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insensato quien tal imaginara. Verla, contemplar su hermosura, y los inmensos tesoros de bondad y de fe, de amor y castidad, que encierra su alma equivale a quedar subyugado, confesando que no hay en el mundo mujer que se le iguale. Creo que ni en el Cielo hay un ángel que pueda serle comparado. ¡Oh, tutor, padre mio! La quiero con toda mi alma. Escribo con esta incoherencia porque expreso las ideas tal y como se me agolpan a la mente. De sobra comprenderá usted que este amor me enloquece.

      «Confíemela, querido tutor. No nos separaremos de su lado para que pueda usted ser nuestro guía. Usted no nos abandonará; velará por nuestra dicha, y si algún día ve asomar a los ojos de Magdalena una lágrima, una sola lágrima de pena o de tristeza cuya causa sea yo, eche mano a una pistola y levántame la tapa de los sesos: lo tendré muy merecido.

      »Pero no, no haya cuidado: Magdalena no tendrá por qué llorar.

      »¿Quién sería capaz de hacer verter a ese ángel, a un ser tan bueno y delicado, a quien una palabra algo severa lastima, a quien un pensamiento celoso causaría la muerte? Sería una infamia, y ya me conoce usted, querido tutor, y sabe que no soy ningún infame.

      »Su hija será feliz, padre mío. Ya ve que le llamo padre: ésa es otra costumbre que usted no querrá extirpar. Pero de algún tiempo a esta parte me mira y me habla con una severidad a la cual no me tenía acostumbrado, sin duda por mi tardanza en decirle lo que hoy le escribo, ¿no es verdad?

      »Sí es así, me lisonjeo de haber hallado para justificarme un medio muy sencillo que me ha proporcionado usted mismo.

      »Está enfadado conmigo porque cree que no le he sido franco, porque le he ocultado como un agravio este amor que no debía ni podía ofenderle. Lea usted en mi corazón y verá si hay que culparme.

      »No ignora usted que por la noche escribo mis actos y pensamientos de todo el día, siguiendo una costumbre que me hizo usted adoptar desde la infancia y que usted mismo, atareado por tan graves ocupaciones, no ha descuidado jamás.

      «Siempre que uno está así solo y frente a frente consigo mismo, se juzga con imparcialidad, y al día siguiente se conoce mejor. Esta meditación renovada cada día, este examen de la propia conducta, bastan para dar unidad a la vida y rectitud de proceder.

      «Constantemente he seguido hasta hoy esta práctica que usted mismo me enseñó, y nunca he comprendido su utilidad mejor que ahora, ya que gracias a ella podrá usted leer en mi alma como en un libro exento de falsía, si no de toda reprensión.

      »Vea usted en este espejo mi amor siempre presente aunque para mí invisible, pues a decir verdad no supe hasta qué punto amaba yo a Magdalena sino el día en que usted me separó de ella, en el momento en que comprendí que podía perderla, y cuando usted me conozca, como yo me conozco, entonces juzgará si soy digno aún de su aprecio.

      »Ahora, padre mío, aunque confiando en esta prueba y en su afecto espero con angustia el fallo que va a dictar sobre mi suerte.

      »En sus manos está mi destino. No lo rompa, se lo ruego como se lo ruego al Altísimo.

      »¡Ah! ¿Cuándo podré saber si la sentencia pronunciada por usted es de muerte o es de vida? Una noche es a veces infinita y ocasiones hay en que una hora puede convertirse en un siglo.

      »Adiós, querido tutor. ¡Haga el Cielo que el padre enternezca al juez! ¡Adiós!

      »Perdone a la fiebre que me devora el desorden y la incoherencia de esta carta, que comienza con la frialdad de un documento comercial y que quiero terminar con un grito salido de lo más hondo de mi pecho y que debe hallar eco en el suyo.

      »Amo a Magdalena, padre mío, y no podría vivir si usted o Dios me separase de ella.

      »Su adicto y agradecido pupilo

      »Amaury de Leoville.»

