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      Usa el transporte público para moverte por la ciudad. Sabes tan bien como nosotros que no puedes permitirte un vehículo propio. Pero en el caso de que puedas, hazte con un Spider autopropulsado de última generación. Serás la envidia de todos tus vecinos y te señalarán al verte pasar veloz por los suburbios. (Desaconsejamos aparcar en ellos).

      A medida que se aproximaba el Día de la Luz, como era conocido el Fin por los más creyentes, las ceremonias y reuniones de los seguidores de la Ilumonología surgían con más frecuencia. En las calles oscuras, en los sótanos de las casas, en los edificios en ruinas… Cualquier lugar era bueno para los devotos con tal de agruparse y dar rienda suelta a sus extraños rituales y plegarias.

      Tan solo quedaban operativas dos líneas de monorrailes en Paradise Route, la que cruzaba la ciudad de norte a sur y la que lo hacía de este a oeste. A primera hora de la mañana, cuando aún despuntaba el alba, Jacob era el único viajero que aguardaba en la estación del este a que llegara el momento en que el moribundo vagón arrancara motores para poder subirse. Su destino: el límite oeste de la metrópoli; el punto más cercano al complejo termo-nuclear. Allí esperaba encontrar pistas útiles con las que iniciar la búsqueda. Justo al lado del apeadero, una hilera de fieles vestidos con túnicas manchadas caminaban en procesión, con pasitos cortos, unos detrás de otros, como si fueran presos con cadenas en los pies; atravesaron la vía en dirección a alguna parte. Solo el que iba en cabeza, un tipo de barba poblada, ojos de felino y tatuajes por todo el rostro, murmuraba palabras de ovación dedicadas a los astros. Jacob, apoyado en un panel publicitario de la estación, los miró con curiosidad. En teoría, aquella gente debería infundir respeto y armonía, pero no era así. Por norma general solían ser incluso más peligrosos que algunas bandas. Cualquier persona no creyente sabía que si se encontraba con algún grupo de fanáticos como aquel, lo mejor era apartarse de su camino y no mostrar interés alguno. No todos los seguidores de la Ilumonología llegaban a tal extremo, había personas que simplemente tenían la necesidad de entender a base de la fe la situación en la que se había visto expuesto el planeta y la raza humana, y rezar a las estrellas, desde sus casas, como consecuencia.

      Diez minutos después, los fanáticos ya se habían perdido de vista en el confín urbanístico y el vagón despertó con un runrún agónico, como un monstruo de metal viejo y cansado. La electricidad en esa parte de la ciudad era casi inexistente, así que el servicio del monorraíl funcionaba gracias a unas antiguas, y cada vez más sucias, placas solares acopladas cada tantos metros a ambos lados de la vía.

      En cuanto se abrieron las puertas, Jacob se subió y tomó asiento, el menos destrozado que encontró. El interior del vagón estaba repleto de pintadas y grafitis y olía a vómito reseco. La cabina no tenía conductor, funcionaba en modo de piloto automático, pero un vigilante de seguridad armado no tardó en subirse y se le acercó con rostro inexpresivo. Jacob le mostró de lejos el pase de máxima seguridad que le dio Fergus el día anterior; este, al verlo, asintió conforme y se dirigió a un extremo del habitáculo, donde se quedó de pie, con las manos cruzadas por delante de la cintura. Las puertas se cerraron y, con una algarabía de chasquidos latosos, el trayecto dio comienzo.

      El servicio del monorraíl, pese a que era la única forma segura de cruzar la ciudad, no era demasiado rápido; el recorrido de punta a punta duraba poco más de una hora. Durante gran parte de ese tiempo, Jacob se dedicó a pensar en los sucesos de la noche previa. En los últimos dos años, era frecuente que a él y a Lobo Mordedor los contratara la misma persona para hacer algunos trabajos juntos. Funcionaban bien como equipo. Si Fergus le aseguró que no había apostado por nadie más para la misión, ¿quién era entonces el mecenas del cachorro? Por otro lado, ¿qué sería aquel objeto que cogió Cyborg del suelo? ¿Alguna clave o mensaje? ¿Un engaño? Mientras estuvo espiando no pudo ver a más cazadores de recompensas merodeando por los alrededores del Capitolio, pero eso no significaba que no los hubiera persiguiendo lo mismo que él. ¿Con cuánta competencia más debería medirse durante la búsqueda del artefacto? Esas y más preguntas turbaron su mente mientras, a través de la ventanilla, el reflejo de la decadencia de Paradise Route se deslizaba ante sus ojos.

