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Además, no le apetecía mentir, no a Rico.

      –Me has preguntado que de dónde saco tanta energía y tantas ideas…

      –Era una pregunta retórica; solo quería alabarte.

      –Lo sé, y te lo agradezco. Me has hecho sentir que estaba haciendo un buen trabajo.

      –¿Pero…?

      Ella se inclinó hacia él y estuvo a punto de tocarle la mano, pero se retractó en el último momento.

      –Rico, mi sueño es abrir mi propia cafetería. Durante tres meses y medio pensé que estaba a punto de hacerse realidad. Busqué locales, diseñé menús, hablé con gente de posibles empleados. La cabeza me hervía de ideas, pero…

      No pudo seguir. Su sueño se había aplazado indefinidamente, quizá para siempre, y… Sintió que algo se desplomaba dentro de ella, amenazando con aplastar algo bueno y puro en su interior. Enderezó la espalda y combatió el deseo de enterrar la cara entre sus manos.

      –¿Pero has tenido que posponerlo hasta que se solucione el asunto del testamento?

      –Exacto.

      –Y mi cafetería se está beneficiando de tu desengaño…

      Él le tomó la mano, inundándola de calidez y algo más que no supo definir.

      –Neen, no es más que un retraso. Al final, conseguirás tener tu propia cafetería. Eres lista y capaz, y…

      –Rico –no quería darle la impresión de estar sumida en la autocompasión–. Te agradezco que me hayas dado una oportunidad. Si no puedo llevar a la práctica mis planes de abrir mi propia cafetería, dirigir la tuya es la mejor alternativa. No quiero que pienses que no estoy entregada al cien por cien, o que te voy a dejar en la estacada. Pase lo que pase con el testamento, te he prometido un año.

      –No dudo de tu compromiso, Neen.

      –Pero tampoco quiero que pienses que te estoy prometiendo más que eso.

      Él se echó hacia atrás y le soltó la mano.

      –Comprendo –dijo con rostro inexpresivo.

      Neen lamentó su retraimiento, pero se dijo que era mejor así. No quería darle la impresión de haber hecho suya su causa. Ella tenía sueños, sueños que sin duda la gente entregada a una causa consideraría egoístas. Sintió un sabor acre en la boca; eso era exactamente lo que le habían dicho sus padres la noche anterior. Eran demasiado fanáticos para reconocer sus propias obsesiones. Trató de sacudirse los recuerdos de la cena de la víspera; regodearse en ellos no le hacía ningún bien.

      –¿Cuándo conoceré a los chavales?

      Él miró su reloj.

      –Les he pedido a varios de ellos que vengan al centro comunitario esta tarde.

      ¿El centro comunitario? No parecía mal sitio; mejor que una pista de patinaje o de baloncesto.

      –¿Suelen reunirse allí?

      Cruzó los dedos, con la esperanza de que los chicos de Rico se tomaran el trabajo en serio y aprovecharan la oportunidad que se les ofrecía.

      –El centro tiene un gimnasio gratuito que suelen frecuentar.

      Neen advirtió cómo la expresión de Rico se suavizaba cuando hablaba de ellos.

      –Quiero que les des una oportunidad, Neen. Son algo rudos, pero es que han tenido una vida dura.

      –No tengo intención de prejuzgarlos.

      –La mayoría de la gente espera lo peor de ellos. Yo intento esperar lo mejor.

      –Espero que sean conscientes de lo afortunados que son de tenerte como protector.

      Él permaneció en silencio.

      –¿Cómo acabaste haciendo este tipo de trabajo?

      La luz de sus ojos se ensombreció.

      –No fue algo casual, sino muy deliberado.

      Neen esperó en vano a que siguiera hablando. Mensaje captado. Tragó saliva y asintió, recordándose a sí misma que no era más que una empleada y que los hombres entregados a las buenas causas no le parecían ni remotamente atractivos. Y aunque se lo parecieran, lo último que quería era una relación o una aventura. Ya había buscado el amor y se había llevado un escarmiento. Había aprendido la lección; nadie podía acusarla de ser mala estudiante.

      –Pues entonces llévame a ese centro comunitario del que hablas –dijo poniéndose en pie.

      Neen conoció a cuatro de los chicos que Rico había seleccionado para trabajar en la cafetería. El quinto no se presentó. Todos ellos mascullaron un saludo y trataron a Neen con relativa educación y a Rico con respeto. Entre ellos, sin embargo, el comportamiento era rudo y el lenguaje, insultante.

      –¿Qué te han parecido? –le preguntó Rico cuando salieron del centro minutos después.

      Ella lo miró.

      –Necesito un café.

      –No son tan malos –afirmó él, tenso.

      –No he dicho que lo fueran. ¿Por qué te pones a la defensiva?

      La relación que mantenía con los chicos la tenía totalmente confundida. Los defendía con tanta pasión que ella había esperado que adoptara un papel de hermano mayor cuando estaba con ellos. Nada más lejos de la realidad. No había duda de que los chicos lo respetaban, pero Rico se mantenía distante, y ella no comprendía el porqué.

      –Hay una cafetería por aquí cerca que me gustaría que vieras. Quiero hablarte de los chicos y de temas puramente logísticos –dijo ella echando a andar en dirección a la cafetería–. Esperabas que nada más conocerlos me enamorara de ellos y te dijera que tus planes van a salir a la perfección y que va a ser un éxito rotundo, ¿a que sí?

      –No, no esperaba eso, pero hubiera estado bien. En lugar de eso, te has puesto a pensar en problemas y desastres.

      –Y también en sus posibles soluciones –puntualizó ella.

      –Es verdad, perdona –se disculpó–. Es que estoy tan acostumbrado a tener que defenderlos, que automáticamente…

      No terminó la frase y ella tampoco lo hizo por él. Entraron en el local.

      –¿Qué te parece? –le preguntó señalando con la mano la decoración mientras esperaban a que les llevaran el café.

      –Me gusta. Tiene encanto y es acogedor. Estaría genial crear un ambiente así.

      Ella reprimió un suspiro. Eso no ocurriría jamás.

      –Nuestros cafés están listos. Quiero que te fijes en la camarera.

      Le dieron las gracias cuando esta les sirvió las tazas.

      –¿Qué se supone que tenía que ver? –le preguntó cuando la chica volvió al mostrador.

      –Es bajita, ¿verdad? Y bastante grácil.

      –Supongo.

      –Mira el espacio que hay entre las mesas. Escaso, ¿no te parece? Ahora piensa en el tamaño de los chicos que me acabas de presentar. Había olvidado lo brutos y torpes que pueden ser los adolescentes.

      –¡Ya aprenderán!

      –Ay, Rico, ¿puedes dejar de ponerte a la defensiva por un momento? No estoy diciendo que no vayan a aprender, sino que si queremos que den buena impresión tenemos que crear un ambiente que lo haga posible.

      Él la miró tamborileando la mesa con una mano.

      –Para que cuando posibles empleadores vengan en busca de talentos…

      –Exacto. Creo que será mejor que optemos por líneas limpias y menos mesas, en lugar de por el encanto campestre que se respira

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