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y el riesgo de declarar la verdad: ‘no podemos callar’ lo que hemos visto y oído”. Significativamente, el mismo artículo subrayó que el obispo luterano Helmut Frenz y el católico Carlos Camus, por testimoniar la verdad fueron “considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús”109. Dignidad que parecía provenir, precisamente, de que a través de los padecimientos del confesor no solo se expresaría la misteriosa posibilidad de encontrarse con la divinidad, sino de mostrarla en sus vidas muy humanas.

      Desde la dignidad de sufrir por el nombre de Cristo se puede entender mejor el carácter del decir veraz que propone esta revista clandestina. No se circunscribe, aunque de hecho lo realiza, a la obligación de denunciar hechos criminales. Tampoco es completamente comprendido si se le piensa como el ejercicio razonado de la libertad de expresión. En el tránsito desde la urgencia experimentada por un modo de gobernar dictatorial hacia hacer valer una palabra disidente y reflexiva, No Podemos Callar fue forjando algo que bien puede llamar una actitud crítica cristiana respecto de su presente110. En efecto, modelaron una actitud por la cual los cristianos del colectivo se obligaban a examinar críticamente el modo de gobernar dictatorial porque respecto de ciertos asuntos cruciales, esto es, respecto de la violencia ejercida contra cristianos y no cristianos y en la marginación de muchos respecto de los bienes de la tierra, dicha forma de gobierno mancillaba la creación divina y ponían en tensión la justicia del Dios cristiano111. En otras palabras, el decir veraz que funda y realiza No Podemos Callar supuso un modo de transformarse y constituirse a sí mismo desde un examen crítico del modo de gobernar dictatorial y, en este sentido, la obligación de no callar estableció un modo de vivir cristiano. “Para esto nací, para esto vine al mundo, para ser testigo de la Verdad (Juan 18, 37)”, es la cita evangélica con que la revista terminaba su primera editorial. A través de ella, el colectivo No Podemos Callar se emparentaba con la historia de Jesús y de sus primeros discípulos y repetía su gesto: hay que escoger la confesión a silenciar la verdad. Policarpo, el nombre que recibirá la revista que sucederá a No Podemos Callar, no solo realiza un homenaje casual a un olvidado obispo de la primera cristiandad, sino que elige por título el nombre de un obispo mártir. De esta manera, nos parece, el colectivo repite desde el comienzo el compromiso de la revista que le antecedió112. No Podemos Callar forjó una actitud crítica religiosa desde un cristianismo que vivía desde el pueblo que sufría y que estaba dispuesto a confesar su fe por aquellos asuntos que eran cruciales para la vida de sus miembros. De un modo paradojal, fue una intervención pública orientada al re-establecimiento de una democracia fundada en una actitud que por su disposición al martirio pareciera afirmar que la verdad de la vida no se encontraba completamente en este mundo.

      Con aquella intervención y esta actitud, y esto es fundamental recordarlo, el colectivo no proponía un cisma eclesial sino que entendía que la Iglesia podía volver a su centro. Y al decir Iglesia, no solo refieren a las comunidades cristianas de base que sostenían la revista o a un sector de la Iglesia de Chile, sino a aquella comunidad que tanto en el Concilio Vaticano II113 como en la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín prometió “defender, según el mandato del Evangélico, los derechos de los pobres y oprimidos, urgiendo a nuestros gobiernos y clases dirigentes para que eliminen todo cuanto destruya la paz social”114. Las críticas que se encuentran en la revista a la Jerarquía eclesiástica y a algunos cristianos que integraban la administración de la Dictadura, eran un testimonio no solo de una división al interior de la Iglesia católica chilena, sino también de estrategias, dudas, tensiones y ambigüedades entre quienes querían ser cristianos sin tener el privilegio del tiempo115. La profundidad y extensión de estas divisiones se materializaban en los debates doctrinales y políticos en torno no solo a la Doctrina de la Seguridad Nacional, sino a todo el campo de las teologías de la liberación y la activa participación de sacerdotes, religiosas y cristianas y cristianos de base en la vida política de Chile y América Latina en el periodo que NPC cubre. A continuación se analizarán brevemente los debates en torno a la Doctrina de Seguridad Nacional en la perspectiva de dichas divisiones. Ello permitirá, por un lado, conocer mejor la posición de No Podemos Callar sobre un punto que fue central en sus análisis y, por otro, ponderar la red de discursos y posiciones donde su intervención se insertaba.