      Superada la mitad del trayecto, el vagón empezó a ascender y penetró de repente por un túnel oscuro que atravesaba un muro grueso de hormigón. Al otro extremo de este, el paisaje cambió de forma radical; Jacob circulaba ahora por vías elevadas a decenas de metros por encima del suelo. Era el punto del recorrido en que se cruzaba por los ostentosos Barrios Altos. Un extenso distrito circular y amurallado donde abundaban los jardines verdes con espectaculares fuentes iluminadas, los hologramas publicitarios en tres dimensiones y los rascacielos de cristal con interiores de lujo y piscinas descubiertas en las terrazas de varios de sus niveles. La mayoría de esos carísimos apartamentos, sin embargo, se encontraban abandonados ya por sus propietarios, que embarcaron tiempo atrás en las anteriores Arcas. Todos esos hogares libres podían ser suficientes para dar cobijo, como mínimo, a la mitad de residentes de los suburbios, pero los adinerados que quedaban aún allí no aceptaban, de ninguna manera, convivir con la plebe el tiempo que les quedaba antes del éxodo masivo final. Así que las pesadas compuertas del distrito permanecían siempre cerradas bajo estricta custodia de vigilantes armados y drones cibernéticos.

      Debido a que esa parte de la ciudad sí estaba provista de electricidad, el vagón circulaba a mayor velocidad, así que el tramo del trayecto que cruzaba los Barrios Altos apenas duraba un minuto y medio antes de volver a adentrarse en el túnel del extremo opuesto del muro. Y como si se tratara de un tren de los horrores que de vez en cuando muestra un escenario de ensueño, una vez fuera del distrito la cruda realidad de los suburbios volvió a hacer acto de presencia:

      Viviendas quemadas, saqueadas o, en el mejor de los casos, antiguas y sin restaurar. Suciedad orgánica y sintética diseminada por las calles, meciéndose al compás del viento. Personas de mirada triste; enfermas o hambrientas completaban aquel cuadro regido por el color del óxido y la opresión. Jacob sintió una punzada de rabia hacia todas las injusticias cometidas durante los últimos años, aunque él solo era un mercenario, si hacía falta mataba por encargo, no estaba muy seguro de si podía permitirse el lujo de poseer esa clase de moral. Apartó la vista, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y, sumido en el movimiento bamboleante del vagón, cerró los ojos con la intención de relajarse hasta que terminara el viaje.

      Se le hizo un suspiro cuando, tras una serie de estridencias y sacudidas que parecieron que fueran a partir el vagón en dos, este se detuvo al final de la vía y se silenció poco a poco. El vigilante, que no se había movido de su sitio en todo el trayecto, ni tampoco le había quitado el ojo de encima a Jacob, abrió la puerta y esperó a que el mercenario se desperezara con un crujir de espalda y se apeara.

      —Que tengas un gran día —le dijo Jacob de pasada al bajarse, pero el hombre, de mirada hosca y mandíbula sobresalida, le respondió con un breve gruñido.

      En el exterior ya era de día y el calor del sol empezaba a apretar. Jacob miró a un lado y a otro para orientarse. Había estado muy pocas veces en el límite oeste de la ciudad. Aquello era prácticamente un desierto estéril. Las últimas edificaciones de Paradise Route quedaban a unos ochenta metros de distancia, y la línea del monorraíl se prolongaba más allá de ellas como una serpiente solitaria saliendo de su nido. Ante él, tras las rejas del puesto de control que ejercían como verdadera frontera, se extendía un páramo muerto e inacabable abrazando los vestigios del antiguo mundo. Aunque no todo era silencio; la Zona de Lanzaderas y el complejo termo-nuclear también se ubicaban fuera de la frontera, a medio kilómetro de allí. Jacob pudo ver su perfil industrial recortando el horizonte. Debido a los altos niveles de contaminación del recinto, este había sido construido a una distancia prudencial de la ciudad.

      Caminó en dirección a la barricada de la frontera, compuesta por rejas desarmables con alambres y restos de diversos vehículos cruzados. Se detuvo para mostrar el pase de seguridad a uno de los tres vigilantes armados que la custodiaban, que tras echarle un exhaustivo vistazo asintió y le preguntó:

      —¿Quiere tomar un vehículo para llegar al complejo?

      —No lo sé. ¿Qué coste tiene? —quiso saber.

      —Con ese

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