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      Judd yacía despierto en la gran cama de dosel que sus padres ataño habían compartido. La brisa nocturna agitaba los visillos del alto ventanal. La luna proyectaba un fantasmal rectángulo de luz en la pared opuesta.

      ¿Había hecho lo adecuado al proponerle a Hannah que se casara con él? Lo había mirado tan asustada, tan espantada, como si fuera una especie de monstruo… ¿En qué había estado pensando?

      Rodó a un lado y estiró sus largas piernas. Pensó en volver a la mañana siguiente a casa de los Gustavson y decirle a Hannah que había cambiado de idea. Eso aliviaría la presión que le había metido a la pobre chica. Así podría seguir esperando a Quint sin que planeara sobre ella la horrible perspectiva de casarse con un hombre marcado física y moralmente…

      Eso no significaría abandonarla del todo. Podría ofrecerle dinero para ayudarla con el bebé, quizá incluso contratar a su padre y a alguno de sus hermanos mayores para que le echaran un mano con el rancho. Los Gustavson eran gente honrada y trabajadora.

      La imagen de Hannah, con sus ojos de un azul profundo y el halo dorado de su pelo en torno a su rostro, persistía en su memoria. ¿Cómo había podido Quint largarse a Alaska dejando atrás a una mujer así? ¿Qué hombre habría sido tan estúpido como para abandonarla?

      Maldiciendo entre dientes, cambió de postura e intentó dormir. Las cosas terminarían arreglándose, de una manera o de otra. Si Hannah lo rechazaba, él podría quedarse tranquilo, sabiendo que al menos había intentado hacer lo correcto, lo honorable. Si ella lo aceptaba, y se estremeció de sólo pensarlo… la trataría con exquisita amabilidad y respeto, guardando una apropiada distancia en todo momento.

      Y redoblaría sus esfuerzos por encontrar a Quint. Nada más enterarse de las malas noticias sobre el estado de salud de su madre, a través de su médico, se había puesto en contacto con una agencia de detectives de Boston. Con el embarazo de Hannah, su búsqueda se había tornado aún más urgente, Su hermano necesitaba volver a casa y asumir su nueva responsabilidad como padre. Si es que acaso aún seguía vivo.

      Era como si se estuviera hundiendo en una oscura niebla. Lo estaba rodeando, tragándoselo como un pozo de arenas movedizas… Oyó el fragor de unos disparos y el atronador sonido de una explosión. Estaba ascendiendo por una colina de barro, con las botas resbalando en el lodo, los pulmones le estallaban mientras los hombres caían a su alrededor… los compañeros con los que se había entrenado, a los que había aprendido a respetar, incluso a querer. La sangre, los restos de carne y de cerebro salpicándole la cara mientras el joven teniente que lo precedía caía fulminado. Sin tiempo para limpiarse el rostro de sangre, Judd apretó los dientes y continuó subiendo. Cuando pudo ver un objetivo, disparó. Cuando se le acabó la munición, se abrió paso con la bayoneta.

      A su derecha estaba su amigo de la infancia, Daniel Sims. Se habían enrolado juntos y se habían entrenado coco a codo. Judd estaba esforzándose por tenerse en pie mientras veía caer a Daniel, agarrándose la cintura con ambas manos. La sangre resbalaba entre sus dedos. Había recibido un disparo en el vientre, garantía de una muerte lenta y horrible.

      —Mátame, Judd… —los rasgos de niño de Daniel se retorcían de dolor—. Estoy listo. Termina conmigo, por el amor de Dios…

      El revólver reglamentario de Judd seguía en su cartuchera. Sacó el arma.

      —Hazlo, amigo… —la cara de Daniel era una máscara de sufrimiento. Un hilillo de sangre le corría por la barbilla—. Te bendeciré con mi último aliento…

      Judd amartilló el revólver. Su dedo manchado de sangre se tensó sobre el gatillo. Bajó la mirada al rostro de su amigo, desfigurado por una nube de humo. Pero no era a Daniel a quien estaba viendo. Era… a Quint. ¡No!

      Se despertó con un grito de angustia. Las sábanas se le habían enredado en el cuerpo: estaban empapadas de un sudor frío.

