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El Castillo de Cristal II - Los siete fuertes. Nina Rose
Читать онлайн.Название El Castillo de Cristal II - Los siete fuertes
Год выпуска 0
isbn 9789561709218
Автор произведения Nina Rose
Жанр Языкознание
Серия El Castillo de Cristal
Издательство Bookwire
Una vez hecha la confirmación, todos quedaron desprotegidos pero libres de moverse por el pueblo. Mientras algunos se dedicaban a buscar provisiones y armas, otros reunían los cuerpos y otros tantos cavaban fosas para enterrarlos. Entre estos últimos se había quedado Rylee, incapaz de soportar el horror de aquellos cuerpos en descomposición y ver en ellos las sombras de los que había visto morir en el Huerto. Cavó con ahínco, vigilada de cerca por Sheb y Ánuk quien, en su forma de wolfire, abría enormes surcos en la tierra. Yitinji también ayudaba quitando escombros para dejar espacios libres, pero se mantenía muy cerca de Rylee, mirándola de reojo constantemente.
Así pasó la jornada, el dolor del atardecer camuflado por el cansancio de cavar tanto. Temiendo atraer al enemigo si incineraban los cuerpos, los enterraron con toda la ceremonia posible, pidiéndoles perdón por no darles apropiada sepultura, rezándoles a las Diosas por sus almas y plantando incontables semillas. La lluvia comenzó a caer como un suave rocío y Rylee deseó que todo lo que habían plantado aquí creciera bello y fuerte, pues aquellos que ahora descansaban bajo la tierra yerma lo merecían. Años más tarde, su deseo se concedió; lo que alguna vez fue el pueblo de las Tres Hermanas, se convirtió en el Jardín de las Tres Hermanas, un santuario natural repleto de color y vida. Un recuerdo a la inocencia y a la libertad.
Una vez que terminó todo, se reunieron en un área para que Gwain volviera a levantar la barrera alrededor de ellos. Se arroparon entre las ruinas, cada uno donde pudiera, todos muy cerca para aprovechar el calor. Rylee durmió con Ánuk y la loba le permitió a Shebahim acostarse también con ellas, ya que el frío era intenso ahora que la lluvia se había detenido; pronto se les unió Menha, menos acostumbrada que el joven a la baja temperatura. Durmieron inquietos y alertas, esperando al enemigo; Rylee comenzó a mentalizarse para el día siguiente, cuando debía subir hasta lo más alto del acantilado para llegar a las Cuevas y así, finalmente, probar su lealtad y quedar libre de cargos. Una vez que dejara de ser prisionera, podría irse en busca del nigromante.
Lo había decidido. Quedarse allí no le servía, por mucho que le doliera dejar a todos nuevamente. Esta vez, sin embargo, no se iría a hurtadillas ni en secreto, no se iría como una ladrona furtiva, sino como una soldado que ya no podía lidiar más con la presión de la guerra. Estaba segura de que la dejarían ir una vez que probara su lealtad y una vez que estuviera libre, buscaría la forma de revocar su maldición aunque tuviese que hacer un trato con otro nigromante.
¿La ayudaría Anwir? ¿Tendría él el poder para salvarla? Le aterraba pensar en verlo nuevamente, tan cambiado y frío, pero parecía ser su última oportunidad; tal vez él podía interceder por ella con su tío.
Tal vez las ninfas podían ayudarla también… podía buscarlas en algún lago y rogarles en el nombre de todos los Espíritus que la salvaran. Gwain le había dicho que eso no serviría, pero debía intentarlo. Diosas, tenía que hacer algo.
No durmió aquella noche, aunque mantuvo los ojos cerrados la mayoría del tiempo e intentó regular su respiración para que Ánuk no notara que estaba despierta. Sentía la presencia de Menha a su lado, la de Sheb muy cerca; a Yitinji que rondaba, los susurros de Gwain a la distancia. Era una falsa calma, un silencio que no podía estar más lejos de la tranquilidad: era en minuto antes de la tormenta, la mente alerta, los músculos tensos, el oído agudizado. Larga y lenta fue esa noche, el amanecer parecía demorarse a propósito para inquietar más a los soldados y la oscuridad era tan omnipresente que la luz no parecía querer asomarse en el horizonte.
