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de colores como de confitería, la apariencia de las chicas era especial. Vestían viejas faldas de tubo que no les ajustaban bien, sudaderas muy grandes y botas vaqueras que les llegaban a media pantorrilla y dejaban ver la mitad de sus velludas piernas. Su cabello magenta estaba permanentemente enredado. Algunas mujeres usaban camisetas deportivas y bigote y te invitaban un trago si recorrías Lexington con el aspecto de que llevaras incrustado en el hombro un chip de tu ciudad natal, alguna porquería interesante que ofrecer. Escribían poesía y tocaban punk folk. Nosotras vivíamos a apenas unas puertas de Red Dora’s Bearded Lady, y yo me enamoré de las chicas hombrunas y los chicos trans igual de presuntuosos que los idiotas que con frecuencia me atraían. licor por delante, póker por detrás era el rótulo en la camiseta de esa cafetería, complementada con los iconos de la cultura del tatuaje de los noventa: flamas, dados y bailarinas.

      Me enamoraba con vehemencia. Quería que una de esas mujeres barbadas me salvara, e incluso que me rompiera el corazón. Pensaba: ¿Qué tal si estuviera con un chico fuerte y atractivo cuyo delicado núcleo emocional —cuyo corazón—, cuando lo mordiera, fuera de mujer? ¿Qué tal si jugara a ser la cuidadora estrella de un macho vestido de camiseta blanca que no lamentara el bagaje de haber nacido hombre? Esto no sucedió nunca, supongo que por miedo de mi parte. Todo indica, sin embargo, que ya sabía que la masculinidad que me subyugaba no pasaba de ser una actuación endeble, cualquiera que fuera el género de la persona. Pese a todo, tenías que reforzarla, actuar como si fuera auténtica, para que pudieras desempeñar tu papel y cumplir tu propósito.

      Aprendía de igual modo acerca del sexo casual, de la informalidad en general. Que si querías que se te juzgara sofisticada, tenías que actuar como una persona sofisticada, en el sentido de ser indiferente e imperturbable. Practicaba esto con los hombres que buscaban mi atención, como Miguel, un muchacho guapo con el que trabajaba en la tienda de discos, quien flirteaba conmigo en la oficina y una vez metió en la bolsa de mi chamarra un mensaje garabateado en una nota de la caja registradora que decía, con letras mayúsculas de escuela de diseño, si me haces caso, verás. Yo me hacía la tonta, ni siquiera le dije que había recibido su recado, el cual pegué de todas formas en una página de mi diario con un trozo grueso y brillante de cinta canela. Aún fingía demencia ante él, pese a que nos rondábamos uno a otro, y en un par de semanas la tensión creció al punto de que una noche el timbre del departamento sonó a las dos de la mañana. Fue tal el escándalo que Kat despertó también, y emergió de su recámara con ojos somnolientos; entraba a trabajar a las seis a la cafetería del Sunset. Rachel salió igualmente de su cuarto, aunque estaba bien despierta, llevaba puestos unos diminutos shorts de terciopelo color durazno y sostenía una plumilla. ¿No te has dormido?, le pregunté, por más que solía desvelarse y levantarse tarde. Trabajaba algunas noches en It’s Tops, un restaurante que daba servicio todo el día y donde usaba un uniforme rosa y negro que llevaba bordado en el pecho el nombre de bonnie, su identidad como mesera. Estoy dibujando un ave. ¿Quién será?, dirigió el mentón a la puerta y entrecerró un ojo. Creo que me buscan, enfilé hacia las escaleras. Si no vuelvo en cinco minutos, bajen. Rachel me había protegido desde que nos conocimos en cuarto grado, así que nada más resopló, dijo: No te preocupes, y se retiró a su recámara. El edificio donde vivíamos estaba apartado de la calle, y si deseábamos que alguien entrara teníamos que atravesar un largo callejón para abrir la reja. Ni siquiera me había puesto unas sandalias, pero por un momento agradecí que se me hubiese ocurrido acostarme con un bonito camisón amarillo y crucé descalza el callejón, haciendo ruido con los pies en el concreto. Un carnoso golpeteo resonó en las paredes del estrecho pasaje. Abrí la puerta y ahí estaba Miguel, quien sonreía a fuerzas, como si se disculpara por la hora o por su estado; se tambaleaba al tiempo que hacía todo lo posible por quedarse quieto y me miraba con ojos vidriosos. Dejé que me siguiera. Sabía a cigarros y tequila y me cogió como un tren de carga en el colchón sin sábanas de mi cuarto, tan reducido como un armario, mientras me susurraba al oído palabras en español. Más tarde tomamos grandes tragos de agua de la llave, en vasos de medio litro.

