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un día, estando a solas con su abuelo, le dijo: «¿No echas de menos tu violín, abuelo?».

      El viejo la miró con repentino interés y le sonrió con expresión melancólica.

      —Lo extrañé mucho —respondió tras una pausa—, más que cualquier otra cosa de la que me haya visto obligado a desprenderme, lo que no es poco decir, y aún lo echo de menos ahora y siempre lo haré. Pero fue por una buena causa y en este mundo no podemos tener todo lo que queremos. No sería bueno para nosotros.

      Pero Laura no estaba de acuerdo. Pensaba que sería bueno para su abuelo tener su querido y viejo violín. Ese maldito dinero, o la falta de él, parecía ser la causa de los problemas de todo el mundo.

      El violín no era lo único a lo que había tenido que renunciar. Había dejado de fumar cuando se retiró y tuvieron que vivir de sus escasos ahorros y de una pequeña cantidad que les pasaba su hermano, que había prosperado como comerciante de carbón. Quizá lo que sentía más profundamente era haberse visto obligado a renunciar a ayudar a los demás, pues compartir parte de lo que tenía era una de las cosas que más amaba.

      Uno de los primeros recuerdos de Laura era el de su abuelo atravesando la portilla del jardín de la última casa con su anticuado y estrecho abrigo negro y su bombín, la barba bien recortada y resplandeciente, y sosteniendo un enorme calabacín bajo el brazo. Todas las mañanas iba a verlos y pocas veces lo hacía con las manos vacías. A veces era un cesto con frambuesas y guisantes ya pelados; otras, un gran ramo de clavelina y rosa musgo, o una cría de conejo que alguien le había dado. Siempre traía algo. Entraba en casa y si había algo roto él lo arreglaba, o se sacaba un calcetín del bolsillo, se sentaba y se ponía a remendar. Y mientras trabajaba hablaba con su hija en tono dulce y amable, llamándola «Emmie». A veces ella lloraba mientras le contaba sus problemas y entonces él se levantaba y le acariciaba el pelo, le secaba las lágrimas y decía: «¡Así está mejor! ¡Así me gusta! ¡Esa es mi pequeña y valiente muchacha! Y recuerda, querida mía, que hay alguien arriba que sabe lo que nos conviene en cada momento, aunque nosotros no nos demos cuenta».

      A mitad de la década de los ochenta las visitas diarias habían cesado por completo, pues el reumatismo crónico, contra el que tanto había luchado, estaba acabando con él. Primero fue la iglesia lo que estaba demasiado lejos, después la casa de su hija; luego su propio jardín al otro lado del camino, hasta que finalmente su mundo quedó reducido a la cama donde estaba tendido la mayor parte del día. No era la cama con dosel y edredón hecho con retales de seda y satén de ricos tonos de rojo, marrón y naranja que estaba en la mejor habitación de la planta baja, sino el sencillo jergón blanco colocado bajo el techo abuhardillado de la habitación del tejado. Hacía ya varios años que se había trasladado a dormir allí, dejando a su mujer la habitación de abajo para no molestarla con su tos febril durante los ataques de reuma; y también porque despertaba temprano, como muchos ancianos, y le gustaba levantarse, encender el fuego y ponerse a leer la Biblia antes de preparar el té para su esposa cuando se levantara.

      Poco a poco todos sus miembros se fueron agarrotando de tal manera que ni siquiera era capaz de darse la vuelta en la cama sin ayuda. Ayudar a los demás y repartir sus posesiones en la medida de lo posible se había terminado para él. Pasaba horas tumbado de espaldas, con sus cansados y viejos ojos azules clavados en un cuadro colgado de la pared, a los pies de la cama. Era el único objeto colorido que había en la habitación. El resto era todo blanco. Se trataba de la escena de la crucifixión, e impresas sobre la corona de espinas estaban estas palabras:

      «Por ti he hecho esto».

      Y bajo los pies sangrantes, ensartados con clavos:

      «¿Qué has hecho tú por mí?».

      Los terribles dolores que soportó sin quejarse durante dos años constituían la mejor respuesta.

      Cuando su marido dormía o simplemente estaba tumbado —una vez aseado y atendido— contemplando su cuadro, la abuela de Laura se sentaba en la planta baja entre sus cojines rellenos de plumas y leía Bow Bells, Las novelitas de la princesa o el Family Herald. Siempre que estaba libre de todos sus quehaceres se la podía ver con un libro en la mano. Por lo general eran novelitas sentimentales y llegó a acumular una buena colección, cuyos volúmenes ataba en pequeños paquetes que intercambiaba con otros aficionados al folletín.

