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Nuestros jóvenes se drogan (mucho): impartamos dos divertidas charlas de prevención al año (con las sillas bien dispuestas en círculo).

      • Nuestros jóvenes (drogados) conducen a lo loco: exijamos asistencia obligatoria al salón de actos a la periódica y cruda charla de educación vial.

      • Nuestros jóvenes son porno-consumidores: ofrezcamos un cómodo pack del programa de educación sexual (con las sillas bien dispuestas en círculo).

      • Nuestros jóvenes sufrirán los efectos del cambio climático: escribamos, esta vez los profesores, una línea en las programaciones curriculares diciendo que utilizaremos poco papel y que siempre será reciclado.

      • Nuestros jóvenes son sexistas: hagamos ambiciosos planes transversales de coeducación que se visibilicen con multitud de pegatinas y manifestaciones no mixtas en el patio, siempre en los dos días señalados en el calendario.

      La lista con las taras potenciales que rondan a «nuestros jóvenes» es larga y, según pasen cosas y adquieran la suficiente notoriedad en los noticiarios, se renueva continuamente. Cuántas veces no oiremos eso de «se debería de enseñar X en la escuela como asignatura fundamental».

      A la vez que van asomando las taras, muestran el hocico sus correlatos preventivos:

      • Urge educación financiera o tal vez geopolítica.

      • Se necesita prevención frente al juego. O tal vez…

      • Nuestros estudiantes necesitan conciencia constitucional, europea, cósmica…

      Lo que haga falta, ¡da igual! El plan de estudios siempre estará presto. Y, podemos estar muy tranquilos, porque quien lo redacte también.

      El objetivo principal parece consistir en dar acuse de recibo escolar a la tara social y sellarlo con un absurdo «misión cumplida», sin cumplir absolutamente nada.

      Luego, power-point mediante, cualquier experto nos formará convenientemente ante la novedad. Y siempre sabremos, mientras nos formamos, que ni se va a leer más, ni se van a dejar de comer napolitanas baratas a la entrada de los hipermercados, ni se va a dejar de consumir porno, ni se va a arreglar eso que se pretende arreglar al convertirlo en asignatura o en charleta quincenal.

      Lo que sí hace un buen plan de estudios es mostrar cuáles son nuestras vergüenzas sociales, contradicciones, que dirían los marxistas. Quien trabajando en la escuela crea que la institución puede con todas estas vergüenzas, está dando demasiada importancia a su trabajo. Si quien lo cree no pertenece al gremio de educadores está excusado por su inocencia. Desgraciadamente tampoco podemos descartar esta inocencia en la arrogancia del que trabaja en la escuela. Y eso sí que es peligroso, como veremos.

      Y dicho esto último, me pregunto: ¿hacia qué vergüenza se apunta cuando desde primero de la ESO hasta cuarto nuestros guías imponen una clase de una hora semanal con el pomposo título de Valores Éticos?

      Existe una famosa anécdota de Tolstói, contada por el filósofo italiano Norberto Bobbio. Durante una marcha el escritor ruso apostrofa a un sargento que maltrata a un soldado con un ¿Es que no conoce el Evangelio? A lo cual el sargento replica: Y usted, ¿no conoce el reglamento militar? Julien Benda, dice el mismo Bobbio, comenta la anécdota con las siguientes palabras:

       Esta respuesta es la que se ganará siempre el hombre espiritual que quiera reaccionar contra el hombre temporal. Y me parece muy cuerda: quienes guían a los hombres a la conquista del mundo no saben qué hacer con la justicia y la caridad.

      Nuestros «guías para la conquista del mundo», como tampoco saben muy bien qué hacer con la Ética, la meten con calzador en ínfimos huecos carentes de peso. La palabra ÉTICA siempre luce bien en cualquier lugar mientras, eso sí, no tenga posibilidad de enredar mucho, como tantos y tantos otros planes disueltos en la irrelevancia.

