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se coagula toma un tono anochecido. Su olor avasalla. Y Manuel que viene de la guerrilla. Ariadna intuye que regresará pronto. La sangre cuando se coagula tiene un olor acre.

      Las horas se amalgaman. Son días. Se transforman los días en semanas para terminar consolidadas en un tiempo sin nombre. Masa difusa en la cual apenas respiro a la espera del siguiente ensayo. Espero que el escenario se inunde de nosotros, con nosotros. Solo eso. Que se llene con la presencia del director, de los actores. Con la presencia de los personajes. Con la presencia de Manuel y su mirada. Escuchemos la lectura. Inicia tú, Ariadna. Bien. Pero debes aprender a escucharte. Cada voz es única. La tuya, como todas, está repleta de matices. Debes aprender a usarlos. Cada voz es única. Y sí, Manuel, tu voz es única. Me llena por dentro, me estremece. Recuérdalo Ariadna. Cada timbre es único. Es el sello, la huella digital. Si das una nota do con un violín o con una guitarra o con una trompeta, aún siendo la misma nota tendrá un timbre distinto. Me gusta tu fiesta de palabras, Manuel. Lo mismo sucede con las voces. La tuya posee su timbre especial, pero debes aprender a usarlo. Acércate. Aprenderás a respirar para controlar la emisión de tu voz. Manuel coloca ambas manos sobre las costillas frágiles. Siento el calor que atraviesa mi uniforme hasta tocar la piel. Hago un esfuerzo para concentrarse, para no dejarme llevar por la comodidad que producen esas manos aprisionando mis costillas y que con un pequeño movimiento, con un desplazamiento mínimo, podrían caer en el abismo del abrazo. Ahora inspira, ordena Manuel. Ariadna obedece. Es como si fuese ese el lugar natural predestinado para sus manos. El corazón incorrecto, se apresura. Ahora libera el aire de a poquito, suavemente. ¡Así! Tíralo hacia mí. Debo percibir la corriente. Tienes que hacerlo durar lo más posible. Eso te permitirá decir los textos largos, cuidar el volumen, mantener tu timbre. Manuel coloca su mano en mi diafragma. Siente cómo se expande y cómo se contrae. Estoy a punto de disolverme, de quedar adherida a esas manos fuertes que enmarcan mis costillas y que reposan en mi plexo solar y ser nada más lo que esas manos contienen.

      Cada tarde vivo, renazco en ese momento preciso cuando empieza el ensayo después de que se han encendido los reflectores, se olvida el mundo exterior, se ha repasado el texto, se ha dejado el libreto a un lado: ahora este cajón es la mesa, esta silla es el armario, esta hoja plegada es el abanico, esta es mi capa y esta mi saya. Yo soy pero ya no, también soy la otra. Cuando la realidad se transforma por la gracia de la luz, del movimiento, de la palabra. Cuando vivo llena con la presencia de Manuel y de los personajes que construimos en el escenario y en nuestras vidas. Cada tarde es nada más el preámbulo del siguiente ensayo. Espera con su mundo cotidiano galopando. Espera a que llegue la hora. Porque en el gesto adecuado, el tono de su voz, sus ojos y la forma en que miran, sabe que él también espera a que llegue la tarde. Algo la une a su profesor más allá del Teatro y más allá de la Academia.

      Por su propio gusto. Sí, es por su propio gusto que se zambulle en las palabras de Manuel, en los bocetos del vestuario que ha hecho Manuel, con líneas delicadas, trazos simples, aún ausentes de color –tinta negra sobre papel blanco– desde donde saltan las vecinas lorquianas, el Mozo de la Faja, el Niño, la Zapatera. Escruta las pequeñas maravillas dibujadas por Manuel; no, Manuel, esta vecina es espinosa, tiene que ser puntiaguda, y Manuel que celebra el comentario de Ariadna, le toma un instante la mano y ella conmovida con los bocetos, conmovida con el tacto de su mano fuerte, tal vez lo único realmente bello de ese cuerpo frágil se sumerge en sus indicaciones. Se sumerge en su mesura. Construyamos juntos un personaje. Busquemos en nuestra experiencia. Transformémosla. Si te han hecho sufrir es allí en donde encontrarás tu fortaleza, aunque tu corazón siga siendo un mazapán. Lo mismo que el de la Zapatera. Así nos transformamos nosotros. Busca la fuerza del personaje en tu vida. Ariadna palpita en la presencia de Manuel: él, que está allí pero también no, igual que ella, buceando en quién sabe qué otras vidas invisibles. Cada tarde. Lo observa, trata de leerlo, y en esa lectura a pesar de que es fragmentada se va envolviendo, va creciendo la admiración por el hombre solitario, creativo, que se ocupa de ella, que también la mira. Ella espera por ese hombre que indica cómo, llevándola de la mano, abriéndole las puertas de la irrealidad, que es a la larga el único espacio seguro para Ariadna. Y él, Manuel, que se alimenta de lo inusitado para salvarse tal vez puede crearla a través de la palabra como crea el mundo distinto que vive en el escenario, en donde Ariadna es otra, la que siempre quiso ser, capaz de decir no, capaz de decir sí, capaz de hablar, desear, amar, de acuerdo a su voluntad y su designio. O a la voluntad y al designio de su personaje… Así va delineando su contorno, se aposenta un sentimiento nuevo y crece cada día que pasa, cada día que espera, cada día vivido al lado de Manuel. Mientras él también se va enredando en la muda propuesta de la muchacha.