      De joven había sido muy bonita. «La belleza de Hornton», solían llamarla en su pueblo natal, y a menudo le hablaba a Laura de la época en que su melena le llegaba hasta las rodillas y la cubría igual que una larga capa dorada. Otra de sus historias favoritas era la del día en que había bailado con un auténtico lord. Fue durante su ceremonia de presentación en sociedad y un gran honor, pues entre todas las hijas de sus amigos y sus hacendados la eligió a ella, que no era más que la hija de un guarda. Antes de que la velada finalizara, él le había susurrado al oído que era la muchacha más hermosa de toda la región, y ella había recordado aquel halago durante toda su vida. No obstante, la cosa no pasó de ahí, pues milord seguía siguiendo milord, y yo, Hannah Pollard, no dejaría de ser quien era, una muchacha pobre, aunque fuera la hija de unos padres decentes. En la vida real era imposible que la historia terminara de otra forma, aunque en las novelitas sentimentales aquellos romances siempre tenían final feliz. Quizá por eso le gustaban tanto.

      A Laura le resultaba difícil asociar la imagen que tenía de su abuela con la larga y rubia melena y el vestido blanco adornado con lazos azules que había lucido en su fiesta de presentación, pues para ella era tan solo una anciana menuda y frágil de cabello gris que llevaba peinado con raya al medio y recogido sobre las orejas con dos pequeñas pinzas. Aun así, había algo en ella que hacía que mereciera la pena contemplarla. La madre decía que era porque sus rasgos eran bonitos. «Mi madre —decía— estará guapa hasta en su ataúd. Las mejillas pierden el rubor natural y el cabello se vuelve gris, pero lo esencial nunca se pierde».

      La madre de Laura estaba muy decepcionada con el aspecto de su pequeña. Su madre había sido una belleza y ella misma había sido encantadora y bonita, por lo que naturalmente esperaba que sus propios hijos continuaran la tradición. Pero Laura era una chiquilla delgada y normal: «Igualita que una garza, toda patas y alas», le decían en la aldea. Además, sus ojos oscuros y su boca generosa resultaban demasiado grandes para su rostro menudo. El único cumplido de toda su infancia se lo había dedicado un cura que le dijo que «parecía una chiquilla inteligente». Los que la rodeaban habrían preferido que tuviera el cabello rizado, una boca de piñón y labios rosas a toda la inteligencia del mundo.

      La abuela de Laura nunca había caminado los dieciséis kilómetros que recorría su marido los domingos por la noche para ir a pronunciar su sermón en una capilla de pueblo. No obstante, iba a la iglesia cada domingo a menos que lloviera o hiciera demasiado calor, o que tuviera frío o que considerara que alguna parte de su atuendo estaba demasiado ajada. Era muy particular con su ropa y le gustaba que todo lo que se ponía fuera bonito. En su dormitorio había cuadros y elementos decorativos, además de sus cojines de plumón y su edredón de seda.

      Cuando visitaba la última casa, la mejor silla se colocaba junto al fuego especialmente para ella y el mejor té que podían comprar se servía ese día en la mesa. La madre de Laura no solía contarle a ella sus problemas como hacía con su padre. Y si alguna cosilla se le escapaba, su madre se limitaba a decir: «Todos los hombres necesitan que les doren un poco la píldora de vez en cuando».

      También algunas mujeres, pensaba Laura, pues le resultaba fácil ver que su abuela siempre había sido la parte consentida y a la que le habían ahorrado los problemas y situaciones desagradables. Si el violín hubiera sido suyo nunca lo habrían vendido, y la familia entera habría hecho todo lo posible con tal de reunir dinero para comprarle un nuevo estuche.

      Tras la muerte de su marido, ella se marchó a vivir con el mayor de sus hijos y la casa redonda compartió el mismo destino que la de la vieja Sally. En el lugar donde estaba ahora hay campos de cultivo. Los sacrificios de su marido y el romance con su esposa parecen no haber existido nunca, como «si se hubieran desvanecido sin dejar rastro».

      Estos eran algunos de los hombres y mujeres a los que el párroco se refería como «nuestros mayores» y que los visitantes

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