que no sería el morir desagradable a Edmundo; y como por cada preso tenía diez cuartos diarios sobre poco más o menos, calculando el déficit que su falta le ocasionaría, respondió en tono más dulce:

      -Escuchad: ese deseo es imposible; desechadlo, porque no hay ejemplo de que haya bajado una sola vez el gobernador al calabozo de un preso; pero si os portáis cuerdamente se os concederá pasear, con lo que acaso algún día veáis al gobernador, y entonces podréis hablar con él.

      -Pero ¿cuánto tiempo -dijo Edmundo- tendré que esperar a que se presente esa ocasión?

      -¡Diantre! -respondió el carcelero-: Un mes, tres meses, medio año o quizás un año entero.

      -Eso es mucho -exclamó Dantés-. Quiero verle en seguida.

      -No seáis terco; no os empeñéis en ese imposible, o antes de quince días os habréis vuelto loco.

      -¿Lo creéis así? -dijo Dantés.

      -Sí, loco; así es como empieza la locura. Aquí tenemos un ejemplar. Con el tema de ofrecer un millón al gobernador si le ponía en libertad, ha perdido el seso un abate que antes que vinierais ocupaba este calabozo.

      -¿Y cuánto tiempo hace que salió de aquí?

      -Dos años.

      -¿En libertad?

      -No, se le ha trasladado al subterráneo.

      -Escucha -dijo Dantés-; yo no soy abate ni loco, que por desdicha tengo aún completo mi juicio… ; voy a hacerte una proposición.

      -¿Cuál?

      -No voy a ofrecerte un millón, porque no podría dártelo, pero sí cien escudos, como quieras el primer día que vayas a Marsella llegar a los Catalanes con una carta mía, para una joven que se llama Mercedes… ¿Qué digo carta? Cuatro letras.

      -Si se descubriera que había llevado esas cuatro letras, perdería mi destino, que vale mil libras anuales, sin contar las propinas y la comida. ¿No será imbecilidad que yo aventure mil libras por trescientas?

      -Pues oye, y tenlo presente -dijo Edmundo-. Si te niegas a avisar al gobernador de que deseo hablarle; si te niegas a llevar mi carta a Mercedes, o siquiera a notificarle que estoy preso aquí, te esperaré el día menos pensado detrás de la puerta, y cuando entres te romperé el alma con ese banco.

      -¡Amenazas a mí! -exclamó el carcelero retrocediendo y poniéndose en guardia-. Por lo visto se os trastorna el juicio. Como vos principió el abate: dentro de tres días estaréis como él, loco de atar. Por fortuna hay subterráneos en el castillo de If.

      Dantés cogió el banco y lo hizo girar en ademán amenazador.

      -¡Está bien! ¡Está bien! -dijo el carcelero-; vos lo habéis querido. Voy a prevenir al gobernador.

      -¡Enhorabuena! -respondió Dantés colocando el banco en su sitio, y sentándose con la cabeza baja y la mirada vaga, como si realmente se hubiera vuelto loco.

      Salió el carcelero, y un momento después volvió con cuatro soldados y un cabo.

      -De orden del gobernador -les dijo-, llevad a este hombre a los calabozos del piso bajo.

      -¿Al subterráneo? -preguntó el cabo.

      -Al subterráneo: los locos deben estar con los locos.

      Los cuatro soldados se apoderaron de Dantés, que los seguía sin ofrecer resistencia.

      Bajaron quince escalones, y se abrió la puerta de un subterráneo, en el que entró murmurando:

      -Tienen razón: los locos, con los locos.

      La puerta se cerró y Dantés caminó hacia delante hasta tropezar con la pared: entonces se acurrucó inmóvil en un ángulo, mientras sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, comenzaban a distinguir los objetos.

      El carcelero tenía razón. Poco le faltaba a Dantés para perder el juicio.

      Capítulo 9 La noche de bodas

      Como hemos dicho, Villefort tomó el camino de la plaza del GrandCours, y de la casa de la marquesa de Saint-Meran, donde encontró a los convidados tomando café en el salón, después de los postres.

      Renata le aguardaba con una impaciencia de que participaban todos, por lo que la acogida que tuvo fue una exclamación general.

      -¡Hola,

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