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suerte con el papel —contestó Sanji antes de subirse de nuevo al taxi.

      Chloé miró al coche dar media vuelta en el cruce y dirigirse hacia la parte baja de la ciudad.

      *

      El móvil de Sanji no había dejado de vibrar durante todo el trayecto, pero se había cuidado mucho de contestar a la llamada. Sam debía de morirse de impaciencia en su despacho.

      Sanji llegó, incapaz de justificar su retraso y menos aún ese aire de felicidad total que no lo abandonaba; Sam lo recibió con cierta frialdad. En ese contexto, tras escuchar la propuesta de su amigo y aunque la encontrara carente de poesía, no se atrevió a decírselo.

      Tomaron una decisión: al día siguiente por la mañana Sam le presentaría el proyecto a uno de sus clientes más importantes, y Sanji se contentaría con hacer acto de presencia, como un rey.

      Cenaron en Chinatown. Antes de separarse, Sam se ofreció a llevarlo a su hotel.

      —Gracias, pero me alojo en Spanish Harlem —contestó Sanji.

      —¿Y qué pintas tú ahí? —se inquietó Sam.

      Sanji le explicó el malentendido que lo había obligado a instalarse en casa de su tía.

      —¿Por qué no me pediste a mí esa carta?

      —Porque ya te había molestado bastante.

      —¡Estás loco! Sacrificar la comodidad de una suite, el servicio de habitaciones y los desayunos en la cama del Plaza por vivir con unos desconocidos no es valentía, es abnegación.

      —No son unos desconocidos —lo corrigió Sanji, subiéndose a un taxi.

      *

      Los muelles del sofá cama se le clavaban en la espalda. Sanji se levantó y descorrió la cortina. La alegría ruidosa de las calles de Spanish Harlem volvió a recordarle Bombay. Sanji creía en las pequeñas señales de la vida, y se paró a pensar en la serie de circunstancias que lo habían llevado hasta ese cuartito con vistas a un colmado puertorriqueño, a casa de una tía desconocida. ¡Él, que había huido de su familia con feroz determinación!

      La ruptura había ocurrido el día en que su padre se había desplomado en mitad de la frase durante una comida familiar. Recién fallecido, sus tíos ya discutían sobre el porvenir del Bombay Palace Hotel. Sanji se había prometido no parecerse a ellos nunca. Los había escuchado en silencio hablar con medias palabras de la herencia y del nuevo reparto de puestos en la gestión del hotel, antes de ir a recogerse ante los restos de un hombre del que había aprendido mucho, pero con el que no había tenido tiempo de compartir casi nada. Sus tíos consideraron entonces que una mujer sola no podía ocuparse de su hijo. Un niño necesitaba una autoridad paterna, y decidieron tomar al huérfano bajo su tutela. Desde ese momento, Sanji se juró librarse de ellos.

      Vivió una juventud severa, entre internados y preceptores; Sanji aguardaba con impaciencia las vacaciones, cuando por fin se reunía con su madre. Después lo alejaron un poco más, enviándolo a Oxford, y la separación definitiva de los suyos se hizo efectiva a su regreso de Inglaterra. Sanji se encontró por casualidad con un antiguo compañero de clase. La conversación no tardó en centrarse en las chicas. La norma implícita permitía a los jóvenes frecuentarse mientras solo se tratara de divertirse. La decisión de a quién amar era competencia de las familias.

      Sanji tuvo una idea. Puesto que pronto les confiscarían la frivolidad de la juventud, había que aprovecharla al máximo. ¿Cómo? Desarrollando una aplicación que permitiera conocer a gente sin que fuera cosa del azar, y sobre todo ampliando el horizonte más allá del círculo de las relaciones familiares o profesionales. La red social que imaginó sería mucho más sofisticada que todas aquellas que habían desarrollado los estadounidenses. Las primeras versiones de su programa no tardaron en seducir a varios miles de usuarios, y ese número no dejó de aumentar. Había que invertir para perfeccionar la interfaz de la aplicación, contratar personal, alquilar oficinas, mejorar la comunicación para atraer a más y más clientes. Sanji había heredado la fortuna de su padre, aunque la mayor parte estaba en las acciones del Bombay Palace Hotel, de las que ahora poseía una tercera parte. El éxito superó todas sus expectativas. Un año después de su creación, la plataforma sumaba ya cien mil usuarios. Hoy esa cifra ascendía a cerca de un millón.

