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de ponerse en rojo. Deepak no la siguió, y retuvo a su sobrino agarrándolo del cuello del abrigo.

      —¿Ha ido todo bien con la señorita Chloé?

      —Le he conseguido un taxi, ¿por qué?

      —Por nada, bueno…, me ha hecho preguntas sobre ti.

      —¿Qué clase de preguntas?

      —No es asunto tuyo.

      —¿Cómo que no es asunto mío?

      —Mi ascensor es un confesionario, estoy obligado al secreto profesional.

      El semáforo se puso en verde, y Deepak siguió andando como si nada. Un poco más tarde se detuvo delante del cristal abigarrado del restaurante El Camarada.

      —En este barrio la cocina local es puertorriqueña —dijo abriendo la puerta.

      *

      En el número 12 de la Quinta Avenida el señor Rivera colocaba su radio debajo del mostrador. Sintonizó una emisora que comentaba un partido de hockey y se enfrascó en la lectura de una novela policiaca. La noche era suya.

      Hacía un buen rato que los Bronstein habían vuelto a casa.

      En la séptima planta, los Williams habían pedido la cena a domicilio. Comida china para el señor, que redactaba su crónica en su despacho, italiana para la señora, que dibujaba en el suyo. De lo que el señor Rivera concluyó que su xenofobia no les impedía apreciar la cocina extranjera.

      El señor y la señora Clerc veían la televisión en su saloncito. Cuando la cabina pasaba por la sexta planta, se distinguía el sonido del televisor, cuyo volumen subían cada vez que hacían el amor.

      Los Hayakawa habían abandonado la ciudad los primeros días de la primavera para marcharse a su casa de Carmel, de la que no regresarían hasta el otoño.

      El señor Morrison, el propietario del tercero, estaba en la ópera o en el teatro como cada noche, y como cada noche cenaría en el restaurante Bilboquet y volvería borracho como una cuba, a eso de las once.

      Los Zeldoff no salían nunca más que para ir a la iglesia las tardes de misa mayor. La señora leía en voz alta un libro sobre los mormones y el señor la escuchaba, aburriéndose religiosamente.

      En cuanto al señor Groomlat, hacía rato que había dejado su despacho en la primera planta. Sus respectivos horarios les impedían encontrarse, salvo la primera quincena de abril, pues el contable trabajaba hasta tarde. Su temporada alta, como le gustaba decir, pues sus clientes debían enviar su declaración de la renta antes del 15. En diciembre coincidían también, por los aguinaldos.

      A las once el señor Rivera dejó su novela, convencido de haber resuelto la intriga, y ayudó al señor Morrison a entrar en su casa, lo cual no fue fácil, visto el estado en el que, una vez más, volvía ese borrachín empedernido. Tuvo que acompañarlo hasta su habitación, sostenerlo hasta la cama y quitarle los zapatos, antes de volver a su puesto detrás del mostrador.

      A medianoche cerró con llave la puerta del edificio, se guardó en el bolsillo el móvil de trabajo, un hallazgo de los vecinos para poder contactar con él en cualquier momento, y subió por la escalera de servicio. Llegó sin aliento a la quinta planta, se enjugó el sudor de la frente y empujó con suavidad la puerta de servicio, que estaba entornada.

      La señora Collins lo esperaba en la cocina, con una copa de burdeos en la mano.

      —¿Tienes hambre? —le preguntó—. Seguro que no te ha dado tiempo a cenar.

      —Me he comido un bocadillo antes de dejar la residencia, pero me vendría bien un vaso de agua —dijo besándola en la frente—. Estas escaleras acabarán con mis piernas.

      La señora Collins le sirvió un gran vaso de agua, se sentó en su regazo y apoyó la cabeza en su hombro.

      —Vámonos a la cama —murmuró—, se me ha hecho largo el día esperándote.

      El señor Rivera se desvistió en el cuarto de baño, donde lo aguardaba un pijama nuevo, lavado y planchado, doblado sobre la repisa de mármol del lavabo. Se lo puso y se reunió en la cama con la señora Collins.

      —Es precioso, pero no era necesario.

      —He ido a Barney’s a curiosear, estaba segura de que te sentaría de maravilla.

      —Parece hecho a medida —contestó el señor Rivera, admirando la caída del pantalón.

      Se metió entre las sábanas, comprobó que la alarma del despertador estaba puesta a las cinco y apagó la lamparita de noche.

      —¿Cómo está? —susurró la señora Collins.

      —Estaba tranquila, casi de buen humor, los médicos han vuelto a ajustarle las dosis. Me ha confundido con el pintor que está renovando el pasillo y me ha felicitado por mi trabajo. Todavía recuerda que le gusta el azul.

      —¿Y has encontrado al culpable de tu novela?

      —Es la enfermera, o la doncella, o igual son cómplices, mañana lo sabré.

      El señor Rivera se acurrucó junto a la señora Collins, cerró los ojos y se quedó dormido.

      *

      Ocurría a veces que los fantasmas de sus piernas despertaban a Chloé en plena noche. Esa madrugada no era el dolor lo que la mantenía despierta. Sentada en la cama, ensayaba su texto. Se aplicaba incluso en hacer los gestos y la mímica que cuadraban con las intenciones de los personajes en las partes dialogadas de la novela.

      Volvió al principio del capítulo y puso voz grave para interpretar la de Anton. En el libro, el joven palafrenero pronto buscaría impresionar a la joven a la que cortejaba. Chloé infló el pecho como un gallo. Y cuando la joven montó en su caballo y se alejó al galope, Chloé cerró el libro y lo dejó sobre la cama. Apartó las sábanas, se sentó en su silla y se acercó a la ventana. Observó la calle, bañada en la luz rosa del alba. Un hombre paseaba al perro, una mujer pasó por su lado y siguió andando deprisa. Una pareja vestida de fiesta se apeó de un taxi…

      Chloé suspiró y corrió las cortinas. Su mirada se detuvo sobre el libro. Era una actriz invisible que se esforzaba por seguir su carrera de otra manera.

      Fue a la cocina a hacerse un té.

      El agua empezaba a hervir cuando se oyó un estruendo seguido de un grito terrible en la escalera de servicio. El cerrojo estaba demasiado alto para que pudiera alcanzarlo. Chloé trató de auparse haciendo fuerza con un brazo. Al no conseguirlo, apoyó la mejilla en la puerta y escuchó… Hubo un gemido, y después silencio.

      Retrocedió, dio media vuelta con la silla, apagó el gas, recorrió el pasillo y fue a llamar a la puerta del dormitorio de su padre. Saltando de la cama, el señor Bronstein apareció delante de su hija, con el cabello revuelto.

      —¿Qué te pasa? —preguntó preocupado.

      —¡Sígueme, date prisa!

      Lo llevó a la cocina y le explicó que había oído a alguien caer por el hueco de la escalera.

      El señor Bronstein bajó corriendo. Cuatro plantas más abajo, le gritó a su hija que llamara a una ambulancia.

      —¡¿Qué ocurre?! —gritó, rabiosa de no poder descubrirlo ella misma.

      —No pierdas tiempo, yo bajo a abrirles.

      Chloé se precipitó a su habitación, cogió el móvil y marcó el número de urgencias. Después volvió a su puesto de vigilancia y descorrió del todo las cortinas.

      Su padre esperaba en la acera. Se oyó el sonido estridente de una sirena, y una ambulancia aparcó delante del edificio. De ella salieron dos hombres que entraron en la casa por la puerta de servicio, seguidos del señor Bronstein.

      Chloé fue cuatro veces de la cocina a su dormitorio.

      Los paramédicos

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