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que resultaba ser un duque o un conde, el cual, por diversos motivos, ocultaba su verdadera identidad. Hacia la mitad de la historia era imprescindible una descripción detallada de un baile, durante el cual la heroína, vestida con un sencillo pero elegante vestido blanco, atraía las miradas de todos los hombres del salón; o el guardabosque de turno, siempre dispuesto a servir, le hacía el amor a la hija de los propietarios de la casa en el invernadero. Las historias solían estar bellamente narradas y eran tan inofensivas como la leche azucarada diluida en agua. En cualquier caso, y aunque las devoraban, las mujeres consideraban la lectura de folletines un vicio que debían ocultar a sus maridos, por lo que únicamente lo compartían con otras devotas lectoras.

      Estas novelitas eran cuidadosamente guardadas fuera del alcance de los niños como hoy en día se hace, o se debería hacer, con las novelas modernas. No obstante, los que querían leerlas sabían dónde encontrarlas —en el estante más alto del armario o debajo de la cama— y las leían en secreto. Cualquier chiquillo de inteligencia normal de ocho o nueve años las consideraba empalagosas, pero a las mujeres les hacían mucho bien, pues, como ellas mismas decían, les servían para olvidarse de sí mismas.

      En tiempos pasados, las almas de los lectores de la aldea se nutrían de alimentos más fuertes, y las palabras y la imaginería bíblica todavía coloreaban el discurso de algunos de los vecinos más ancianos. Aunque nadie los leyera, todas las casas decentes de la aldea tenían una pequeña selección de libros, cuidadosamente colocados sobre la mesilla auxiliar junto al candil, el cepillo para la ropa y las fotografías familiares. Algunas de estas colecciones estaban formadas únicamente por la biblia de la familia y uno o dos devocionarios. Otras contenían algunos volúmenes extra, propiedad de los padres o adquiridos por unos pocos peniques junto a otros artículos en algún mercadillo, como El progreso del peregrino; Pamela, o la virtud recompensada, de Richardson; Anna Lee: doncella, esposa y madre, y antiguos libros de viajes y sermones. El mayor hallazgo de Laura fue un antiguo ejemplar muy gastado de los Viajes por Egipto y Nubia de Belzoni que una vecina usaba para mantener abierta la puerta de su alacena. Cuando pidió que le prestaran el libro se lo donaron generosamente, por lo que pudo disfrutar del inmenso placer de explorar el interior de las pirámides en compañía de su autor.

      Algunos de los libros importados conservaban el exlibris de su propietario original o una desvaída inscripción en chapa de cobre escrita a mano en la parte interior de la cubierta; mientras que la firma de sus nuevos dueños solía estar escrita con una caligrafía más descuidada y proclamaba, por ejemplo:

      A George Welby este libro pertenece, sí señor:

      concédaseme la gracia de mirar en su interior

      y no solo de mirar, sino también de comprender;

      pues mejor es la sabiduría que la casa y el buen comer,

      y cuando la tierra se pierde y el dinero se gastó,

      aún nos queda el saber, que es sin duda lo mejor.

      O también:

      George Welby es mi nombre,

      Inglaterra mi nación,

      en la Colina fijé mi residencia

      y es Cristo mi salvación.

      Cuando muerto esté y en la tumba

      mis huesos se pudran,

      coge este libro y en mí piensa

      para que yo del todo no desaparezca.

      Otra inscripción notable era esta advertencia:

      Este libro no robéis o vergüenza mereceréis,

      pues el nombre de su dueño en sus páginas encontraréis.

      En el último día el Señor os habrá de preguntar:

      «¿Dónde está ese libro que una vez os dio por robar?».

      Y si en respuesta afirmáis: «Decíroslo no sabría»,

      tened por seguro que Él al infierno os enviaría.

      Muchos de esos libros se intercambiaban libremente, pues por lo general sus dueños no tenían el menor interés en leerlos. Las mujeres tenían sus folletines y los hombres dedicaban gran parte del día a leer con gran esfuerzo los periódicos del domingo, de los cuales al menos uno entraba semanalmente en casi todas las casas de la aldea, ya fuera comprado o prestado. El Weekley Despatch, el Reynold’s News y el Lloyd’s News eran sus favoritos, aunque algunos seguían leyendo fielmente la vieja y respetable gaceta local, el Bicester Herald.

