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el estilo—, y se dio la vuelta en la cama. También habría podido ser un fragmento de anuncio. Como mucho, dos segundos, probablemente en do mayor, la madre de todas las tonalidades, la familia nuclear de las escalas musicales, el incorrupto centro heteronormativo de toda la música occidental, solo notas blancas y, encima, 4/4. Después sonaron unos sonoros tonos en el timbre. Son las siete horas. A continuación, ofrecemos las noticias.

      Y atiza.

      Si usted hubiera tenido empuje para poner el radiodespertador en zumbido antes de irse a dormir, lo habría hecho, sin duda, y habría evitado las noticias de la mañana. Sintió cosas diversas, lo comprobó en los mapas estelares e hizo que le leyeran la mano, pero en realidad no era la primera vez que sucedía algo y a veces el mundo es sencillamente demasiado automático y nadie puede pensar en todo.

      En cuanto oye el nombre de elle —elle es uno de sus retoños, ya no sabe si llamarle hijo o hija, porque el idioma no se ha adaptado del todo a la realidad y Hans Blær se niega a echarle una mano, algunos dicen bur, que es como criatura, pero para usted esa no es una palabra normal—, extiende el brazo hacia la mesita, aprieta el botón de snooze y vuelve a cerrar los ojos como si de otro modo se le fueran a salir del cráneo. Pero solo después de oír lo que sigue:

      «La policía de Reikiavik busca a Hans Blær, estrella de los medios de comunicación, en relación con una investigación sobre Samastaður, el centro de acogida para víctimas de violación, iniciada a raíz de una acusación anónima. Se sospecha que…».

      Y luego, nada más. Radio silence. Al menos en esta habitación. Porque usted fue incapaz de hacer nada más. El contador llegó al tope hace mucho y la vida de usted era ya un permanente ataque de nervios por culpa de esa bendita niña y de todo lo que esa bendita niña se había dedicado a hacerles a usted y al mundo. Usted había dormido, como mucho, cinco horas.

      Imaginar que elle había sido en tiempos el ojito derecho de su padre y la persona favorita de su madre. Usted le maldijo a media voz, volvió a cerrar los ojos con la esperanza de que el sueño consiguiera apoderarse de usted de nuevo antes de que terminara la pausa del despertador. Para que las preocupaciones se marcharan volando y fueran sustituidas por un mundo de otra especie, por fantasías de otra especie, un poco más relajadas. Las noticias habían terminado cuando la radio volvió a conectarse con un chasquido. Ragnar Bjarnason cantaba Allá en Hamraborg. Usted abrió los ojos con prudencia, levantó los párpados como si fueran pesadísimas persianas metálicas. Allá en Hamraborg no es una canción más larga de lo debido y cuando terminara era de esperar que volviera a empezar «el debate». No sería la primera vez que Hans Blær monopolizaba las ondas.

      Se incorporó en la cama, pasó la mirada, confusa, a su alrededor y se frotó los ojos. Le apetecía seguir durmiendo, pero sabía que intentarlo no serviría para nada. Las mujeres de la edad de usted no vuelven a conciliar el sueño nunca, eso se queda para la gente joven.

      Al lado de la cama estaban sus ropas amontonadas, menos la blusa que, por algún motivo, había tenido el cuidado de colgar en una percha. Se puso los mismos calcetines del día antes y tampoco se cambió de bragas, metió las piernas directamente en los pantalones del chándal en vez de los vaqueros, porque no tenía intención de salir, se puso en pie, se abrochó y cogió la blusa azul pálido.

      —Es un asunto increíble que algo así pudiera estar pasando durante años —tronó de pronto desde el radiodespertador. Era una voz femenina. Usted se ató deprisa los cordones.

      —Sí —respondió un varón—. No sé qué decir. No encuentro palabras.

      —Como la nación entera, Rúnar. La nación no encuentra palabras.