      Iglesia y Dictadura: fragmentos del pensamiento católico en torno a la Doctrina de Seguridad Nacional

      Como síntesis de las relaciones entre catolicismo y política durante el periodo de la Dictadura, bien pueden citarse las palabras del obispo de Valdivia, José Manuel Santos, pronunciadas en su homilía por el 18 de septiembre de 1976: “Nuestra Iglesia se encuentra desde hace ya algún tiempo en medio de dos fuegos: unos quisieran convertirla en una especie de fuerza política que cobijara bajo su alero a todos los descontentos, y otros esperan de ella un apoyo irrestricto”. A juicio de Santos, ambas proposiciones “se fundan en un mismo y ambiguo principio: que una fe cristiana no es auténtica si no es encarnada y que no existe fe encarnada si no se expresa en una opción política”. La salida al entuerto radicaba —siempre de acuerdo al obispo— en reconocer que la Iglesia católica como “una comunidad de creyentes que no puede adherir a grupos”, en tanto se la debía comprender como un “lugar de encuentro y de reconciliación de los hombres”, tarea que no se podía alcanzar si “de hacerse solidaria con algunos, se convertiría en antagónica de otros” dejando por ello “de ser el sacramento de salvación de todos”. Por eso, “que no se pida a la Iglesia lo que ella no puede dar”, “que no se exija una adhesión incondicional a ningún grupo que excluya a otros. Su compromiso es con todos los chilenos, cualesquiera sean sus ideas”116.

      No hay duda de que en los años de la dictadura, y en especial en su primer periodo, fue la Iglesia católica el único agente con capacidad de intervención política que operó como interlocutor entre el Estado y la sociedad civil, en particular en los muy agudos problemas suscitados por la represión emprendida en contra de los adherentes a la Unidad Popular. Si bien el ejemplo tutelar de esta intervención política eclesial fue la organización primero del Copachi y luego de la Vicaría de la Solidaridad, en el periodo en cuestión las iniciativas de análisis de la situación política y protección de perseguidos y víctimas se multiplicaron en varias capas a nivel local, regional e internacional, siendo testimonio de ello tanto la cartografía institucional que se elaboró para estas tareas, como la variedad de publicaciones intra-eclesiales o destinadas a la esfera pública que dieron cuenta de lo que sucedía y de la reflexión que ello motivaba en las distintas sensibilidades católicas en relación a la dictadura. No Podemos Callar fue una de esas plataformas, con el rasgo excepcional tanto de la crudeza de la información que publicaba, como por su naturaleza clandestina. Dicho ello, lo que ahora interesa ilustrar es cómo un problema específico del ámbito político fue encarado no solo por NPC, sino por el campo católico en general, con el fin de evaluar la convergencia —u oposición— entre los contenidos que NPC exponía y la reflexión y opinión de la Iglesia católica institucional.

      Como ya se ha indicado, este ejercicio de comparación puede llevarse a cabo con una de las categorías claves para el proceso de consolidación de la Dictadura en la primera parte de su desenvolvimiento: la aplicación de las orientaciones ideológico-estratégicas de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN). Desde sus primeros números NPC fue explícito en advertir la centralidad de la Doctrina de Seguridad Nacional en el diseño institucional de la Dictadura y en la motivación de sus crímenes. Así, el boletín editado por José Aldunate parafraseaba a Pinochet advirtiendo al pastor luterano Helmut Frenz y al obispo católico Fernando Ariztía que sin tortura los miristas no hablaban y que “la seguridad nacional es más importante que los derechos humanos”. Para NPC esta convicción —y su aplicación sistemática— representaba una suerte de sorpresa para quiénes la observaban, en tanto parecía una conducta extraña a la tradición castrense que se habría desplegado con toda brutalidad a partir del 11 de septiembre de 1973. Casi tres años más tarde “han tenido que ir apareciendo los telones de fondo, cayendo las máscaras y apareciendo las motivaciones profundas que muy poco se conocían” en torno a la conducta de las nuevas autoridades. Uno de esos factores era la Doctrina de la Seguridad Nacional, cuyo origen se remontaba para la revista al final de la Segunda Guerra Mundial y su lugar de incubación eran los Estados Unidos, lugar desde dónde se habría expandido hacia América Latina, continente en la que imperaba en varios países a partir de la entronización de

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