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      Este libro está dedicado a mi mejor amiga, mi esposa y el amor de mi vida, Chelsea Axe, y a mi padre Dios por haberme dado la plataforma y el privilegio de escribirlo.

      Introducción

      La búsqueda de un método mejor

      El médico que menosprecia el conocimiento adquirido por los antiguos es un necio.

      HIPÓCRATES

      Debe haber un método mejor. La primera vez que pensé esto tenía trece años de edad, vivía en Troy, Ohio, y con frecuencia encontraba en el piso del baño mechones del cabello rubio rojizo de mi mamá, efecto secundario de la quimioterapia que dañaba su cuerpo para tratar las células cancerosas acumuladas en su seno y ganglios linfáticos izquierdos. Esa inquietante idea reapareció cuando mi vigorosa y atlética madre (profesora de natación y maestra de gimnasia en mi escuela) salió, aparentemente curada, de un tratamiento de cáncer, pero despojada de su chispa, energía y salud.

      Debe haber un método mejor.

      Aunque a esa edad yo no sabía absolutamente nada de nutrición, el mensaje de una campaña nacional se abrió camino hasta mi cerebro adolescente: los refrescos no son saludables. Así pues, decidí dejar de tomarlos. Nunca antes se me había ocurrido que la alimentación y la dieta formaran parte de un “método mejor”. Si el refresco hacía daño, ¿también podían hacerlo otros alimentos? ¿Y algunos más harían bien?

      En la década siguiente, mi madre lidió con una amplia variedad de problemas de salud que la hacían sentirse enferma y cansada todo el tiempo: depresión, hipotiroidismo, estreñimiento, síndrome de fatiga crónica. Todo esto en una mujer que antes de su tratamiento podía desempeñar con facilidad un empleo de tiempo completo, cuidar a su familia y salir a correr después, o ir a una sesión de ejercicio, y sentirse aún con energía. Mientras yo veía que su salud se deterioraba, una idea empezó a cobrar forma en mí y siguió creciendo al paso de los años: sería médico. Aprendería por qué mi madre debía sacrificar su salud para tratar su enfermedad. E intentaría encontrar un método mejor.

      Cuando tenía ya más de veinte años, ese sueño comenzó a hacerse realidad. Asistía a una escuela quiropráctica en Florida, donde aprendí los fundamentos de la nutrición. Me especializaba también en medicina funcional, y aprendía acerca de remedios antiguos. La sabiduría de la medicina tradicional china y la medicina ayurvédica tenía sentido para mí. Estas milenarias prácticas trabajaban con el cuerpo, no contra él. En lugar de examinar una enfermedad por separado, esos tratamientos tomaban en consideración a la persona íntegra y atacaban la causa de fondo de su dolencia. Veían el bosque y los árboles, así que restauraban la salud al mismo tiempo que erradicaban un padecimiento. Y usaban la alimentación como medicina para reforzar el cuerpo y crear condiciones óptimas para sanar.

      La nutrición era la pieza clave del rompecabezas de “un método mejor” que poco a poco se armaba en mi mente. Mientras leía todo lo que podía sobre alimentación y curación, tropecé con la dieta cetogénica o Keto. Las investigaciones al respecto me impresionaron. Ésta es una dieta que transforma el modo en que el cuerpo utiliza los macronutrientes, ya que provoca que la principal fuente de combustible sean las grasas, no los carbohidratos. Ningún otro procedimiento, salvo el ayuno, puede conseguir esto. En consecuencia, esta dieta puede ser un método revolucionario para quienes durante años se han esforzado en bajar de peso sin lograrlo, porque convierte literalmente al cuerpo humano en una máquina quemadora de grasas. Al mismo tiempo, las implicaciones generales de salud son profundas. La dieta cetogénica puede reducir la inflamación, equilibrar hormonas vitales como la insulina y promover la salud de tu cerebro. Durante mis investigaciones descubrí que esta dieta ya se había usado durante décadas para tratar la epilepsia y la diabetes, y que también se exploraba ya para otras enfermedades, como el cáncer.

      En esta atmósfera de investigación y descubrimiento, mi madre me llamó un día, llorando. “El oncólogo acaba de decirme que tengo un tumor en los pulmones”, me informó con voz trémula, y me quise morir. No, pensé, otra vez no. Mi madre era mi inspiración y ya había sufrido demasiado. Le dije que la quería mucho y que pronto estaría con ella. Al día siguiente abordé un avión rumbo a Ohio.

