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de cartas de la mesita de al lado de la puerta era menor de lo que debería haber sido. Al fijarse en el escritorio, desordenado como siempre, echó en falta su máquina de escribir.

      Greta bajó corriendo las escaleras y llamó a la puerta de la casera.

      —¿Ha cogido mi máquina de escribir? —preguntó nada más abrirse la puerta.

      —Vaya, se dice hola, ¿no? —respondió la casera—. No estaba segura de que fuese usted a volver.

      —¿Ha cogido mi máquina de escribir? —repitió, intentando conservar la calma—. Si es así, no pasa nada, pero necesito que me la devuelva, por favor.

      —No la tengo yo —dijo con voz trémula la casera—. Unos SA se pasaron por aquí y estuvieron preguntando por usted. Tuve que dejarles registrar su cuarto. ¿Cómo iba a negarme?

      —¿Las SA se llevaron mi máquina de escribir? ¿Dijeron por qué?

      —No, pero me dieron orden de llamarles si volvía usted. Supongo que puedo esperarme un día más…

      —No hace falta. Ahora mismo voy yo a verlos.

      La mujer se puso pálida.

      —¿Está segura de que es una buena idea?

      —¿Cómo voy a recuperar si no la máquina?

      Mirando en derredor por si había alguien que pudiese oírles, la casera dio razones en contra. Al ver que Greta no vacilaba, suspiró, se retiró a su cuarto y volvió con la tarjeta que le había dejado el oficial de las SA.

      Al llegar al cuartel general de las SA, que estaba cerca del ayuntamiento, en la plaza Römerberg, el secretario estudió unos papeles, hizo una mueca y le ordenó que le siguiera por el pasillo. Se detuvo delante de un cuartito sin ventanas, amueblado únicamente por una mesa de madera y dos sillas, una a cada lado.

      —Siéntese —ordenó, señalando la habitación. Greta obedeció, y se le puso un nudo en el estómago al ver que el secretario se quedaba en el pasillo y la dejaba encerrada.

      Con el corazón desbocado, se levantó y se puso a andar de un lado a otro diciéndose que ojalá no hubiera venido. Probó a girar el pomo de la puerta, pero apenas lo había tocado cuando alguien empezó a moverlo por el otro lado. Enseguida volvió a su silla y trató de serenarse mientras entraban dos hombres de las SA vestidos de negro, uno joven y alto y el otro más mayor y achaparrado. Ambos la miraron con severidad.

      El mayor llevaba una carpeta, y la abrió sobre la mesa mientras se sentaba. El más joven se plantó entre la mesa y la puerta.

      —¿Nombre? —preguntó el mayor con voz áspera.

      Greta supuso que la información estaría en la carpeta, pero dijo:

      —Greta Lorke.

      La miró con el ceño fruncido.

      —¿Nombre completo?

      —Margaretha Lorke.

      —¿Lugar y fecha de nacimiento?

      —Fráncfort del Óder, 14 de diciembre de 1902. —Vio que marcaba dos casillas del primer papel de la carpeta—. Disculpe, pero he venido a recoger mi máquina de escribir. Uno de sus agentes la cogió de mi apartamento y me gustaría recuperarla, por favor.

      —¿Por qué la necesita?

      —Soy estudiante de posgrado y la uso para escribir trabajos, y también para cartas, lo normal.

      —¿Y también pasquines convocando a sus camaradas a reuniones subversivas?

      Greta dio un respingo.

      —Claro que no.

      —¿Ayudó usted al judío Karl Mannheim a huir a Inglaterra?

      —¿Huir? ¿Por qué iba a tener que huir el profesor Mannheim?

      El hombre dio un puñetazo en la mesa.

      —¿Le ayudó o no le ayudó?

      —Le ayudé con la mudanza al Reino Unido —respondió Greta sobresaltada—. Me contrató a tal efecto. Lo que me confunde es la palabra «huir». Herr Mannheim se fue de Fráncfort para incorporarse al cuerpo docente de la London School of Economics, no por ningún motivo nefando.

      —¿Dónde aprendió usted a volar? —preguntó el oficial joven—. ¿En Estados Unidos?

      Greta miró al más mayor y volvió a mirarle a él.

      —No entiendo.

      —¿Niega haber ido a Estados Unidos? —preguntó el mayor incrédulo.

      —Por supuesto que no. Fui a la escuela de posgrado de la Universidad de Wisconsin. Estoy orgullosa de lo que conseguí y, desde luego, no lo oculto.

      El más joven plantó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella con gesto amenazante.

      —¿Dónde está su avión?

      Greta respiró hondo y le sostuvo la mirada.

      —De veras que no tengo ni idea de qué me están hablando. Jamás he ido en avión. Yo solo he venido a por mi máquina de escribir.

      —¿La máquina que utilizó para escribir esto? —El oficial de más edad cogió un papel de la carpeta y se lo puso delante—. ¿Me va a negar que puso esto en el Departamento de Sociología de la universidad? —Indicó su nombre, escrito a mano en la esquina inferior derecha—. Es su firma, ¿no?

      Greta se quedó mirando el papel, boquiabierta.

      —Sí, pero…

      —¿Fliegergruppe? —vociferó el más joven, señalando con un dedo muy largo la palabra—. ¿Un grupo de vuelo con un zepelín?

      —¿Dónde está su aeronave? —insistió el otro.

      Greta se echó a reír. Los dos oficiales la miraron estupefactos.

      —Lo siento —dijo Greta con voz entrecortada, esforzándose por contener unas ganas locas de reír—. No quería faltarles al respeto. Sí, hice esas octavillas y las puse en los tablones de anuncios del departamento. El Fliegergruppe no es más que un grupo de estudios. Lo llamamos «grupo de vuelo» porque volamos de un tema y de un lugar a otro, de una reunión a otra. Supongo que no llevarán ustedes mucho tiempo en Fráncfort, porque si no, habrían oído hablar de Zeppelinalle… es una calle pegada a la zona oeste del campus. —Movió la cabeza y apretó los labios, consciente de que la perplejidad podía dar paso a la ira de un momento a otro—. Hablamos de Sociología, escribimos trabajos en colaboración, nos preparamos los exámenes. Les juro que entre nosotros no hay ni un solo piloto.

      El oficial mayor la miró con gesto agrio.

      —Haría bien en elegir otro nombre para el grupo.

      —Sí, ahora me doy cuenta. Lo sugeriré en nuestra próxima reunión.

      —Puede que no sea necesario. —El más joven se enderezó y entrelazó los dedos a la espalda—. Mientras estaba usted fuera, hubo tantos profesores que decidieron pedir la excedencia que el departamento se ha cerrado.

      Greta le miró fijamente, sin saber qué pensar.

      —No sabía nada.

      —¿Qué va a hacer ahora, fräulein Lorke? —preguntó el joven fingiendo lástima—. ¿Volver a Inglaterra con el judío Mannheim?

      —Supongo que… —Greta se devanó los sesos en busca de una respuesta que les agradase—. Volveré a Fráncfort del Óder para cuidar de mis padres, que empiezan a estar ancianos.

      El mayor asintió con la cabeza.

      —Y una vez que se instale en casa, debería casarse. Kinder, Kirche, Küche!

      Greta inclinó la cabeza fingiendo sumisión.

      —Les agradezco su paciencia.

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