      —No tenía una opinión clara sobre ese…, pero vaya.

      —¿Sobre Hans Blær?

      —Hans Blær, sí, su majestad.

      —Su majestad.

      —Sí, pero ¿qué hay que hacer, Sigga? ¿Qué hay que decir de él?

      —De elle. Hay que decir elle, de elle, a elle.

      —No, no lo dirás en serio.

      —Elle no puede haberlo decidido por su cuenta.

      —Tampoco es eso a lo que me refiero. Me refiero a eso de Samastaður.

      —¿No sería mejor que pusiéramos otra canción?

      —Habrá que discutir el asunto.

      —No podemos discutir un asunto del que no sabemos nada.

      —Ese hombre, si se trata de un hombre, un humano, claro…, ¿los no binarios son personas?

      —Yo no estoy segura ni de que las mujeres sean personas.

      —… ¿Qué le puede haber pasado a ese tío?

      —A elle. Qué le puede haber pasado a elle, Rúnar.

      —Lo siento, me espanta lo horroroso que es todo esto. Ese tío acoge a esas chicas…

      —Rúnar, en serio, este no es el lugar adecuado para…

      —Pero claro que lo es, espera, espera. Acoge a esas chicas bajo sus alas protectoras. Ellas acuden a él. Son víctimas. Ya las han violado al menos una vez. Y él les da…, cómo se llama…

      —Propofol.

      —Sí, ese tío les da el Pro… Propo…

      —Propofol.

      —Y ellas se quedan traspuestas. Y luego, según dicen, ¿ese tío se dedicaba a follárselas mientras estaban desmayadas?

      —¿No sería mejor poner una canción?

      —Y luego, ese tío sale con que todo lo hace por ellas. Que eso las refuerza.

      —Empodera.

      —Sí, eso. Las empodera. Que es un tipo de tratamiento. ¿O estoy desvariando?

      —No. No, no. No creo. Ellas participan.

      —¡Claro! Se dejan violar tranquilamente en esa especie de tratamiento. Con un pene fabricado en alguna operación.

      —No sé qué tiene eso que ver con el asunto, Rúnar. Elle no es más que una persona, independientemente de lo que haya pasado en Samastaður. El pene de elle, si es que tiene pene, cosa que creo que no se ha publicado en ningún sitio, es tan válido como el tuyo.

      —De vez en cuando pienso que el hermafrodita ese no es más que cualquier otro individuo. Él, ella o elle, o simplemente ello, ha echado a perder…

      Usted encerró la radio en el dormitorio sin apagarla y las voces se amortiguaron lo suficiente para que no pudiera distinguir las palabras. El hombre de la radio siguió loco de furia unos minutos más. Finalmente llegaron a la cocina las notas de Strange fruit. Usted se tomó un segundo de descanso al lado del fregadero y abrió con dificultad la cafetera, la llenó de agua y alargó el brazo para coger la lata del café. Era gris claro con seres negruzcos: algún tipo de personajes grabados que rodeaban la lata entera. Llenó el filtro, lo puso en la parte de abajo y volvió a enroscar la parte de arriba. Cuando abrió el gas no pudo evitar, por un brevísimo instante, que la asaltara la idea de dejar que inundara toda la casa. Que la vida se apagara o ardiera en llamas según las circunstancias; usted no sabe cómo funcionan estas cosas. Pero el sistema de encendido era automático y antes de darse ni cuenta la cocina se había prendido. Una vez más había sobrevivido usted.

      Maldita sea.

      La vela parpadea más cuando está a punto de apagarse, como si sufriera una repentina desesperación. Hans Blær busca a tientas el manillar en la oscuridad, abre el cajón del escritorio barnizado de marrón, saca una vela nueva y coge la palmatoria, mete el culo de la vela en la masa de cera caliente y la sujeta hasta que queda firme, y enciende la luz, que es tan miserable como la que acaba de apagarse, pero que ilumina el mundo,

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