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una toalla.

      Sin embargo, Cluny Brown aún no se había decidido. En el mundo de los Porritt-Trumper donde se había criado, uno no se daba un baño así como así, con tanta ligereza. Había que planearlo de antemano, prestando la debida consideración a cuándo se encendía la caldera y quién más quería bañarse. Y, sobre todo, después hacía falta una muda limpia. Por supuesto, Cluny no había llevado ropa para cambiarse y eso la disuadió. Además, estaba segura de que disfrutaría casi igual aseándose en el lavabo.

      —Solo voy a lavarme —dijo—, pero gracias de todas formas.

      —Es mucho mejor darse un baño —insistió el señor Ames.

      —¿Huelo mal? —preguntó Cluny intranquila.

      Y aquel fue el error del señor Ames. Debería haberle dicho la verdad, que de hecho apestaba bastante, pero no estaba acostumbrado a que la gente se tomase bien la sinceridad.

      —Santo cielo, no.

      —Entonces solo me lavaré —repitió Cluny—. Váyase.

      En la cerradura no había llave, pero eso no la preocupaba porque el señor Ames, claro, ya sabía que ella estaba dentro. Se quitó la parte de arriba del vestido, empezó a baldearse enérgicamente con aquella deliciosa agua caliente y se cubrió de espuma con un maravilloso jabón perfumado de geranios. (El señor Ames, que había vuelto a abrir la puerta sin hacer ruido, no vio nada salvo su espigada espalda de marfil; y Cluny, con los ojos llenos de espuma, no vio al señor Ames.) Aspiró encantada ese aroma dulce y picante, que neutralizó con facilidad el persistente olor del agua estancada del fregadero, y volvió a colocarse el vestido con una justificada satisfacción. Tenía la nariz brillante otra vez, pero por alguna feliz casualidad los artículos de aseo incluían un gran tarro de polvos. Cluny no era de las que perdían la herradura por un solo clavo. Cuando volvió al estudio, el señor Ames, que estaba preparando unos cócteles, la olió antes de verla.

      No habló de inmediato; la oportunidad se presentaba de nuevo (el señor Ames conocía bien esos momentos). Al igual que se había sorprendido antes por la extraña familiaridad con la que Cluny entraba por la puerta de atrás, se sorprendía ahora por la familiaridad con la que venía de su cuarto de baño. La miró detenidamente y luego el hielo tintineó en la coctelera cuando la dejó sobre la mesa.

      —¿Cóctel o té? —le preguntó.

      —Cóctel —dijo Cluny sin vacilar.

      Ames le tendió una copa helada, el primer cóctel que iba a probar Cluny Brown. Era un martini seco y le bajó por la garganta de marfil en un único y prolongado trago.

      —¡Santo Dios! —exclamó el señor Ames—. ¡Eso no se bebe así!

      —Pues la cerveza sí —repuso Cluny sin más.

      Extrañamente conmovido por aquella falta de sofisticación, el señor Ames la hizo sentarse en el diván y esperó, con una inquietud casi paternal, a que llegasen los efectos. No parecía haber ninguno. A su pregunta de cómo se encontraba, Cluny contestó que muy bien y le pidió otra copa para bebérsela como es debido. El señor Ames le sirvió una no muy llena y se puso otra para él y, bajo su dirección, Cluny volvió a intentarlo: iba bebiendo a sorbitos y apoyaba la copa, entre uno y otro, en una mesa baja de café. El diván también era bajo, muy amplio y mullido, con el respaldo lleno de cojines. Cluny se arrellanó a sus anchas, feliz al estar convencida de que, como los cócteles eran al parecer mucho más relajantes que el zumo de naranja, sin duda tonificarían mejor el organismo. El señor Ames se apoyó en un codo y la miró. Ahora le parecía increíble que alguna vez la hubiese considerado fea: solo era capaz de ver la extraordinaria y delicada textura de su piel blanca y el magnífico y nítido contorno de sus párpados sobre aquellos almendrados ojos negros.

      —¿Y su fiesta? —preguntó Cluny de repente.

      —Se quedará usted, claro.