      Además del Weekly Despatch, el padre de Laura leía Carpintería y construcción, una publicación especializada gracias a la cual sus hijos tuvieron ocasión de leer por primera vez a Shakespeare a raíz de un artículo en el que se exponía la controversia suscitada por las palabras de Hamlet «I know a hawk from a handsaw». Según cierto erudito, debían interpretarse como «¡Bah, bien sé distinguir a un halcón de una garza!», lo que había puesto en pie de guerra a carpinteros y albañiles; pues estaba claro que con la palabra hawk se refería a la paleta que utilizaban los albañiles y yeseros de la época, y con handsaw, a un simple serrucho. Aunque aquel verso y algunos fragmentos que después encontró en adaptaciones escolares fueron lo único que Laura pudo leer durante años de la obra de Shakespeare, ella se puso rápidamente del lado de los carpinteros y albañiles; y lo mismo hizo su madre cuando le contó lo sucedido, pues en su opinión el «¡Bah!» de aquel supuesto erudito le parecía bastante fuera de lugar.

      Mientras las lectoras de folletines, que representaban el sector gentil de la comunidad, disfrutaban de su té, había reuniones más animadas en otra casa de la aldea. La anfitriona, Caroline Arless, tenía por aquel entonces unos cuarenta y cinco años, y era una mujer alta, bonita y honesta de ojos vivaces y oscuros, cabello negro y crespo como el alambre y mejillas del color de los albaricoques maduros. No era natural de la aldea, pero había llegado como prometida de un vecino y se decía que tenía algo de sangre gitana.

      Aunque ya era abuela, todavía traía al mundo a un chiquillo cada dieciocho meses aproximadamente, un proceder que no estaba muy bien visto en Colina de las Alondras, pues allí tenían un refrán que decía: «Cuando las jóvenes empiezan, las viejas lo han de dejar». Pero la señora Arless no se atenía a ninguna regla, exceptuando las de la naturaleza, y recibía con alegría a cada uno de sus hijos, los cuidaba con ternura mientras estaban indefensos, los sacaba de casa a jugar en cuanto daban los primeros pasos, los enviaba a la escuela a los tres años y a trabajar a los diez u once. Algunas de sus hijas se habían casado a los diecisiete, y los muchachos, entre los diecisiete y los veinte.

      Las costumbres y los modales no le preocupaban. El marido y los hijos «contribuían» con su salario los viernes por la noche y las hijas que trabajaban fuera como sirvientas enviaban a casa al menos la mitad de sus ganancias. Algunas noches freía carne encebollada para la cena y a toda la aldea se le hacía la boca agua, y otras veces no había más que pan con manteca de cerdo a la hora de sentarse a la mesa. Cuando tenía dinero, lo gastaba, y cuando no lo tenía, compraba cosas a crédito o pasaba sin ellas. «Conseguiré capear el temporal —solía decir—. Lo he hecho antes y volveré a hacerlo. Además, ¿de qué sirve preocuparse?». Y lo cierto es que siempre se las ingeniaba para conseguirlo y también para tener algunas monedas en el bolsillo. Aunque era bien sabido que solía acumular bastantes deudas. Cada vez que estaba con alguien y recibía un paquete por correo de parte de sus hijas, al abrirlo decía: «No pienso malgastar este dinero pagando deudas».

      Su idea de gastar bien el dinero consistía en invitar a algunos vecinos con los que tuviera buen trato, sentarlos alrededor de un buen fuego y enviar a uno de sus chiquillos a la taberna a comprar algo de cerveza. Nunca se emborrachaban, ni siquiera se achispaban, pues no había demasiado que repartir entre todos; incluso cuando volvía a enviar al chiquillo a la taberna con la jarra de cerveza una segunda y una tercera vez. Sin embargo, sí había suficiente para calentar sus corazones y hacerles olvidar los problemas. Y las conversaciones y las risas y los fragmentos de canciones que flotaban en el aire «en casa de esa señora Arless» solían escandalizar a algunas de las matronas más impresionables. Nadie estiraba el meñique al coger

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