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pozo de arenas movedizas.

      Echándose el pelo hacia atrás, contempló el extenso pastizal que separaba el rancho de los Seavers de la granja Gustavson. A lo lejos distinguió a alguien moviéndose: una mancha azul en el aire trémulo, acercándose. Se le hizo un nudo en la garganta al recordar a la chica Gustavson, la novia de Quint, corriendo por el andén detrás del tren en marcha.

      No había vuelto a verla desde aquella mañana. Ni tampoco había vuelto a saber de Quint. Quizá la chica había recibido alguna noticia y quería compartirla con él. Esperó, observándola. Mientras la veía acercarse, se llevó una decepción: no era Hannah, sino la madre de los Gustavson. Caminaba pesada, cansinamente, como si cargara un invisible peso sobre los hombros.

      Para cuando Judd terminó de desensillar el caballo, la señora Gustavson ya había llegado a la puerta principal. Recordando sus buenas maneras, salió a recibirla con la intención de acompañarla hasta la puerta. Incluso desde lejos pudo advertir su expresión de angustia. Estaba llorando, De cuando en cuando se limpiaba con un viejo trapo que le servía de pañuelo.

      Al ver a Judd, se irguió, alzó la barbilla y se guardó el trapo en un bolsillo de su raído vestido. En su juventud, debía de haber sido tan bella como su hija. Pero dos décadas de pobreza, de trabajo agotador y de constante cuidado de sus pequeños le habían pasado factura. Cualquier rasgo de belleza que había poseído se había gastado, descubriendo un fondo de orgullosa dureza escandinava. Por muy pobre que fuera, Mary Gustavson era una mujer con la que había que contar.

      —Buenos días, señora Gustavson.

      —Judd —asintió secamente con la cabeza. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, eran de un azul algo más claro que los de su hija—. Supongo que tu madre estará en casa.

      —Sí. Suele tomar el té en el salón a esta hora. La acompaño hasta la puerta.

      Le ofreció su brazo, pero la mujer ignoró el gesto. Sus ojos estaban clavados en la gran casa de dos plantas, con sus contraventanas blancas y su porche de estilo victoriano. El padre de Judd la había levantado quince años atrás. El verano siguiente, cuando su familia no llevaba más que un año instalada, una estampida de ganado acabó con su vida. Al conocer la noticia, su esposa sufrió un ataque de apoplejía que la dejó inválida.

      Durante los años siguientes, Edna Seavers convirtió aquella casa en un mausoleo para vivos. Judd no podía culpar a Quint de haber querido escapar de allí: él mismo había pensado en marcharse. Pero aquél era su hogar. Lo necesitaban allí, especialmente en aquellos momentos. Y además, no tenía ningún otro refugio cuando lo acometían las pesadillas.

      —¿Ha recibido su hija alguna noticia de Quint? —le preguntó mientras subían los escalones del porche.

      Mary Gustavson no respondió. Estaba tensa, rígida. Su cara había adquirido la estoica expresión de un soldado marchando hacia la batalla. Judd le abrió la puerta, pero ella le apartó la mano, empuñó el pomo y lo hizo girar enérgicamente tres veces, como para anunciar su presencia.

      El suelo de madera del vestíbulo crujió bajo el peso de unos pasos. Se abrió la puerta del fondo y apareció una mujer alta y robusta. Gretel Schmidt llevaba cuidando de Edna desde que sufrió su ataque. También se ocupaba de la cocina y del resto de tareas domésticas. Judd valoraba sus servicios y le pagaba lo suficiente para que no cambiara de trabajo.

      —Gretel, la señora Gustavson ha venido a ver mi madre. Supongo que estará en el salón.

      —Por aquí.

      Gretel la guió por el pasillo. Judd se disponía a salir cuando de repente vaciló. Mary Gustavson no había ido allí por una simple visita de cortesía: algo marchaba mal. Si estaba relacionado con su familia, lo mejor que podía hacer era quedarse. Después de colgar su sombrero en el perchero de detrás de la puerta, siguió a las dos mujeres hasta el salón.

