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una deuda de juego o batirte en duelo? Esas son las dos únicas cosas que no admiten demora. ¿Has de pagar hoy? ¿Has de batirte mañana? En cualquiera de esos casos dispón en el acto de mi bolsa y de mi persona.

      —Nada hay de lo que imaginas—respondió Felipe.—Venía a hablarte de un asunto bastante más importante, pero no de tanta urgencia.

      —Entonces debo decirte francamente que estoy en una situación de ánimo nada a propósito para prestar atención a tus palabras, no obstante el gran interés que me inspira todo cuanto te concierne.

      —Siendo así, permíteme que te pregunte a mi vez si por mi parte puedo prestarte ayuda de algún modo.

      —No es fácil, por desgracia. Lo más que puedes hacer es diferir por dos o tres días la confidencia que querías hacerme ahora. Necesito estar solo.

      —¡Es posible que no seas feliz tú, Amaury, con un apellido ilustre y una fortuna que nada tiene que envidiar a las primeras de Francia! ¡Se puede ser desgraciado siendo conde de Leoville y poseyendo cien mil francos de renta! A fe mía que no lo creyera si no lo oyese de tu propia boca.

      —¡Y sin embargo, así es, amigo mío! soy desgraciado, ¡muy desgraciado! y tengo para mí, que cuando a nuestros amigos les aqueja un infortunio estamos en el caso de dejarlos a solas con su aflicción. Si no comprendes esto, Felipe, será porque jamás te ha herido la desgracia.

      —Puesto que me lo pides, lo haré, contra mis deseos.—¿Quieres estar solo? pues solo te dejo. ¡Adiós, Amaury! ¡adiós, amigo mío!

      —¡Adiós!—respondió Amaury, dejándose caer en un sillón.

      Y añadió:

      —Di a mi ayuda de cámara que no quiero ver a nadie y que no permita que se me moleste sin que yo llame. No estoy para soportar la menor molestia ni deseo contemplar un rostro humano.

      Auvray cumplió el encargo, y salió devanándose los sesos por atinar con la causa de aquella misantropía que de un modo tan brusco había hecho presa en el alma de su amigo.

      Este, perplejo y malhumorado, evocaba entretanto sus recuerdos, pugnando por explicarse la razón del extremado rigor que el señor de Avrigny había usado con él.

      Según ya hemos dicho, Amaury era un hombre que podía considerarse, en todos conceptos, nacido con buena estrella.

      Dotado por la Naturaleza de elegancia, apostura y distinción, había recibido de su padre un apellido glorioso, cuyos méritos contraídos cerca de la monarquía habíanse acrecentado en las guerras del Imperio, y una fortuna que pasaba de millón y medio, confiada a la intachable administración del doctor Avrigny, uno de los médicos más renombrados de la época y amigo íntimo y muy antiguo de la familia de Leoville.

      A mayor abundamiento, su fortuna, manejada con gran tacto por tutor tan cuidadoso, aumentó durante su menor edad en más de un tercio.

      Pero el doctor no se había limitado a velar por el patrimonio de su pupilo, sino que había dirigido personalmente su educación como pudiera haberlo hecho tratándose de un hijo.

      Resultó de ello que Amaury, criado junto a Magdalena, que era casi de su edad, se había acostumbrado a querer entrañablemente y con amor más que fraternal, a la que le miraba como un hermano.

      Así, ambos concibieron desde niños, en la sencillez de su alma inocente y en la pureza de su corazón, el proyecto halagador de no separarse nunca.

      El amor intensísimo que Avrigny había profesado a su esposa, arrebatada a este mundo por la tisis, en la flor de su juventud, y que había cifrado más tarde en su única hija, unido al cariño casi paternal que Amaury le inspiraba, hacía que éste y Magdalena ni por pienso hubiesen nunca dudado de obtener su aquiescencia.

      Todo se aunaba para infundir en sus almas la esperanza de ver unidos sus destinos, y éste era siempre el tema de sus coloquios desde que uno y otro habían leído claro en el fondo de su pecho.

      Las frecuentes ausencias del doctor, cuya persona reclamaba a cada instante la clientela, el hospital que dirigía y el Instituto del cual era miembro, dejábanles tiempo de sobra para forjarse hermosos sueños que por la memoria del tiempo pasado y fiando en la esperanza del venidero juzgaban realizables.