      Costa Rica. La Guerra Fría se pasea por las calles. Pero sigue siendo la democracia del continente. Dirigentes revolucionarios de distintos acentos se reúnen en la Soda Palace. Frente al Parque Central. El edificio Art Decó con su salón interminable poblado por pequeñas mesitas de patas oscuras, sobres de mármol blanco y sillas de cuero. Allí se fuman habanos cuyo perfume también se pasea entre tazas de café y paella y algún ron tempranero. Allí se preparó en los cincuentas el primer intento para derrocar a Anastasio Somoza, el dictador nicaragüense. Ariadna ha escuchado que su padre, el siempre ausente, también participó para terminar en una prisión torturado una y mil veces. Allí se piden coñacs y se confabula, se habla del derrocamiento de Fulgencio Batista, de Trujillo, de la lista densa de dictadores que enturbian la transparencia del Caribe. Allí se apoyó al estudiante de Derecho, Fidel Castro, para hacer realidad su revolución, y tomó un café Ernesto Guevara, entre utopías y realidades. San José hierve solapadamente.

      El tiempo desbocado. En caída libre. Ariadna deja que el tiempo se detenga solo en el Colegio. Su reloj se paraliza cuando vive lo que sucede en ese espacio. En tanto, espera que los días, las horas, vuelen entre una clase y otra, entre un ensayo y el siguiente. A la muchacha no le interesa nada más que su Colegio. “La navaja se contesta con la navaja, y el palo con el palo, pero cuando de noche cierro esa puerta y me voy sola a mi cama…” El tiempo se suspende cuando llega el momento del ensayo y el escenario se colma de movimiento, de texto, de luz. Cuando se inunda y viven allí el Zapatero, el Niño, Don Mirlo. El mundo del poeta y el mundo del director de la puesta. El mundo creado por Lorca y por Manuel para ella, en donde está segura y es feliz.

      Única alternativa: las armas. Aunque se cubran de rojo las calles. Don Arturo ha vivido en Guatemala. También él les ha contado: ¡Es una lástima!, Guatemala, ¡un desperdicio! Un país tan rico culturalmente. Él ha dirigido la sinfónica guatemalteca. Muy buenos músicos, pintores de gran fuerza, escritores, de todo hay en Guatemala, talento sobra; y aunada la riqueza de los pueblos indígenas. Pero la miseria se pasea sin pedir permiso. Conocí a varios voluntarios internacionalistas, dice don Arturo: de Latinoamérica, de España, de Francia. Guatemala y su paz azul que es de mentira. Hay que apoyar a Guatemala, ayudarla a lavar la sangre. De Guatemala viene Manuel, Manuel que ha tenido que dejar España por “motivos vitales”, eso sí lo ha dicho, de lo poco que ha dicho, de lo mucho que silencia. Lo escuchó mientras conversaba con David, su compañero. Cuando se manifestó abiertamente contra la dictadura franquista.

      Inoportuna. Ella siempre inoportuna. Ya se lo han dicho. Su madre, sus tías. En ese universo femenino siempre la han considerado inoportuna. Y no han tenido reparos en decírselo. Hasta su nacimiento fue inoportuno. Ya cerca del estreno enferma de rubeola, ¡una tonta enfermedad infantil! Le toca experimentar a saltos, a deshoras, su infancia interrumpida. Descubre su cuerpo rosa, cuerpo ahora de bebé con manchas rosas. No sabe qué hacer. La tía con quien vive, una más, se preocupa. Aunque no mucho. Sus hijos, los propios, la entretienen. Ariadna, desolada. ¡No ha podido ir al Colegio! No sabe con quién hablar, no sabe con quién compartir el desasosiego que la mantiene alerta a pesar del termómetro que vuela y su sed de pozo seco. Quiere estar donde está viva. Quiere estar en el escenario. Piensa en Manuel. ¡Debo explicarle por qué falté al ensayo, por qué no estoy ahí, y por qué posiblemente no estaré mañana! Lo llamo. Lo busco. Manuel vive en un hotel cerca del Parque Morazán pleno centro de la ciudad. Brumosa por la fiebre pienso en ese parque, en su rincón japonés. Se mira. Atravieso despacio lenta lentamente el puentecito pintado de rojo en el lago pequeño del centro avanzo despacio despacio por el medio arco que propone el puente llego hasta su punto más alto me inclino sobre la baranda observo los relámpagos

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