      Al día siguiente, todo transcurrió con naturalidad entre nosotros. Él posaba ocasionalmente una larga y pícara mirada en mí, o me guiñaba un ojo cuando pasaba a mi lado en los angostos pasillos de los discos compactos, pero en general actuamos como si nada hubiera ocurrido. Yo saboreé la sensación de tener un secreto, y de saber que ese secreto era de sexo. ¡Qué bien nos habíamos entendido en la cama! Además, el sexo revelaba ser un espacio en mi mente donde podía esconder las imágenes de noches como ésa, llenas de intriga, ruidos, matas de cabello y humedades, momentos de mirar, ansiar y liberarse. Cargadas de oscuridad. De un sinfín de lunares y orificios, de minúsculos sonidos. El acto mismo había sido de lo mejor, creo que lo disfruté en verdad. Pero saboreé más todavía el rollo estelar que repasé en mi mente todo el día. Era como el dolor en mi cuerpo: la secuela, el recuerdo, la parte de la experiencia que me pertenecía sólo a mí. Algo desconocido, ingobernable, a lo que tenía derecho. Sentí que me lo había ganado. Esto era lo que recibías a cambio de tus horas insomnes al amanecer cuando descubrías que, acostado junto a ti, estaba alguien que habrías preferido no ver en tu cama.

      A pesar de que Miguel fue por un tiempo un buen amante, no congeniamos. Yo tenía otros encuentros menos apasionados, menos compartidos, así que de manera simultánea aprendía qué se sentía permitir que sucediera algo que no querías o avergonzarte horriblemente de alguien con quien habías pasado la noche. Había sesiones desangeladas con desconocidos, chicos con los que mis amigas y yo tropezábamos cuando íbamos a desayunar a la Sixteenth Street, y de quienes nos reíamos después de un insufrible y balbuceante intercambio de bromas insulsas. Esto solía ocurrir luego de una borrachera, y cada noche había una. La desmesurada y expuesta sensación de hormigueo en la piel de una mala resaca se agravaba como nunca con uno de esos encuentros a la hora del almuerzo, como aquél con el chico al que llamamos Ballet Steve, un bailarín amigo de un amigo de un conocido con quien yo había compartido copiosamente en el Kilowatt una sidra que sabía a refresco de pera sin gas. A la implacable luz del día, parecía mucho más bajo de estatura y sonaba mucho más canadiense. Aun cuando sonreí por mero instinto cuando nos vio, eso causó que se acercara y permaneciera demasiado tiempo en nuestra mesa, donde no supo qué decir tan pronto como hicimos las observaciones de rigor sobre el clima. ¿Sentía que me debía una conversación extensa porque nos habíamos acostado a principios de esa semana? Kat y yo nos empeñábamos en ser amables, mientras que Rachel era franca y no soportaba a los idiotas.

      Fue un gusto verte, Steve, le dijo cuando la mesera le llevó la miel de maple extra que había pedido, pero continuaremos con nuestro almuerzo. ¡Gracias por detenerte a platicar!, no pude contener la risa en el tarro de mi primera cerveza del día.

      ¡Qué tipo más pesado!, exclamé con incredulidad una vez que se alejó lo suficiente.

      Es el chico que llevaste la otra noche a casa, dijo Kat.

      Se veía más guapo entonces, dije añorante. Esta parte de crecer resultaba incomprensible. ¡Qué extraño era que dos personas se acostaran y tuviesen que fingir interés y saludarse si se encontraban en la calle o en un restaurante! Pero aunque éste era el lado opuesto del poder que yo había sentido con Miguel, también había energía en los Ballet Steves. Todo esto me hacía sentir la arquitecta de mi destino amoroso. Quizá cometía errores, pero el afecto, el deseo y el sexo estaban ahí, eran fuerzas que fluían en mi interior. El asunto se reducía a elegir una pareja que valiera la pena.

      Trabajaba medio día en la tienda de regalos del barrio de Mission, un lugar abarrotado de veladoras para novenarios, calcomanías, tontos obsequios de temporada y figurillas del Día de Muertos. La dueña era una mujer extraña de cuarenta y tantos años que decidió contratarme cuando le dije que su nombre era un anagrama del mío. En San Francisco, este tipo de cosas son signo seguro… de qué, no lo sé aún. La dama del anagrama tenía también un servicio de sexo por teléfono al fondo del local, cuyos operadores no se regían por ningún horario. Aparte de mí, atendían la tienda otros dos empleados, amables bichos raros y drogadictos de corazón en sus veinte, treinta o cuarenta —me daba igual— con quienes me dividía la semana en partes iguales. Cuando alguno de ellos me relevaba al final del turno, me trataba con una ternura irritante; yo no entendía que era una niña

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