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gracias por todo y les mantendré informados.

      Esperanza se retiró de la mansión y Bauer y Weishaupt se quedaron conversando.

      –¡Aaron, no le dijiste nada del aparato proyector de hologramas que encontró en Tepoztlán y que es capaz de llamar a los extraterrestres felinoides Urmah! Solo le comentaste que sabías que guardaba algunas cosas que ella había recuperado. ¿Por qué?

      –Sin duda, estimado Adam, porque sé que ella por propia iniciativa lo llevará, y hasta es probable que lo trate de usar, poniendo en peligro nuestros planes.

      –¿Entonces? Porque ello nos perjudicaría gravemente.

      –¡No, si estamos avisados y lo usamos en contra suya! Quiero que John Robertson, que conoce muy bien a Esperanza por haberla acompañado a Pascua y al Paititi, se ponga a seguirla, pero sin que ella se dé cuenta, y también que haga seguir a su novio. Él nos será muy útil para que la doctorcita no nos traicione. Que John informe de cada paso que ella dé, de cada llamada telefónica que haga, de cada lugar que visite, y de todo aquel con quien se junte o relacione. Pero que sea invisible porque ella le conoce.

      –Hay que darse prisa porque el avance del ser humano a pesar de todo es incontrolable, y los acontecimientos pueden variar a su favor de un momento a otro.

      De regreso en la limusina, Esperanza pensaba sobre la trascendencia de la información que había intercambiado con aquellos hombres. De ninguna manera estaba dispuesta a conducir a la humanidad a su destrucción solo para beneficiar a sus patrocinadores, pero también era muy consciente del peligro al que se exponía y que podría alcanzar a los que más amaba. Pero seguir con la misión encomendada la colocaba estratégicamente un paso por delante de los Illuminati, dándole la posibilidad de frustrar sus planes y, sobre todo, de salvaguardar el planeta.

      Capítulo III.

      Una reveladora carta del pasado

      «Para qué juntarse con lobos y aprender a aullar si puedes juntarte con estrellas y aprender a brillar».

      Anónimo

      Fueron varias horas de espera en el aeropuerto de la ciudad de Nueva York, por lo que Esperanza aprovechó la sala VIP para ordenar conceptos e ideas, repasando unas notas en su ordenador. Procuraba emplear el tiempo de la mejor manera posible revisando todo el material disponible sobre el Egipto antiguo. A un lado tenía un maletín con suficientes recursos, facilitados por sus patrocinadores, tarjetas de crédito y dinero en efectivo, por lo que tenía asegurada la parte logística de sus viajes. El día anterior había llamado desde el hotel al padre Antonioni avisándole de su hora de llegada a Roma.

      Durante el tiempo de espera hizo dos llamadas con su móvil; una a su novio, que estaba también a punto de viajar a Londres, y la otra a Aaron Bauer para comunicarle el encuentro que tendría con los jesuitas en Roma de cara a complementar información.

      Aprovechó para ir por última vez al baño y prepararse para salir en dirección a la puerta de embarque. Llegado el momento se produjo el tedioso y consabido ingreso en la zona correspondiente.

      A la larga espera en la terminal aérea ahora se había de sumar lo que duraría el viaje cruzando el Atlántico. Tras una hora de vuelo, la comodidad y relativa privacidad de la sección de primera clase fue interrumpida abruptamente por otro pasajero que al parecer reconoció a la arqueóloga, pues se incorporó desde su asiento y se acercó a ella. Era un hombre alto, de mediana edad, con gafas y pelo bien peinado de color rojizo, y en apariencia británico por su acento.

      –¿Doctora Esperanza Gracia? ¿La científica?

      –¡Sí, soy yo! ¿Nos conocemos?

      –Lo siento, usted a mí no… Disculpe que la interrumpa. Soy un gran admirador de su trabajo. Sus investigaciones y descubrimientos, que han sido más que asombrosos, en la Isla de Rapa Nui y en las selvas de Perú han hecho renacer el espíritu de aventura y la gloriosa época de exploradores y descubridores como David Livingston o Roald Amundsen. Y la felicito porque ha sido usted muy osada publicando sus teorías y conclusiones.