      Y vuelvo a mi realidad de profesor de Valores Éticos en un centro gigante:

      En un ejercicio de desarrollo de la libertad de expresión que dudo se dé en otros ámbitos, he oído cómo los alumnos nos llaman a los profesores, directamente y con total tranquilidad, mafiosos y chivatos. Continuamente se quejan porque dicen sentirse en una cárcel, aunque la queja está abierta-mente permitida (desde luego lo que no está es ni perseguida ni castigada y es independiente de la forma en que venga envuelta. Ni que decir tiene que lo de las formas hace tiempo que está perdido). La desobediencia ciega y el reto por el reto campan a sus anchas en esta pseudo-cárcel y los carceleros somos el juguete con patas de algunos niños que lo que les pasa es que están terriblemente aburridos (además de ser muchos de ellos muy aburridos, efecto de tanta virtualidad, supongo).

      Tal vez sea pronto para matizar, pero conviene hacerlo cuanto antes porque se va a repetir la escena unas cuantas veces y va a parecer que en la escuela estamos sólo en el Vietnam del napalm, y no sería lo exacto. Hago un poco de sociología doméstica para decir que los alumnos se pueden dividir en dos grupos: una minoría que va francamente bien y que tiene claro que en la escuela se aprende mucho y una amplia masa desencantada que no espera gran cosa de la escuela, más allá del título que pueda obtener. El desenganche de estos niños es progresivo, pero me atrevo a decir que con sólo diez años de edad algunos ya empiezan a desmembrarse de la comunidad de estudio. Con doce años la desbandada comienza a ser más clara y en tercero de la ESO es plaga. Esa plaga luego pasa como puede y con relativo éxito hasta el bachillerato. En este grupo del desencanto se pueden distinguir dos subgrupos más: los que tienen reseca o muy dañada la capacidad creativa y viven en la «metafísica del sopor» (por lo general no ocasionan problemas disciplinarios de ningún tipo, pero son sujetos extraordinariamente aletargados), y los desbocados y muy cafres, que buscan una última oportunidad curiosamente en el polo vinculado y opuesto de la creación, que no es otro que el de la destrucción (ahí sí está Vietnam).

      Como el replicante de Blade Runner pero sin moverme del instituto, es decir, sin ir más allá de Orión ni acercarme a la puerta de Tannhäuser puedo decir eso de:

      —He visto cosas que vosotros no creeríais. He visto volar mesas cayendo al patio desde una tercera planta, baños inundados todos los martes (¿o suele ser los jueves?), mapas de escupitajos de múltiples colores y diversas densidades esparcidos por todo el espacio imaginable, basureras volcadas en los pasillos, puertas rotas, paredes golpeadas…

      Hecha la matización, sigo y especifico un poco más para acercarme a la cita final. En una clase de tercero, intentando hacer un trabajo crítico en torno al sistema escolar (marcar elementos positivos y negativos de la escuela, vivencias de cada cual como estudiante y ese tipo de cosas), un alumno interrumpe abruptamente una intervención mía para preguntarme si prefiero la «coca» o la «María» (no estábamos hablando de drogas, aunque eso para él era lo de menos). Recogimos, respecto a este mismo alumno, el hilarante consejo pedagógico de no exigirle trabajo alguno para que no estallara ante semejante presión (las pataletas en versión adolescente son muy violentas). Había que evitar —entendí que solicitado por la madre de la criatura— que el iracundo padre supiera de las andanzas de su hijo que, como he dicho, es también iracundo cuando se le exige que, como estudiante que es, estudie.

      En mi primera clase de Valores Éticos, en otro tercero distinto, les pido a los alumnos que me cuenten algo de sus vidas. Ética viene de Ethos, y Ethos es costumbre. Así que preguntar por la vida de los alumnos es preguntar por sus costumbres. Puede ser un buen punto de inicio, pienso.

      Un chaval con cara triangular, muy delgado y con orejas de duende que acentúan su expresión triangular levanta la mano impetuosamente. Tardo dos turnos en cederle la palabra y aquí comienza la intervención a la que hacía mención al principio del capítulo y a la que quería llegar:

      —¿Cuál es tu nombre? —pregunto con una simpatía algo forzada al duende con espinillas.

      -BK —me contesta, con mucha satisfacción y deleite.

      —Bien, BK, cuéntanos a todos algo de tu vida —sigo en modo «simpático impostado».

      —¿Mi

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