      Un artículo publicado en The Daily News se hizo eco de este éxito, pero el periodista hacía hincapié en un problema que planteaba dificultades a la sociedad india: ¿estaba la red social creada por Sanji cambiando radicalmente las costumbres, y hasta dónde se le podía permitir llegar? El artículo, que no pasó inadvertido, suscitó una viva discordia entre Sanji y sus tíos. Solo su madre se mantuvo de su lado, aunque no entendiera gran cosa de lo que hacía su hijo. Él era feliz, y eso era lo único importante para ella.

      Una vez que fue a cuidarla mientras sufría una larga enfermedad, se puso a hojear unos álbumes de fotos y se detuvo sobre un rostro que no conocía. Su madre le dijo que la joven que posaba era la hermana de su padre. Una tía a la que nunca había podido conocer porque había dejado a su familia para ir a casarse a Estados Unidos con un muerto de hambre.

      Cuando su madre se hubo recuperado de su enfermedad, Sanji pudo dedicarse por completo a su negocio. El crecimiento de la empresa exigía encontrar nuevos capitales. Los bancos indios se mostraban reticentes por motivos de ética ligados a la naturaleza de una compañía a la que la prensa conservadora no dejaba de fustigar. A Sanji se le ocurrió entonces ir a buscar inversores allí donde sus competidores habían prosperado… Una solicitud de visado, una carta dirigida a una tía desconocida y un malentendido lo habían llevado a ese espantoso sofá cama.

      Sanji corrió la cortina, deseando saber cómo se manifestaría la siguiente señal…

      —¿No consigues dormir? —le preguntó Lali, abriendo la puerta de su habitación—. Pues, mira, yo tampoco, tengo insomnio. No sé si es una enfermedad o una bendición, cuanto menos se duerme más se vive, ¿no?

      —Los médicos sugieren lo contrario.

      —¿Tienes hambre? ¿Quieres que te caliente algo? Ven, tranquilo, no vamos a despertar a Deepak, no lo haría ni un terremoto.

      Sanji se sentó a la mesa de la cocina, Lali sacó un plato de bibenca y cortó dos generosas porciones del pastel de almendras.

      —¿Y tú, insomnio o desfase horario?

      —Ni una cosa ni la otra, estaba pensando.

      —¿Te preocupa algo? ¿Necesitas dinero? —le preguntó Lali.

      —Qué va, ¿qué te hace decir algo así?

      —Conozco a tus tíos. Cuando murió papá, me expoliaron mi parte de la herencia. Oh, ya me imagino que esos pisos vetustos de los que era propietario no valían gran cosa, pero, aun así, es por principios, ¿entiendes? —añadió sacando el monedero del bolso.

      —Guarda eso, ¿quieres?, me las apaño muy bien yo solo.

      —Uno solo no llega a nada grande, los que lo piensan están pagados de sí mismos.

      —Pues tu marido está solo en su ascensor.

      —Deepak trabaja en estrecha colaboración con un colega que se encarga del turno de noche. He aceptado todas sus manías, incluso las que no tienen ningún sentido, le he otorgado todas las libertades, pero siempre he exigido que durmiera a mi lado.

      —¿De verdad dejasteis la India para poder vivir juntos?

      —No sé cómo serán las cosas ahora, pero en mis tiempos los matrimonios eran forzados, y los jóvenes no podían oponerse. Pero mi naturaleza no era la de someterme. Deepak no pertenecía a nuestra casta, pero nos queríamos y estábamos decididos, costara lo que costara, a no dejar que unos viejos cerriles decidieran nuestro futuro. Habíamos subestimado el «costara lo que costara», y tuvimos que huir de Bombay antes de que tu abuelo o uno de tus tíos matara a Deepak.

      —¡Mi padre nunca hubiera permitido algo

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