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hubiera llamado para que fuera a buscarla? ¿Exactamente qué es lo que habría hecho Ann después?

      Pensé en lo que iba a decirle a esa mujer cuando la tuviera al teléfono.

      «Ni se te ocurra volver a hacerle pasar ese mal rato a mi hija otra vez.»

      Algo así.

      Si es que llamaba.

      Aunque mi opinión sobre el buen juicio de Sheila había caído en picado durante las últimas semanas, no podía evitar preguntarme cómo habría llevado ella la situación. Al fin y al cabo, Ann era amiga suya. Sheila siempre parecía saber, mucho mejor que yo, cómo manejar una situación peliaguda, cómo desactivar una bomba de relojería social. Y conmigo aún se le daba mejor. Una vez, después de que un tipo con un Escalade todoterreno me cortara el paso en Merritt Parkway, yo había acelerado tras él con la esperanza de alcanzarlo y hacerlo parar para echarle una buena bronca.

      —Mira por el retrovisor —me dijo Sheila en voz baja mientras yo pisaba el acelerador hasta el fondo.

      —¡Lo tengo delante, no detrás! —exclamé.

      —Que mires por el retrovisor —repitió.

      Mierda, me sigue la poli, pensé, pero cuando miré por el retrovisor, lo que vi fue a Kelly en su asiento infantil.

      —Si hacerle un corte de mangas a ese tío pasa por encima de la seguridad de tu hija, entonces adelante —dijo Sheila.

      Mi pie se levantó del pedal.

      Toda una lección de sensatez, viniendo de una mujer que se había metido en dirección contraria por la salida de una autopista y había matado a dos personas, además de dejarse la vida en el accidente. Los recuerdos de esa noche no cuadraban con los que yo tenía de Sheila como una persona calmada y responsable. Pensé que sabía muy bien cuál sería su convincente opinión sobre el apuro en el que me encontraba en esos momentos.

      Supongamos que sí llamaba a Ann Slocum y le decía cuatro palabras bien dichas sobre lo que pensaba de ella. Puede que eso me produjera cierta satisfacción, pero ¿cuáles serían las repercusiones para Kelly? ¿Pondría la madre de Emily a su hija en contra de la mía? ¿Enviaría eso a Emily al bando enemigo del colegio, donde los niños llamaban a mi hija la Borracha Mamarracha?

      Vacié el vaso y consideré la idea de subir arriba para volverlo a llenar. Estaba allí sentado, sintiendo cómo se extendía la calidez por todo mi cuerpo, cuando de pronto sonó el teléfono.

      Descolgué.

      —¿Diga?

      —¿Glen? Soy Belinda.

      —Ah, hola, Belinda. —Consulté el reloj de la pared. Eran casi las diez.

      —Ya sé que es tarde —dijo.

      —No pasa nada.

      —Llevo días pensando en llamarte. Me parece que no nos hemos visto desde el funeral. Me siento mal por no haberte llamado más, pero quería darte tiempo.

      —Claro.

      —¿Qué tal le va a Kelly? ¿Ya ha vuelto al colegio?

      —Podría irle mejor, pero lo superará. Todos lo superaremos.

      —Sí, lo sé, lo sé, es una niña estupenda. Es que... no dejo de pensar en Sheila. Vamos, que ya sé que solo era mi amiga, y que vuestra pérdida es muchísimo mayor que la mía, pero me duele, me duele mucho.

      Parecía a punto de echarse a llorar. No era precisamente lo que yo necesitaba en esos momentos.

      —Ojalá hubiese podido verla una última vez —prosiguió. ¿Qué quería decir con eso? ¿Que deseaba haber quedado con Sheila una última vez antes de que muriera?—. Supongo que con el incendio del coche y todo eso...

      Ah. Belinda se refería a que habíamos expuesto el ataúd cerrado.

      —Apagaron el fuego antes de que consumiera el interior del vehículo. Sheila no... Quedó intacta. —Intenté apartar a un lado el recuerdo de los añicos de cristal enredados en su pelo, la sangre...

      —Sí —dijo Belinda—, me parece que alguien me lo dijo. Aunque me preguntaba si Sheila... No es que me guste que mi imaginación vaya tan lejos como para pensar hasta qué punto... La verdad es que no sé cómo decir esto.

      ¿Por qué querría saber si Sheila había sufrido quemaduras que la hubieran desfigurado? ¿Cómo narices se le había ocurrido que a mí podría apetecerme hablar de eso? ¿Era así como se consolaba a un hombre que acababa de perder a su mujer? ¿Preguntándole si había quedado algo reconocible de ella?

      —Me pareció que el ataúd cerrado sería lo mejor —dije—. Por Kelly.

      —Desde luego, desde luego, puedo entenderlo perfectamente.

      —Es algo tarde, Belinda, y...

      —Esto me resulta muy difícil, Glen, pero el bolso de Sheila... ¿se recuperó?

      —¿Su bolso? Sí, claro. La policía me lo devolvió. —Lo habían registrado en busca de pruebas, tíquets de compra, preguntándose si había adquirido ella misma la botella de vodka que había en el coche, vacía. No encontraron nada.

      —El caso es que... Qué violento me resulta esto, Glen... Pero es que le di a Sheila un sobre, y tengo la duda de si... Es horrible, ni siquiera debería estar hablándote de esto...

      —Belinda.

      —Me preguntaba si a lo mejor lo encontraste en su bolso. Nada más.

      —Vi todos sus efectos personales, Belinda. No había ningún sobre.

      —Un sobre marrón, de empresa. De esos grandes, ya sabes.

      —No vi nada parecido. ¿Qué había dentro?

      Vaciló un momento.

      —¿Cómo dices?

      —Digo que qué había dentro.

      —Hummm, algo de dinero en metálico. Sheila iba a recogerme una cosa la próxima vez que se acercara a la ciudad.

      —¿A la ciudad? ¿A Nueva York?

      —Sí.

      —Sheila no iba a Nueva York muy a menudo.

      —Me parece que estaba montando una excursión de chicas para ir un día de compras, y le había hecho un encargo.

      —No te imagino perdiéndote una de esas excursiones.

      Belinda soltó una risa nerviosa.

      —Bueno, esa semana estaba bastante liada y no creía que pudiera escaparme.

      —¿Cuánto había en el sobre?

      Otra pausa.

      —No mucho, solo algo de dinero.

      —No vi ningún sobre —repetí—. Puede que se quemara en el coche, aunque, si estaba dentro del bolso, debería haberse salvado. ¿Te dijo Sheila si pensaba ir a Nueva York ese día?

      —Eso fue..., eso fue lo que entendí yo, Glen.

      —A mí me dijo que tenía que hacer algunos recados, pero no mencionó nada de acercarse hasta Manhattan.

      —Oye, Glen, ni siquiera debería haberte dicho nada de todo esto. Será mejor dejarlo correr. Siento haberte llamado.

      No esperó a que me despidiera. Simplemente colgó.

      Todavía tenía el auricular en la mano y seguía debatiéndome sobre si llamar o no a Ann Slocum para cantarle las cuarenta por la forma en que había tratado a Kelly, cuando oí que sonaba el timbre, arriba.

      Era Joan Mueller. La melena le caía sobre los hombros liberada de su cola de caballo, llevaba puesta una camiseta ceñida y escotada que dejaba asomar el borde de un sujetador con blonda violeta.

      —Te

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