Con la claridad llegó el movimiento. Rylee debía subir con el General y Gwain; cinco solados más fueron elegidos para acompañarlos, como testigos y por prevención; no podían subir todos, pero tampoco podían estar completamente desprotegidos.
Hubo cierta reticencia en dejar ir a Gwain y la preocupación era evidente. Sin él, la barrera se debilitaría paulatinamente y en el transcurso de unas horas desaparecería por completo. El mago reforzó lo más que pudo la protección, pero sólo podía esperar que regresaran antes de que el ejército quedara expuesto.
—Todo estará bien, Rylee —le dijo Sheb entre su abrazo—, confío en ti. Sé valiente.
Menha también la abrazó, asegurándole que lograría pasar la prueba. Varios soldados se le acercaron a darle ánimos; Marius le aconsejó cuidado en el terreno escarpado, Catha le recordó que no mirara hacia abajo cuando llegara a la cima. Los enanos le desearon buena suerte:
—No te preocupes por Ánuk —le dijo Greynir en su fuerte acento—, ella estará bien protegida con nosotros.
—Me parece que la cosa es al revés, enano —respondió la wolfire—, mientras yo esté aquí, ustedes son quienes están protegidos.
Ánuk se despidió de su amiga confiando en su éxito y su regreso a salvo:
—No hagas nada estúpido, Rylee Mackenzie —le dijo— no me tendrás allí para cuidarte la espalda. Y si llegas a fallar, te chamuscaré hasta la raíz de tu lindo pelo, ¿me oíste?
Rylee le sonrió y la abrazó, prometiéndole que estaría bien. Sin embargo, en su interior, un presentimiento comenzó a formarse y por un instante tuvo miedo de separarse de Ánuk. Se armó de valor y se alejó de ella; el calor de su amiga seguía en su pecho y eso la tranquilizó un poco.
Finalmente, el Capitán se acercó a ella.
—No botes la espada, Mackenzie —le dijo mirando a Espina Roja colgando del cinto de la joven— hagas lo que hagas no te separes de ella. Mantente siempre atenta a tu alrededor, como te enseñé, asegúrate de estudiar el terreno por el que atraviesas y por las Diosas, por favor, no te caigas del caballo. No puedes pasar la prueba estando inconsciente.
—Sí, señor —respondió ella con una sonrisa, cuadrándose frente a él.
—Lo digo en serio —replicó—, ten cuidado allá arriba.
La joven asintió agradecida y se encaminó junto a Panal, hacia donde se encontraba el General con Zamis, su unicornio, y Gwain con Vesta, su yegua marrón. Yitinji también estaba allí.
—Yitinji no dejará que el amo Gwain vaya solo. Yitinji irá con el amo y con el General. Yitinji protegerá a Rylee y a los soldados también.
Rylee montó. Sintió su collar moverse en su pecho y por alguna extraña razón, saber que se encontraba allí le dio esperanza de que todo estaría bien. Lo aferró a través de la ropa y espoleó a Panal, sin mirar atrás.
9
La primera parte del trayecto la realizaron a caballo, a paso constante, pero no tan rápido como querrían; el terreno era pedregoso, resbaloso e irregular y no podían permitir que alguno de los animales saliera lastimado. Atrás fue quedando el pueblo; nada se veía del ejército y la joven se tranquilizó con el conocimiento de que, al menos por un puñado de horas, estarían protegidos.
A la distancia podía oír el mar cada vez más fuerte, mientras bordeaban la enorme formación rocosa donde se hallaban las Cuevas. Pronto dejaron de ver el valle, adentrados ya en el gris marmóreo del desfiladero que los guiaría a la cima del acantilado y pronto también debieron detenerse, pues los caballos
—incluyendo el unicornio del General— eran incapaces ya de avanzar más por tal peligroso terreno.
Buscaron un sitio seguro y Cahalos ordenó a Zamis cuidar a los otros caballos mientras se ausentaban. Le dijo que pronto regresarían y que debían esperarlos allí a no ser que algo malo sucediera, en cuyo caso Zamis debía proteger a sus compañeros y guiarlos de vuelta al campamento si era necesario. Rylee se despidió de Panal y le pidió que se cuidara, que pronto volvería; le había tomado cariño al caballo y éste igualmente a su jinete.
Avanzaron