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donde le dé la gana.

      Mildred sonrió.

      —Eso es, básicamente, lo que les dijo ella a los SA.

      Poco antes de cumplirse una semana desde el boicot, el 7 de abril, el Reichstag aprobó la «Ley para el restablecimiento del servicio civil profesional», que exigía que todas las personas no arias y los miembros del Partido Comunista se retirasen de la profesión legal y del servicio civil. El presidente Hindenburg había puesto objeciones al proyecto de ley, pero lo aprobó después de que se exonerase a los veteranos de la Gran Guerra y a todos los que hubieran perdido un padre o un hijo en combate. Incluso en su forma enmendada, la ley significaba que miles de abogados, jueces, maestros, profesores de universidad y funcionarios judíos perdieron sus empleos de la noche a la mañana, y cuando poco después se aprobó una segunda ley, innumerables médicos, asesores fiscales, notarios y hasta músicos fueron despedidos también de sus trabajos.

      —¿Lo ves, mutti? —dijo Natan con sarcasmo la siguiente vez que la familia se reunió para el sabbat—. Acerté al elegir Periodismo en vez de Derecho.

      —Puede que los siguientes sean los periodistas y los editores —respondió ella.

      Sara y Natan evitaron mirarse, y Sara se limitó a hacer un gesto prácticamente imperceptible con la cabeza para hacerle saber que no le había hablado a nadie de su detención ni del interrogatorio. ¿Qué sentido tenía darle a su madre más motivos de preocupación por los riesgos laborales de su hijo cuando este había decidido que no iba a renunciar a su trabajo?

      Para entonces, los nazis ya habían arrestado a más de cuarenta y cinco mil adversarios, casi todos ellos comunistas y socialdemócratas. Día a día, las SA y las SS intensificaban sus ataques a edificios judíos y sinagogas. Cuatro veces fue Sara a sus clases solo para encontrarse a un desconocido al frente del aula; y el desconocido siempre era varón, rubio y de ojos azules. Después de presentarse explicaba con tono de superioridad moral que de ahí en adelante se iba a hacer cargo de la clase porque su predecesor había decidido pedir una excedencia.

      A veces la noticia era recibida con murmullos de confusión o de contrariedad, otras con algunos aplausos, a veces con un poco de todo. Tan solo una vez gritó un estudiante:

      —¡Ayer por la tarde hablé con el profesor y no mencionó nada!

      El nuevo profesor esbozó una débil sonrisa.

      —Fue una decisión repentina.

      —Me prestó un libro —insistió el joven—. ¿Adónde se lo devuelvo?

      La sonrisa se volvió dura, crispada.

      —Dele el libro a la secretaria del departamento y ya nos encargaremos de que le llegue.

      Y sin añadir nada más, procedió a dar la clase, y el estudiante volvió a sentarse echando chispas por los ojos.

      ¿Qué va a pasar ahora?, se preguntaba Sara al ver que las medidas que un año antes habrían parecido intolerables se convertían en leyes, se aplicaban y se obedecían. ¿Qué más tiene que hacer Hitler para que el pueblo alemán se dé cuenta de que no está capacitado para gobernar?, se susurraban Sara y sus amigos cuando se cruzaban en el campus o quedaban para tomarse una cerveza después de una larga jornada de estudio. Mildred le insistía en que mantuviera una actitud vigilante, pero que no dejase que nada la distrajera de los estudios, del trabajo, de sacarse el título. Sara dedicaba tanto tiempo a sus libros que Dieter se lamentaba de que apenas la veía ya. Leía, escribía y aprendía con fervor, como si se le fuese a acabar el tiempo, como si temiera que también ella pudiera ser expulsada de la academia, como casi todos sus profesores judíos.

      Y de repente, un buen día, a punto estuvo de serlo.

