Скачать книгу

a jugar al golf la semana que viene. Piensa que lo llamé para hablar de eso.

      Una oleada de vergüenza la recorrió por dentro.

      —¿Y el tema de mi madre salió así como así?

      —No fui yo quien lo sacó.

      —Muy bien. ¿Entonces cómo te has enterado?

      Él la atravesaba con la mirada.

      —Llevas bastante tiempo trabajando para mí, Dee. Aunque no vayas por ahí aireando tu vida privada, sí que me entero de alguna cosa que otra. Y tu madre cambia de trabajo igual que yo cambio de…

      —¿… mujer? —le dijo ella en un tono incisivo.

      —Iba a decir «camisa» —se recostó contra el respaldo de la silla. Tenía el móvil en la mano y no dejaba de darle vueltas una y otra vez—. No hizo falta que Joe mencionara a tu madre. Sólo he tenido que sondearte un poco y verte la cara.

      Deanna sintió que la cara le iba a estallar en llamas.

      —Muy bien. Sí. Mi madre ha vuelto a perder su empleo. Otra vez. Es la vieja historia de siempre.

      «Pero sólo es una parte de la historia», pensó para sí.

      —Ya encontrará otro —añadió.

      «Como siempre».

      Otro trabajo. Otro hombre inalcanzable al que intentar seducir… Otra despedida trágica y otro despido… Y entonces, como de costumbre, ella tendría que acudir en su ayuda y sacarla del agujero antes de que lo perdiera todo.

      —Ya te he enviado el artículo —miró su reloj de pulsera—. Y se supone que pronto debes estar en el aeropuerto. Intenta no poner esa cara mañana durante la boda de tu padre —dio media vuelta—. No querrás arruinar las fotos de boda.

      —Te daré los cincuenta mil dólares —le dijo él de repente.

      Deanna se detuvo bruscamente, pero no se dio la vuelta.

      —No debería habértelo dicho.

      Él guardaba silencio, pero Deanna sentía un cosquilleo en la nuca. Sabía que iba hacia ella, caminando lentamente.

      —No me lo habrías dicho si no estuvieras preocupada por ello.

      Ella cerró los ojos un instante. Por una parte, resultaba inquietante pensar que él pudiera conocerla tan bien, pero, por otra, tampoco era tan sorprendente. Si trabajaban tan bien juntos, era por una razón, y no era sólo por lo bien que ella le comprendía.

      —No quiero tu dinero.

      —Pero lo necesitas —le dijo él, agarrándola del brazo y rodeándola hasta ponerse delante de ella—. Oye —la agarró de la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos —su sonrisa era irónica y ligeramente burlona—. Yo no quiero casarme, pero tengo que hacerlo.

      Deanna sintió un intenso escozor en los ojos y rezó para no derramar ni una lágrima. Lo último que deseaba era llorar delante de su jefe.

      —Aunque yo… Aunque estuviera de acuerdo, ese dinero sólo sería un arreglo temporal para Gigi.

      —¿Y cuál es su problema entonces?

      Ella levantó la vista hacia él y sintió que sus ojos la atrapaban sin remedio.

      —Es adicta a las compras.

      Él arrugó el entrecejo.

      —¿Qué?

      Ella suspiró. Apartó el bate y el bolso y se dejó caer sobre la silla.

      —Tiene una adicción a las compras. Y no es la clase de adicción de la que tantas veces se acusa a las mujeres. No sólo le gusta salir a comprar zapatos o… lo que sea —hizo un gesto con la mano—. Cuando está… sin trabajo… Se deprime… Y cuando se deprime, se va de compras. Por Internet o por la ciudad. No importa dónde ni cómo. Compra cosas que no necesita y que no se puede permitir. Y no importa lo que yo le diga o lo que haga. No para y no quiere pedir ayuda.

      Juntó las palmas de las manos y se miró los dedos.

      —Ya debe la hipoteca de nuevo. Ha conseguido que le den nuevas tarjetas de crédito de las que yo no tenía ni idea y ahora quiere que yo le resuelva todo el lío.

      —¿Por qué tú?

      —Porque llevo pagándole todo desde que conseguí mi primer trabajo cuando tenía quince años.

      Ese año su padre se había marchado y su madre había empezado a culparla de todo.

      —Si sigo sacándola del hoyo como siempre he hecho, jamás conseguirá ayuda.

      —Por lo menos te das cuenta de ello.

      —Darse cuenta de ello y llevarlo a la práctica son dos cosas muy distintas —se tragó el nudo que tenía en la garganta—. No es fácil decirle que no a tu propia madre.

      —Y tampoco es fácil decirle que no a tu padre —Drew se agachó delante de ella y le tomó las manos—. Podemos ayudarnos el uno al otro.

      Sus manos eran cálidas y tranquilas. A Deanna las suyas propias le parecían diminutas en comparación.

      —No es… Una buena idea. Nunca es buena idea tener un lío en el trabajo —le dijo ella, deseando retirar las manos. El tacto de su piel la quemaba cada vez más—. Eso es lo que hace mi madre. Y siempre termina en un desastre.

      —La gente lleva siglos casándose con el jefe. No tiene por qué ser malo.

      —Cierto. Pero es así cuando los dos están enamorados.

      De repente, Deanna se dio cuenta de que había deslizado los dedos entre los de él hasta entrelazarlos. Se soltó bruscamente y se agarró de los reposabrazos de la silla.

      —Y, como te he dicho antes, el dinero no resolvería el problema de base.

      —Entonces le buscaremos a tu madre la ayuda que necesita, el tiempo que haga falta, incluso aunque nuestro acuerdo haya llegado a su fin.

      Ella hundió las uñas en la tapicería de la silla para que no le temblaran las manos.

      —No va a querer. Siempre hace lo mismo.

      —La convenceremos. Encontraremos una forma.

      —¿Encontraremos?

      Él puso su mano sobre la de ella.

      —Sí, nosotros la encontraremos.

      Deanna sentía que el corazón se le quería salir del pecho. La cabeza le daba vueltas y creía que se iba a desmayar en cualquier momento. Nunca había tenido a quien acudir. Siempre había estado sola, desde la marcha de su padre. Drew la observaba con esa mirada firme que tan bien le salía. Sus palabras, claras y seguras, retumbaban dentro de su cabeza.

      «La convenceremos. Encontraremos una forma…».

      Que hablara en plural resultaba tan… tentador…

      —Muy bien —susurró y entonces sintió un escalofrío.

      Él la miró fijamente.

      —¿Te casarás conmigo?

      Ella tragó en seco y se aclaró la garganta.

      —Sí.

      Él esbozó una sonrisa radiante.

      —¡Siempre he dicho que eras las secretaria perfecta! —se incorporó, se inclinó sobre ella y le dio un beso rápido en la frente—. Esto va a salir fenomenal —dijo, volviendo a su despacho—. Vendrás conmigo a Red Rock. Allí lo anunciaremos.

      Deanna le oía hablar solo, entusiasmado. Y entendía todo lo que decía. Pero no podía hacer más que contemplar el escritorio que tenía delante. Todavía sentía el tacto de sus labios sobre la frente, como si aún estuviera ocurriendo.

      —Dee,

Скачать книгу