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por cierto —añadió la señora Trumper volviéndose hacia su marido—, te has dejado un desplantador fuera. —Luego agarró el News of the World y se marchó.

      Pasaron unos segundos antes de que el ambiente se tranquilizara de nuevo. Los dos hombres se habían quedado muy quietos, como peces en el fondo de un estanque revuelto. El señor Porritt miró a su cuñado como excusándose y alargó un brazo para coger sus botas.

      —No hace falta que te vayas —dijo Trumper con amabilidad.

      —Será lo mejor —repuso el señor Porritt.

      —Tú haz lo que te parezca bien. Si la joven Cluny te ayuda y puedes mantenerla, no es asunto de Addie.

      —Ya —asintió el otro. Aun así, terminó de atarse las botas—. Pero a ti no me importa decírtelo: estoy preocupado. —Hizo una pausa. Estaba lo del té en el Ritz y había algo más, algo que no había mencionado ni siquiera a la mujer del parque—. La han estado rondando —dijo al fin.

      Trumper silbó.

      —¿Rondando? ¿A Cluny?

      —Dos veces —le aseguró el señor Porritt—, la semana pasada. La primera vez me lo contó ella, la segunda lo vi yo mismo. En High Street, a las puertas de una tienda: Cluny y el individuo en cuestión estaban hablando. Él se largó a toda prisa en cuanto me vio.

      —Apuesto a que sí —dijo Trumper con aire convencido.

      —Cluny dice que estaba mirando los sombreros del escaparate cuando el tipo se le acercó y le preguntó si había algo que le gustara. Cluny dijo que no, que solo estaba pasando el rato. Luego él le dijo que tal vez si iban hasta el West End encontrarían algo mejor. Entonces fue cuando llegué yo.

      —No se le habría ocurrido irse con él.

      —Eso dijo ella. Dijo que quería escuchar un programa en la radio. Lo que no me explico es por qué. No puede decirse que sea guapa…

      —Corriente y moliente —convino Trumper de buena gana. Los dos reflexionaron unos segundos—. Y la otra vez ¿fue el mismo tipo o era otro?

      —Otro. En la puerta del cine.

      —No debería andar tanto por ahí.

      —¿Y qué va a hacer la muchacha? —razonó el señor Porritt poniéndose a la defensiva—. ¿No puede mirar un escaparate? Quizá… No te lo he dicho, pero he estado hablando de Cluny con una señorita y quizá nos estamos equivocando en la manera de tratarla. A lo mejor no hay que atarla tan corto, sino animarla a tomar vuelo o algo así.

      —A Cluny no —aseguró el señor Trumper—. Quien te haya dicho eso es que no la conoce.

      Aquello era tan cierto que el señor Porritt no podía discutírselo. Por un momento, en cambio, guardó un obstinado silencio. La franqueza de esa mujer, justo antes de que los interrumpieran, había hecho mella en él: su actitud hacia su sobrina se había vuelto más flexible que nunca. Estaba dispuesto a hacer algo en su favor, a alterar de algún modo la sólida rutina de su vida en común si era necesario. En el fondo de su cabeza germinaba la idea de que tal vez Cluny debería aprender a escribir a máquina.

      —¡Y esa tontería de las naranjas! —añadió Trumper con retintín.

      —Las ha pagado ella. Y no me importa admitir —dijo el señor Porritt en una repentina aceptación de su debilidad— que, tontería o no tontería, y preocupado como estoy, es un verdadero consuelo saber que está a salvo en casa y en la cama.

      Decía (como siempre) lo que creía que era verdad.

      CAPÍTULO 2

      I

      Que Cluny Brown no estuviera en la cama, y ni siquiera en casa, se debía a la pura diligencia, una cualidad que rara vez se le reconocía. El artículo del periódico hacía mucho hincapié en que el reposo fuera absoluto: persianas bajadas y nada de teléfono. Cluny había cerrado las cortinas, pero no podía evitar que la gente tuviese que llamar a un fontanero y, cuando poco antes de las tres el timbre empezó a sonar, de mala gana (pero con gran diligencia) sacó las largas piernas de la cama y, aún descalza, bajó corriendo las escaleras.

      —¿Diga? —contestó con su peculiar tono grave.

      Le respondió la voz de un hombre, apremiante, brusca, áspera y con ese aire de agravio frecuente en todos los que tienen problemas con el suministro de agua.

      —¿Es el fontanero? Necesito que venga alguien de inmediato.

      —Ha salido —dijo Cluny.

      —¿Y no puede localizarlo?

      Cluny reflexionó. No hacía tiempo para que reventasen las cañerías y ella no tenía intención de interrumpir el descanso dominical de su tío por ninguna calamidad menor.

      —No, no puedo —repuso.

      —¡Santo Dios! —gritó la voz con vehemencia—. ¡Esto es intolerable! ¡Inaudito! ¿Y no hay nadie más? ¿Quién es usted?

      —Cluny Brown —contestó ella.

      Hubo una breve pausa y, cuando la voz volvió a hablar, lo hizo en un tono muy diferente.

      —No es más que la hija del fontanero…

      Cluny, que ya había oído aquello otras veces, colgó y volvió al piso de arriba. Se metió en la cama y se tumbó de nuevo, y empezó a relajarse según las indicaciones: articulación por articulación desde los dedos de los pies hasta el cuello. «Ahora imagine que es un gato persa», decía el artículo del periódico; pero Cluny, cuya imaginación era más concreta que romántica, se sentía más bien como uno de esos cojines con forma de salchicha que algunos vendedores pregonaban por las calles para evitar que entrase aire por debajo de las puertas. Probablemente no importaba… Lo que sí importaba era que, apenas había conseguido llegar a ese envidiable estado, el teléfono volvió a sonar. «Déjalo», pensó Cluny, y continuó con el siguiente paso: vaciar por completo la mente. Solo que no podía por culpa del teléfono. Siguió sonando y sonando hasta que al final no le quedó más remedio que levantarse y contestar de nuevo.

      —¿Señorita Brown? —dijo la voz—. Por favor, acepte mis disculpas.

      —¿Y para eso me ha sacado de la cama? —vociferó Cluny indignada.

      Una vez más, se hizo un silencio. De haber estado escuchando, el señor Porritt se habría compadecido de la persona que estaba al otro lado de la línea. Cuando llamas a un fontanero, no te esperas… Bueno, no te esperas a Cluny.

      —¡Cielos! —exclamó la voz con consideración—. ¿Está enferma? ¿Quiere que le lleve un poco de vino?

      —No es el vino, son las naranjas.

      —¿El qué?

      —La cura. Pero no estoy enferma. —Habiendo llegado tan lejos, Cluny creyó mejor aclararlo todo—. Te quedas veinticuatro horas en la cama bebiendo solo zumo de naranja, aunque supongo que si las chupas es lo mismo, y el cuerpo entero se tonifica de maravilla.

      —Parece que ya está usted mejor —observó la voz.

      —Me siento mejor —convino Cluny.

      —¿Y no estará lo bastante bien para pasarse por aquí y ver qué le ocurre al fregadero?

      Cluny vaciló. De hecho, se sentía muy bien. Allí de pie, con su camisón de algodón, en la corriente de aire, descalza sobre el linóleo sin alfombrar, se sentía extraordinariamente bien, en conjunto, salvo por una herida que tenía en el labio superior de tanto chupar naranjas. ¿Podría ser que la cura ya hubiese hecho efecto? Y si era así, ¿no debía cumplir con su deber para con el negocio y tal vez conseguir un cliente nuevo para su tío? Un fregadero no parecía nada grave; estaría atascado, lo más probable, y nadie habría tenido

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