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paralela al parque justo al lado del tajamar. Primero un repiquetear de tacones. Luego, un silencio medroso, roto esporádicamente por una carcajada eléctrica. Por último aparecen entre un remolino de colores desaliñados. Caminan solas, a veces en parejas, a lo más en grupos de tres. Ariadna las conoce de tanto mirar. Sabe además que no debe mirarlas. Ya se lo han prohibido. Pero su curiosidad es más fuerte que la prohibición. Un viernes, un viernes más, a la misma hora con lluvia o sin ella pasarán por la acera musgosa rumbo a la casa blanca de ventanales verdes que es la Unidad Sanitaria.

      La niña no entiende el motivo de la procesión. No es común ver a esas mujeres en las calles. Solo los viernes. Con esa soledad acompañada que se prodigan. No son del Puerto. Las delata el color de sus pieles. Son blancas en una ciudad en donde los dueños blancos se conocen entre ellos, comparten whiskies y trabajos, conversan en el Club, comparten raquetas de tenis y esposas, nadan en el Swimming. El resto de la población, negra. Esas mujeres blancas que no van al Club, que no van a misa, que viven confinadas no se sabe muy bien dónde, son un despropósito en el entorno.

      La peregrinación comienza a la una de la tarde cuando el resto de la ciudad duerme su siesta de ventanas cerradas y abanicos metódicos. Las mide, inventa historias alrededor de cada una. Las observa, las repasa, las cuenta. Son dieciocho. Desde su ventana las vislumbra cuando van hacia la oficina del médico. Esperan primero en el corredor sentadas en bancas interminables. De a una pasan al cubículo del médico, y de a una reciben luego del examen su tarjeta sellada y la tranquilidad de la semana. Alguna sale sin tarjeta y desolada. Regresará la semana siguiente, ojerosa y tímida, después del tratamiento.

      Anayancy es una de ellas. Anayancy, la única que llega con un niño. Un pequeño de tres años tironeado de la mano. No habla con las demás pero sí juega con el niño. Entra al corredor, sienta al niño en una de las largas bancas, lo acomoda y aguarda la consulta. A la salida de la Unidad, cuando recibe la tarjeta, se la oye reír mientras se esconde detrás de las palmeras para que el niño la busque, Anayancy, Anayancy, ¿dónde está? ¡No sea mala, no se esconda! Aparece Anayancy y lo levanta hacia el cielo, hacia los pájaros que vuelan en escuadras perfectas atravesando el azul. Y se llenan ambos, Anayancy y el niño, de luz y de risas. Ariadna escucha las voces que se quedan, reiteradas, repitiendo las palabras en su cabeza. Las voces que la aturden. A Ariadna le hubiese gustado que alguien la levantara igual, que alguien igual se riera con ella. Quisiera quedarse toda la tarde mirándolos. Pero las voces la agotan. Sí, desde niña, las voces con ella.

      Hasta ese viernes en que contó y recontó. No le calzan las cuentas. Primero tres, luego dos, de pronto una, y así hasta diecisiete. No ve al niño ni tampoco a Anayancy. Por un momento piensa en bajar hasta la acera y preguntar. Pero no es posible. En su casa no entenderían. Y el castigo podría ser una ventana cerrada. Esperará al próximo viernes.

      No fue necesaria la espera. A la mañana siguiente entre tostada y mantequilla y mermelada, su tío comenta que han encontrado un cuerpo de mujer –una de esas– enterrado en la arena; y su tía que afirma: ¡es que se lo buscan!

      Ahora las palabras de Manuel le traen a esas mujeres. Recuerda a Anayancy. Recuerda el comentario de su tío. Las palabras de su tía. Y entiende con claridad el significado de desolación y violencia y falta de autonomía.

      Finalmente Escazú, el pequeño pueblo que aún es campesino. Una casa de adobes repleta de helechos desbordados nos recibe. Aparece Rosario con su cerrado acento de Cataluña enredada en las brumas del pueblo meseteño. Manuel entra como parte de la familia. No sé si debo estar allí o mejor en otra parte. La mujer como un dardo. Su pelo negrísimo y su voz ronca me saludan. Adelante. Un corredor colmado de begonias hasta llegar a una pequeña sala. Al lado el comedor. Una mesa de madera sin pintar, y cuatro sillas con almohadones de rojo brillante. Esperad un minuto. Almorzaremos juntos.