      Después, Amaury tomó el diario en el cual apuntaba día por día los pensamientos, las sensaciones y los hechos más notables de su vida, encerró en un sobre el manuscrito y la carta, y llamando al criado le hizo llevar el paquete a su destino, mientras él quedaba con el corazón agitado por la ansiedad y la incertidumbre.

       Índice

      Cuando Amaury cerraba la carta que queda transcrita, el señor de Avrigny salía de la estancia de su hija para encerrarse en su despacho.

      El doctor estaba pálido y tembloroso y en su semblante notábanse las huellas de un profundo pesar. Se acercó en silencio a una mesa atestada de papeles y libros, inclinó la cabeza, que ocultó entre las manos, lanzó un hondo suspiro y permaneció largo rato sumido en profundas reflexiones.

      Abandonó su asiento, dio unos paseos por la habitación presa de viva inquietud, se detuvo ante una papelera, sacó del bolsillo una llavecita, y tras una corta vacilación abrió con ella un mueble y extrajo de él un cuaderno.

      Aquel cuaderno era el diario del doctor. En él escribía el señor de Avrigny todo cuanto le pasaba cotidianamente, lo mismo que hacía Amaury en el suyo.

      El doctor permaneció un momento en pie, leyendo las últimas líneas que había escrito el día anterior. Luego, como quien acaba de tomar una resolución penosa, sentose, tomó la pluma y escribió lo que sigue:

      «Viernes, 12 de mayo, a las cinco de la tarde.

      »Gracias al Cielo, está mejor Magdalena. Ahora reposa.

      »He hecho cerrar todos los postigos de su aposento, y a la débil luz de la lamparilla he visto cómo su tez recobraba poco a poco el color de la vida y su respiración, ya tranquila, levantaba su pecho a intervalos iguales. Entonces he besado su frente, húmeda y enardecida, y he salido de puntillas, procurando no hacer ruido.

      »A su lado quedan Antonia y la señora Braun. Estoy, pues, aquí a solas con mi conciencia para juzgarme y condenarme yo mismo.

      »Reconozco que he sido injusto y cruel; he herido sin compasión dos corazones puros, generosos y que me aman. He causado un desmayo de pena a mi hija, criatura tan delicada que basta un soplo para hacerla caer al suelo.

      »He vuelto a despedir de mi casa a mi pupilo, al hijo de mi mejor amigo, a Amaury, excelente muchacho que de seguro se empeña todavía en disculpar mi crueldad. Y todo, ¿por qué razón?

      »¿Qué es lo que motiva esta injusticia y esta perversidad? ¿Qué causa reconoce tan inútil barbarie con unos seres a quienes yo quiero tanto?

      »Todo es porque estoy celoso.

      »Habrá quien no me comprenda; pero no sucederá así con los padres. Tengo celos de mi hija, de su amor a otro, de lo porvenir, del destino de su vida.

      »Hay que confesarlo, por triste que sea. Aun los que se juzgan más buenos (y todos creemos contarnos entre ellos) tienen en su alma execrables misterios y vergonzosas reservas. Los conozco como Pascal.

      »En el ejercicio de mi profesión he sondeado muchos corazones y he penetrado muchas conciencias en el lecho del dolor; pero explicarse con la conciencia propia es tarea algo más ardua.

      »Al reflexionar como ahora lo hago en mi estudio, lejos de mi hija y dueño de toda, mi serenidad, me prometo vencerme y curarme de este mal. Pero luego sorprendo una mirada amorosa que Magdalena dirige a Amaury, comprendo que ocupo sólo un lugar secundario en el corazón de mi hija, que posee el mío por entero, y el egoísta sentimiento paternal triunfa, me ciego, y en mi irritación llego a perder la cabeza.

      »Y, bien mirado, el caso es muy natural. El tiene veintitrés años y ella poco más de veinte: son jóvenes y hermosos, y el amor inflama sus corazones.

      »Antes, cuando Magdalena era niña, pensé mil veces con gusto en esta unión, y hoy tengo que preguntarme si mis actos son razonables y dignos de un hombre que en el mundo de la ciencia ocupa un lugar tan envidiable.

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