      En su casa me explicó que los médicos le habían recomendado cirugía y radiación. Yo le dije que creía que había un método mejor, el cual fortalecería los innatos mecanismos curativos de su cuerpo, apuntalaría su salud y le ofrecería un procedimiento sano, sostenible y científicamente sólido para alcanzar bienestar de por vida.

      Intensifiqué entonces mis investigaciones. Dediqué cientos de horas a leer sobre cáncer, nutrición, hierbas medicinales y antioxidantes y me comuniqué con algunos de los mejores practicantes de la medicina integral en el mundo entero, para pedirles consejo sobre cambios en la nutrición y el estilo de vida que afianzaran la inmunidad y la curación. Con base en todo lo que aprendí, modifiqué por entero la dieta de mi madre.

      Vacié su alacena de alimentos procesados y llené su refrigerador de verduras, hierbas, proteínas sanas, grasas saludables y caldo de huesos. Le enseñé a hacer deliciosos jugos de verduras con apio, espinacas, cilantro, jengibre, limón y betabel. Le compré aceites de salmón silvestre y de hígado de bacalao, con un alto contenido de ácidos grasos omega-3, que reducen la inflamación. Ella empezó a comer varios hongos, como el shitake, el cordyceps y el reishi, conocidos como los hongos de la inmortalidad en la medicina tradicional china . Usaba hierbas como el cardo mariano, con comprobados efectos de desintoxicación del cuerpo, y la cúrcuma, potente antiinflamatorio capaz de revertir varias enfermedades, entre ellas el cáncer. Eliminé casi por completo de su dieta los carbohidratos procesados y el azúcar adicionada.

      Mi madre hizo también otros cambios saludables. Empezó a recibir masaje linfático y atención quiropráctica; a orar y hacer afirmaciones positivas de salud, y a usar esencias como el incienso, que alivia el estrés y la ansiedad, refuerza la inmunidad y contiene propiedades contra los tumores. Aunque se le había diagnosticado cáncer, no parecía enferma. Semanas después ya se sentía mejor que en los últimos años, su depresión desapareció y bajó 10 kilos.

      Cuatro meses más tarde, cuando fue a ver a su médico para que le hiciera una tomografía, él no podía creer lo que veía. El tumor de mi madre se había contraído a la mitad de su tamaño original, sin quimioterapia ni radiación. Nueve meses después de su diagnóstico, ella estaba casi en completa remisión. Y ahora, trece años más tarde, está libre de cáncer. Practica esquí acuático, participa en carreras de 5 kilómetros y les sigue el paso a sus nietos. Dice que hoy en día, a sus más de sesenta años de edad, se siente mejor que cuando tenía treinta.

      Con esto no sugiero que las personas con un diagnóstico de cáncer deban ignorar las recomendaciones de su médico. Las decisiones vitales deben tomarse con la ayuda de profesionales de confianza y basarse en las características particulares de cada caso. Pero reforzar con nutrición las defensas del cuerpo tiene sentido sea cual sea el reto de salud que tú enfrentes. La dieta que ayudó a mi madre a vencer el cáncer fue una versión modificada del protocolo cetogénico que describiré en este libro. Para mí, esa experiencia fue crucial. Tenía por fin todas las pruebas que necesitaba. Había descubierto un método mejor.

      NUTRICIÓN ANCESTRAL EN UN MUNDO MODERNO

      Mi dieta cetogénica no es una moda engañosa, ni su único propósito es ayudarte a adelgazar. Es un procedimiento científico para reducir la inflamación, corregir los desequilibrios hormonales, emprender en firme tu pérdida de peso y transformar tu salud para que tengas la mejor oportunidad de un futuro sin enfermedades. No implica hambre, privación, ni conteo de calorías. Es un método rico en grasas, moderado en proteínas y muy bajo en carbohidratos, una combinación singular que logra algo que ninguna otra dieta puede hacer: cambiar fundamentalmente la forma en que tu cuerpo quema calorías. Al desplazar de los carbohidratos a las grasas la fuente de energía que tu cerebro y músculos utilizan, obliga a tu cuerpo a deshacerse de esa obstinada llanta de refacción que se ha

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