      Así las cosas, acababan de cumplir, Magdalena veinte años y Amaury veintidós cuando cambió súbitamente el humor del doctor Avrigny que comenzó a mostrarse grave y severo desde entonces.

      Al pronto se atribuyó este cambio de carácter a la circunstancia de haberse muerto una hermana a la cual quería acendradamente, y que le legaba, para que velase por ella, una hija de la edad de Magdalena, su mejor amiga, y su inseparable compañera de estudios y de recreos. Pero, con el transcurso del tiempo, el semblante del doctor fue acusando cada vez más severidad y llegose a notar que su mal humor solía desahogarse, deshaciéndose en reproches sobre Amaury. No pocas veces alcanzaba el chubasco a Magdalena, a aquella hija adorada, a la cual había prodigado a raudales un amor del que sólo parecía susceptible un corazón materno. Desde entonces se observó que la jovial y aturdida Antoñita era la predilecta del doctor y que ella y no Magdalena poseía el privilegio de decirle cuanto le venía en gana.

      Delante de Amaury, no cesaba el doctor de encomiar las cualidades de Antoñita, dejando traslucir en más de una ocasión el agrado con que vería que Amaury renunciase a los planes que él mismo había trazado respecto a su pupilo y a Magdalena, para dedicarse a aquella sobrina que había prohijado, y en la cual parecía haber concentrado ya todo el afecto.

      Para Amaury y Magdalena, a quienes la fuerza de la costumbre no les dejaba ver la verdadera causa de las rarezas del doctor, no obedecían éstas a otra causa, que a pasajeras contrariedades, y estaban muy lejos de advertir la pesadumbre real que motivaba aquella metamorfosis.

      Así, conservaban casi toda su confianza, cuando un día y mientras jugaban como dos niños, corriendo alrededor de la mesa de billar por haberse empeñado Amaury en quitarle una flor a Magdalena, se abrió de pronto la puerta y entró el doctor, el cual se encaró con ellos y en tono áspero exclamó:

      —¿Qué niñerías son éstas? ¿Piensas tener aún doce años, Magdalena? ¿Crees no haber pasado de los quince, Amaury? ¿Te imaginas que corres todavía por el parque del castillo de Leoville? ¿A qué viene ese empeño en arrebatarle a Magdalena una flor que te niega con sobrada razón? Hasta hoy, había creído que esos pasos coreográficos, sólo estaban reservados a los pastorcillos de la Opera; pero por lo visto andaba yo equivocado.

      —¡Pero, papá!—osó decir Magdalena, que acababa de advertir que el doctor hablaba en serio.—Ayer aún...

      —Una cosa era ayer, y otra es hoy—replicó con sequedad Avrigny.—Sujetarse de ese modo a lo pasado es renunciar a dirigir lo futuro. Para sentir tal afición a las costumbres de la infancia no valía la pena de haber abandonado las muñecas y juguetes. A aquel de los dos que no alcance a comprender que el tiempo transforma los deberes y conveniencias sociales, yo cuidaré de hacérselo bien presente.

      —Permítame usted, querido tutor—repuso Amaury,—que le tache de ser demasiado severo con nosotros. Hoy se queja de nuestras niñerías, y yo recuerdo haberle oído decir muchas veces, que entre las plagas de nuestro siglo se contaba el afán de los niños por echarla ya de hombres.

      —¿Lo dije así? Sería indudablemente por esos mozalbetes recién salidos del colegio, que la echan de políticos altruistas; por esos Richelieu de veinte años que alardean de misántropos; por esos poetas en capullo para quienes la desilusión es una décima musa. Pero tú, querido Amaury, ya que no por tu edad, por tu posición, debes pretender algo más serio. Y si en realidad no es así, aparéntalo siquiera. Pero he venido para hablarte de cosas graves. Retírate, Magdalena.

      La joven salió, dirigiendo a su padre una mirada preñada de súplicas que en otro tiempo hubiera desarmado su enojo por completo. Indudablemente recordó el doctor por quién intercedían aquellos hermosos ojos, pues permaneció irritado e inmutable. Dio algunos paseos por el aposento sin pronunciar

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