      –Muchas gracias, pero solo me he basado en evidencias y comprobaciones de campo.

      –Perdón, no me he presentado; soy Henry Lansdown, anticuario de la localidad de Bath, al oeste de Inglaterra.

      –Parece demasiado joven para ser anticuario. Supongo que quizás heredó el negocio de su padre.

      –Brillante deducción, mi querida doctora. Así es, y mi padre a su vez lo heredó de mi abuelo. Así que somos varias generaciones de anticuarios en la familia.

      »Usted mencionó en su libro dedicado a la Isla de Rapa Nui, o de Pascua, el papiro Golenischeff 115, que está en el Museo Pushkin de Moscú, escrito en escritura hierática y titulado «el Cuento del Náufrago», de la XII dinastía del Imperio Medio Egipcio, como una posible conexión con la historia de esa isla de la Polinesia.

      –¡Así es, señor Lansdown!

      –¡Por favor, llámeme Henry! Así podré llamarla Esperanza, si no le molesta.

      –¡Claro que sí, Henry!

      –Bien. ¿Puedo sentarme a tu lado un momento para charlar? Veo que el asiento está desocupado.

      –¡Claro que sí! Continúa, por favor…

      –Muchas gracias. No te quitaré mucho tiempo. ¿No has pensado en algún momento en visitar Egipto?

      –Es curioso que me lo preguntes, Henry, porque precisamente dentro de poco iré a la tierra del Nilo para unas investigaciones.

      –¡Genial! Yo ahora me dirijo hacia Turín vía Roma y de allí iré a San Petersburgo vía Milán para reunirme con el curador del museo Hermitage y verificar una reciente adquisición que ellos estarían a punto de realizar de una carta de cerámica egipcia, un hallazgo arqueológico tan insólito y revelador como el que tú mencionas en tu libro.

      –¡Qué interesante, Henry! Pero no me irás a decir que has sido tú el intermediario de semejante adquisición.

      –Muy perspicaz, Esperanza.

      –¡Espero que no me subestimes a pesar de tus halagos!

      –No podría; estás muy bien posicionada y sabes mucho de todo.

      »Muy bien, eso me abre el panorama para decirte las cosas tal como son y sin tapujos. ¿Recuerdas que cuando se produjo la Primavera árabe en Egipto no solo fue derrocado el presidente Hosni Mubarak, sino que muchos de sus allegados que estaban en los puestos más importantes del Gobierno y que se habían perennizado en ellos, tuvieron que huir, y entre ellos la suprema autoridad de Consejo de Antigüedades? Pues en medio de ese caos el Museo egipcio fue parcialmente saqueado, aunque muchas de sus piezas fueron recuperadas con posterioridad.

      –Cierto, Henry; por eso estaba revisando mis notas. La Primavera árabe empezó en Túnez en diciembre del 2010 y de ahí corrió como un reguero de pólvora entre los países árabes clamando por la democracia y el respeto a los derechos sociales. En Egipto se llamó la «Revolución de los Jóvenes», por cuanto fue concertada por Internet a través de las redes sociales. También fue llamada la «Revolución Blanca» y comenzó, si no recuerdo mal, el 25 de enero del 2011 y se prolongó durante dieciocho días, consiguiendo que el 11 de febrero de ese mismo año el presidente Hosni Mubarak renunciara después de treinta años de dictadura, convenientemente soterrada y avalada por los países occidentales.

      »En cuanto a lo del Museo Egipcio de la Plaza del Tahrir, se ha dicho que fueron unos criminales los que se subieron a los tejados de la sala 36 por una escalera de incendios, y que después bajaron por cuerdas por los tragaluces y ventanas superiores; incluso se encontró accidentado a un ladrón, que cayó de bruces sobre la vitrina de un sarcófago, y que fue capturado después.

      –Pero, ¿qué dirías, Esperanza si te contara que si bien hubo un caos de vitrinas rotas y

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