      Los altos ventanales del salón daban al este, ofreciendo una espectacular vista de las montañas. Pero Edna Seavers la había tapado con pesados cortinajes, que cerraban el paso a la luz. Como resultado, la habitación tenía el aspecto lúgubre de una cámara mortuoria.

      Edna estaba sentada en su butaca, leyendo la biblia a la luz de una pequeña lámpara. Su bastón de ébano estaba apoyado en un brazo del sillón. El ataque le había dejado paralizada la parte izquierda del cuerpo. Podía caminar por la casa con ayuda del bastón, pero para salir prefería la digna comodidad de la silla de ruedas.

      La mujer alzó la mirada cuando Gretel entró para anunciar la visita. Sus pequeños y huesudos dedos dejaron la cinta negra en la página que estaba leyendo antes de cerrar el libro.

      —Una tetera de manzanilla, Gretel —ordenó—. Por favor, tome asiento, señora Gustavson.

      Mary Gustavson se sentó en una silla, sin decir nada. Parpadeó varias veces mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

      Judd se instaló en un rincón. No tenía ganas de participar en la escena: sólo quería escuchar y observar.

      —¿Ha sabido algo de Quint, señora Seavers? —Mary hablaba un buen inglés, pero con un fuerte acento noruego.

      Judd casi podía leer los pensamientos de su madre detrás de aquel ceño desaprobador. El té todavía no había llegado, y aquella zafia mujer se había saltado toda cortesía previa para abordar directamente el motivo de su visita.

      Judd gimió para sus adentros al adivinar la razón de aquella visita. Sólo una cosa podía haber llevado a Mary Gustavson a aquella casa.

      —La verdad es que no. Pero… ¿en qué medida habría de interesarle eso a usted?

      La respuesta de Mary confirmó los peores temores de Judd.

      —Nuestra Hannah está embarazada, y no tengo ninguna duda de que su hijo de usted es el padre.

      —¿Cómo puede estar segura? —la voz de Edna destilaba puro ácido—. Por todo lo que usted sabe, su hija pudo haberse abierto de piernas con la mitad de los chicos de este condado. Sólo porque tengamos dinero, y porque Quint no esté aquí para defenderse…

      —¡Hannah es una buena chica! —Mary se había levantado de la silla. Estaba pálida y temblaba—. Si ha perdido su honra es porque amaba a su hijo y él se aprovechó de ella.

      —Mi hijo es un caballero. Nunca se aprovecharía de ninguna niña —Edna dedicó un momento a servirse una taza de la tetera que Gretel había dejado sobre la mesa. Su cara era una máscara impávida, pero le temblaban las manos. Se le derramó un poco de infusión sobre el mantel—. En cualquier caso, usted no tiene ninguna prueba de su acusación. Hasta que Quint no aparezca para responder por sí mismo, no hay que nada que yo pueda hacer al respecto.

      —¡Escríbale una carta! ¡Dígale que tiene que volver a casa!

      Edna volvió a dejar la taza sobre la bandeja de plata, con su contenido intacto.

      —Nadie desea tanto que vuelva Quint como yo. Le he escrito cada semana, suplicándole que renuncie a esa estúpida aventura. Pero no me ha contestado. Ni siquiera sé si ha recibido mis cartas. Así que ya ve usted, señora Gustavson, lo crea o no, tengo las manos atadas.

      —¡Pero es su nieto, carne de su carne y sangre de su sangre! —Mary se retorcía angustiada sus fuertes manos, endurecidas por el trabajo—. Mi Hannah y su Quint se quieren con locura. Es el hombre de su vida, usted lo sabe. Pronto todo el pueblo se enterará del escándalo. ¿Es eso lo que quiere para el hijo de Quint? ¿Que nazca sin tener un padre? ¿Que lo llamen siempre con esa palabra tan horrible?

      Edna se llevó una mano a la garganta.

      —De verdad, señora Gustavson, no entiendo…

      —¡Tiene que traer a Quint de vuelta a casa! ¡Mi hija necesita un marido! ¡Su bebé necesita un apellido!

      Edna se había encogido en su sillón como un animal acorralado.

      —Pero eso no es posible… No sabemos dónde localizarlo.

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