      ¿Ha llegado el correo? No, aún no. ¿Y sabrás qué hacer? ¿La lista con los precios? Manuel confirma. ¿Cuándo pagaremos, siempre el jueves? Manuel asiente. Pero la transferencia aún no llega. La conversación es demente y trastocada para Ariadna: listas, precios ¿armas? No lo sé. Solo sé que es algo secreto que debe ser manejado a sotto voce. Qué hago allí entre esas dos personas que parecen conocerse de siempre, hablando en claves que se me escapan. Pues que os he preparado tortilla de patata. Modesta pero sabrosa. Y un poco de jamón. Me imagino que la chica no toma vino… Rosario amable, Rosario lejana, Rosario imponente. A pesar de su extrema delgadez, su piel blanquísima. Ariadna torpe, Ariadna ingenua, pero no tanto como para no estar consciente. No, por favor, no se moleste. ¿Estará todo a punto? Manuel asiente. Y el pan lo hemos amasado en casa. Espero que el tiempo corra. Ojalá muy de prisa. Quiero no estar allí pero no me atrevo siquiera a insinuarlo. Se sientan. Nos sentamos a la mesa. El abrazo de Manuel, por primera vez delante de otra persona conocida, me inquieta. Rosario es inasible y me perturba. Comemos rápido y en silencio. Pareciera que ya se dijo lo necesario. Ahora las palabras sobran. Un silencio de monasterio. Se interrumpe el silencio: os preparo un café. En un minuto estará listo. Gracias, pero no tomo café. Es un alivio cuando él inicia la despedida. Quiero saber, pero no me atrevo. Nunca preguntaré por Rosario, ni por su delgadez, ni por sus ojeras, ni sus ojos negros, ni por las listas, ni los precios. ¿O las armas? Nunca preguntaré por nada. Porque indagar sobre lo trivial es de mal gusto y sobre lo escondido, peligroso. Porque mejor no saber, no inmiscuirse. Porque lo cotidiano no existe, y de hacerlo, posiblemente conlleva situaciones extremas, temores bien fundados, historias difíciles. Y peligros. Porque la vida es el momento, no más. El resto no es. Así se te dio la vida, Manuel, así se nos dio la vida, así la aceptamos y así la vivimos.

      Al regresar al Colegio se encuentra en el pasillo con James. James, su otro compañero, su otro amigo. El genio del grupo de los trece. Milagrosamente no está en el piano. A sus quince años es un virtuoso extremadamente inteligente. Él sabe lo que sucede y también lo que no sucede en el Colegio. Y en la vida. Y por supuesto, sabe de Manuel. Se lo dice: Ari, ya sé. ¡La vi! Los seguimos. Porque nosotros tenemos una agencia de detectives. Ariadna no se mueve. No pregunta quiénes son esos “nosotros”. Se queda esperando. Esa realidad paralela que le toca vivir a veces la desconcierta. Pero James calla. Solo la mira también esperando. La muchacha no dice nada porque no tiene nada que decir. Sube rápidamente la escalera hacia el aula. Es la hora del recreo y no hay nadie. Es un alivio. En la soledad piensa mejor. ¿Una agencia de detectives? Recuerda entonces los quince años de James. Su capacidad para la fábula. Su inteligencia incisiva y su curiosidad permanente. Ariadna opta por el silencio. Su única protección.

      Otro día. Vivido como todos sus últimos días, bordeando el vértigo. A los ojos ajenos está en falta. Un cosquilleo en la nuca, una premonición de desastre. Pero no quiere escuchar, prefiere no escucharse. El ensayo terminará pronto y ya tiene listo el pequeño tocadiscos azul, una de sus poquísimas pertenencias. Se complementará con el acetato de “El Pájaro de Fuego”, regalo de Manuel, –Stravinsky, Ariamor, tienes que conocerlo– que escuchará esa tarde en el hotel cercano al parque en donde ese día igual que todos los últimos días concluye su tarde de estudiante.

      Decir diecisiete años es decir bastante. Decir que no puede respirar cuando piensa en Manuel, es más que suficiente. Decir que el mundo que le muestra, el afán restaurador, de transformarla en algo más que un cuerpo, es lo necesario, es decir lo cierto. Porque Manuel integra su cuerpo, su inteligencia, su emoción y entonces Ariadna es una, múltiple y una. ¡Será por su propio gusto!

      Sí, soy feliz de tanto amor. Por primera vez en mi existencia me siento viva. Feliz asomándose de la mano de ese hombre fuera de la ciudad casi pueblo su San José en esos sesentas impetuosos, de tumultos galopantes en otros países de Latinoamérica y del mundo. Soy feliz explorando, conociendo, imaginando; feliz de tanto, tanto amor alucinado.

      ¿Manuel uno de los “niños de la guerra”, uno más entre los más de treinta mil niños que no jugaron más con las palomas, evacuados durante la guerra civil española y enviados a Francia, África Francesa, Bélgica, Gran Bretaña, la Unión Soviética, México, Suiza o Dinamarca, con la esperanza de quitarles la máscara de horror que cubría sus caras en el año 1936? La Segunda República Española. El ejército da un golpe de estado. Tres años de guerra. Un niño de tres años. La sangre cubre las

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