      El 25 de abril, el Gobierno del Reich aprobó la «Ley contra la saturación de las escuelas y universidades alemanas». Otro título con una mentira inscrita, como «nacionalsocialista», ya que no había saturación y no era esa la situación que pretendía enmendar la ley. Se establecieron cuotas para reducir el número de judíos en las escuelas y universidades públicas alemanas hasta que el porcentaje igualase al de los judíos respecto a la población general. Para nuevas admisiones, los judíos no podían superar el 1,5 por ciento de la clase. A las escuelas que se consideraba que tenían más alumnos preparándose para una profesión que trabajos disponibles se las obligaba a reducir la matrícula, y los judíos eran los primeros que tenían que irse hasta que la escuela alcanzase un máximo de un cinco por ciento de no arios.

      Sara se paró en seco de camino a clase al ver un horrible letrero que enumeraba las disposiciones de la nueva ley con una jerga legal desapasionada. Sintió que le temblaban las piernas, pero el pánico amainó al ver que después del párrafo cuatro se hablaba de la exención de ciertos judíos, incluidos «alemanes del Reich de ascendencia no aria cuyos padres hayan ido al frente a luchar por el Reich alemán durante la Guerra Mundial». Su padre había servido en la guerra y había sido condecorado por su valor. Gracias a él, Sara, por ahora, podía continuar con sus estudios.

      No obstante, le parecía que todo su futuro académico estaba en peligro, y sentía indignación e impotencia al pensar en los compañeros y amigos que habían sido expulsados. Quería resistir, contraatacar, pero ¿cómo? ¿Qué podía hacer una estudiante universitaria contra una hostilidad tan demoledora?

      Sus padres le insistían en que fuera cauta, aconsejándole que no pusiera en peligro su situación, tan precaria.

      —Esto no es lo mismo que saltarse un boicot —dijo su padre mientras cenaban dos días después de que se anunciase la ley.

      —Se parece mucho —contestó Sara—. ¿Y si van ahora a por los banqueros? ¿Y si pierdes tu empleo?

      —El señor Panofsky jamás acataría órdenes de despedir a sus compañeros judíos.

      —¿Y si los nazis cierran el banco del todo?

      —Dudo que nadie vaya a hacer daño al señor Panofsky o a sus intereses —dijo su padre—. Tiene un plan para protegerse a sí mismo y a su familia de los nazis. Para ello será necesaria la colaboración involuntaria del embajador de Estados Unidos, pero si tiene éxito o, mejor dicho, cuando tenga éxito, ni el más entusiasta de los SA se atreverá a hostigarlos. Y si el señor Panofsky está protegido, protegerá a sus empleados.

      La madre de Sara movió la cabeza desconcertada.

      —El embajador salió de Alemania el mes pasado, cuando invistieron a su nuevo presidente.

      —Me refiero a su sucesor, sea quien sea. Seguro que el señor Roosevelt no tarda en nombrar a un nuevo embajador.

      —Esperemos que antes no le pase nada al señor Panofsky —dijo la madre de Sara.

      A pesar de la certeza de su padre de que su empleo era seguro, Sara no podía quitarse de encima la omnipresente angustia sobre su futuro. Una tarde, mientras Dieter y ella paseaban de la mano por el Tiergarten después de ver Calle 42 en el cine, soltó a borbotones su preocupación por la posibilidad de que se aplicaran nuevas restricciones a los estudiantes judíos, hasta que Dieter tuvo que suplicarle en dos ocasiones que bajara la voz porque estaba atrayendo miradas curiosas.

      —Perdona que esté tan alterada —dijo tragando saliva y parpadeando para contener las lágrimas—, pero la idea de que puedan expulsarme de la universidad por el mero hecho de mi religión me aterroriza.

      —No tienes motivos para preocuparte —dijo Dieter—. Tu padre es un veterano. Estás exenta de las cuotas. Lo dice la ley.

      —¿Y si cambia la ley? Los judíos nos enfrentamos cada día a más restricciones. Aunque ahora esté exenta, puede que mañana la cosa cambie. ¿Y qué me dices de todos los demás judíos cuyos padres no sirvieron en la guerra? ¿Cómo puedo quedarme sentada tan campante en el aula cuando a mis amigos les dan con la puerta en las narices?

      —Sara, escucha. —Dieter se detuvo en medio de la acera y le cogió las manos—. No creo que en la Universidad de Berlín sean tan tontos como para permitir que una estudiante brillante como tú se

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