      Hannah pasó la mañana ayudando a su madre a hacer la colada. Era un trabajo duro. Primero había que acarrear los cubos de agua de la bomba a la gran caldera de cobre. Luego, mientras el fuego iba calentando el agua, cortar virutas de jabón casero. Una vez que el jabón se disolvía, se ponían a remojar la ropa y las sábanas. El trabajo de Hannah consistía en removerlas con un palo de escoba hasta que el agua se enfriaba lo suficiente para usar la tabla de lavado.

      Hannah y su madre solían turnarse en esa tarea. Mientras una se inclinaba sobre la caldera para lavar las prendas y ponerlas a aclarar, otra escurría cada pieza y la tendía. El proceso les ocupaba toda la mañana.

      Hannah no había descansado bien aquella noche y estaba cansada, pero no se quejaba. Su madre había seguido haciendo la colada hasta el último día de sus numerosos embarazos. Lo mismo se esperaba de ella.

      Mientras ellas lavaban, Annie se encargaba de la cocina y de sus hermanos pequeños. Una vez que Hannah se casara con Judd Seavers, seguramente Annie empezaría a ayudar en la colada mientras que Emma, con trece años, se ocuparía de los niños. Los chicos ayudarían a Soren en los campos hasta que fueran lo suficientemente mayores para llevar la granja o abandonarla para hacer pequeños trabajos fuera, por los que percibirían un ínfimo salario. Tal como estaban las cosas, ninguno permanecería en la escuela después del cuarto año, ni desempeñaría cualquier tipo de trabajo que no fuera manual. Era una perspectiva dura, pero no tenían otra y la aceptaban resignados.

      De alguna manera, decidió Hannah en aquel momento, encontraría una manera de ayudarlos. De mejorar sus vidas.

      Una vez terminada la colada, todavía quedaban muchas cosas por hacer. Hannah buscó un azadón y salió a ayudar a su hermano Peter, de once años, a desbrozar el huerto. Ese día se sentía contenta de trabajar y distraerse con la animada charla de su hermano. La ayudaba a no pensar en la inminente visita de Judd.

      ¿Y si no aparecía? ¿Y si había cambiado de idea? No lo culparía si al final se echaba atrás. Después de todo, ella no le había dado ningún estímulo. Judd sabía, por supuesto, que ella no lo quería. Para ser sincera, ni siquiera estaba segura de que le cayera bien. Pero eso no importaba. Se trataba de un simple arreglo legal, concebido para proteger los derechos de su hijo hasta que Quint regresara. Judd y ella vivirían juntos como dos desconocidos en una casa de pensión, con su madre y la imponente Gretel como carabinas. Un convento de monjas no habría sido más seguro.

      Estaba arrancando las últimas malas hierbas del huerto cuando alzó la mirada y descubrió a un jinete acercándose a la entrada. Pese a que no era más que una silueta recortada contra el sol de la tarde, sabía que era Judd. La reacción de Hannah osciló entre el alivio y la consternación. Había llegado demasiado temprano; ni siquiera le había dado tiempo a lavarse. Tenía el pelo pegado a la cabeza, debajo del feo sombrero de su madre. Y la cara manchada de barro, lo mismo que su vestido.

      Pero… ¿qué importaba la apariencia que pudiera tener? Judd no la estaba cortejando precisamente. La noche anterior le había hecho una oferta clara y directa. Y ahora había vuelto para recibir su respuesta.

      Judd desmontó, abrió la puerta del cercado y metió su caballo. Todavía era temprano; el sol apenas había empezado a descender. La familia seguiría ocupada con las faenas de la tarde. Debería haber esperado a la noche. Pero no importaba; no se quedaría allí mucho tiempo. Lo único que necesitaba era escuchar una sola palabra de Hannah. Un sí o un no.

      Se volvió para cerrar la puerta del cercado. Desde allí podía ver a Hannah, de pie en el huerto, con un sombrero azul en su mano izquierda. Con la otra mano se estaba peinando apresuradamente. El gesto hizo que la tela del vestido se tensara sobre su seno derecho.

      Judd desvió la vista. Tal vez Hannah acabara convirtiéndose en su esposa, pero llevaba en las entrañas un hijo de su hermano. Haría bien en controlar su mirada.

      Hannah lo había visto. Pareció vacilar, protegiéndose los ojos del sol. Luego empezó a bajar la cuesta. Era tan alta como su madre, pero tenía una gracia y una elegancia naturales que no poseía ningún otro miembro de la familia. Sólo mirarla mientras caminaba a su encuentro ya era un placer.

      —Hola

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