      —¿Cree que debería?

      —Seguro.

      —Muchas gracias.

      El señor Ames se esforzó por contenerse. El deseo que tenía de hacerle el amor era, para entonces, desmedido, pero el tiempo corría en su contra. Algunos de sus amigos podrían llegar en cualquier momento, como esa mujer, Drake, que siempre se presentaba al menos una hora antes para contarle sus problemas. Y para beberse un cóctel como preámbulo y reclinarse, al igual que Cluny ahora, en el amplio diván… El recuerdo fue tan molesto que el señor Ames reconoció, con un escalofrío de placer, uno de los primeros síntomas de un auténtico romance: el deseo de borrar el pasado. Podía permitirse la espera, al menos hasta que terminara la fiesta y Cluny se quedase para ayudarlo a recoger. Para evitar la tentación, el señor Ames se apartó de los cojines y Cluny empezó también a incorporarse creyendo que ya era el momento de dar otro sorbito. La joven se inclinó hacia delante para coger su copa, sus hombros se rozaron y, en ese preciso instante, sonaron unos pasos en la trascocina. Alguien había entrado por la puerta de atrás, alguien que estaría ya en el umbral del estudio, y, recordando la espantosa manía de aquella tal Drake por querer sorprenderlo, el señor Ames se obligó a darse la vuelta con una pálida sonrisa.

      Pero no era la Drake, después de todo. Allí estaba, con cara de pocos amigos, el señor Porritt.

      IV

      Cluny, que en verdad quería mucho a su tío, se levantó de un salto como loca de contenta. El señor Ames también se puso en pie, pero más despacio. Más tarde convertiría todo aquello en una buena historia, pero en ese momento la situación no le hacía ninguna gracia. El señor Porritt tenía un aspecto extrañamente temible.

      —¡Tío Arn! —gritó Cluny—. ¿Has venido por el fregadero?

      El señor Porritt no contestó. En lugar de eso, se acercó a ella, le quitó la copa de la mano, la olió y tiró el contenido al suelo.

      —¡Oiga! —protestó el señor Ames. Era un hombre conocido por su presencia de ánimo, su rápido ingenio y su savoir faire, pero la estampa del fontanero era tal que, en ese momento, las tres cualidades lo abandonaron y solo fue capaz de articular aquella débil exclamación—. ¡Oiga! ¿Qué le ocurre?

      —Esto —replicó el señor Porritt muy serio—. Darle a una muchacha una bebida tan fuerte. Cluny Brown, ven aquí. —Obediente, Cluny dio un paso más hacia su tío. El olor a geranios lo golpeó como una oleada—. ¿A qué has venido a esta casa?

      —Este señor ha llamado porque tenía un atasco en el fregadero.

      —Bien sabes que eso no es asunto tuyo.

      —Creí que podría arreglar un fregadero. Y lo he hecho. ¡Ven a verlo! —dijo Cluny muy orgullosa—. Además, me ofrecía diez chelines.

      —¡Diez chelines! ¿Y tú te lo has tragado?

      Creyendo, aunque se equivocaba, que así demostraría la buena fe del señor Ames, Cluny sacó enseguida el billete. Por suerte, el señor Porritt ni siquiera lo miró y no vio que era una libra; solo se lo quitó de la mano y lo tiró también al suelo. Estaba preparando la pregunta decisiva.

      —¿Te ha hecho algo que yo deba saber?

      —No, creo que no —repuso Cluny.

      La respuesta, tan insatisfactoria para su tío como para el ahora avergonzado señor Ames, no era más que un intento de ajustarse a la verdad: Cluny creía que, en efecto, no había nada que contar, pero lo que pensara su tío era otra cuestión.

      —Entonces coge tu abrigo —dijo el señor Porritt con voz espesa.

      Cluny miró al señor Ames y este último, con tanta indiferencia como fue capaz de mostrar, fue a por él al dormitorio. Mientras abría la puerta, notaba la mirada hostil del fontanero taladrándole la espalda, atravesándolo, posándose (con una sospecha del todo injusta) sobre la cama doble. Injusta ahora, por lo menos, pues los últimos

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