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Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene
Читать онлайн.Название Las leyes de la naturaleza humana
Год выпуска 0
isbn 9786075278360
Автор произведения Robert Greene
Жанр Сделай Сам
Серия Biblioteca Robert Greene
Издательство Bookwire
La habilidad empática: volverse empático implica un proceso, como cualquier otra cosa. A fin de cerciorarte de que avanzas y mejoras en tu capacidad para comprender a la gente en un nivel más profundo, necesitas retroalimentación. Ésta puede llegar en una de dos formas: directa o indirecta. En la forma directa, interrogar a la gente acerca de sus pensamientos y sentimientos, para hacerte una idea de si tus conjeturas fueron correctas. Haz esto con discreción y sobre la base de cierto nivel de confianza; podría ser una medida muy atinada de tu habilidad. Después está la forma indirecta: percibes más afinidad y el modo en que te han funcionado ciertas técnicas.
Para trabajar en esta habilidad, ten en mente varias cosas: cuantas más numerosas sean las personas con que interactúes frente a frente, mejor. Y entre mayor sea su variedad, tu habilidad será más versátil. Asimismo, persigue una sensación de flujo. Nunca conviertas en juicios tus ideas sobre la gente. En un encuentro, fíjate cómo cambia la otra persona en el curso de la conversación y el efecto que ejerces en ella. Mantente alerta. Ve interactuar a los demás con otras personas aparte de ti; suelen adaptarse al individuo con el que tratan. No te centres en categorías sino en el tono emocional y el estado de ánimo que la gente te transmite, y que cambian sin cesar. Cuando mejores en esto, descubrirás más señales sobre la psicología de los otros. Percibirás más. Mezcla continuamente lo visceral con lo analítico.
Ver adelantos en tu nivel de habilidad te animará y motivará a llegar más lejos. Vivirás en general más tranquilamente, porque evitarás conflictos y malentendidos innecesarios.
El principio fundamental de la naturaleza humana es el ansia de ser apreciado.
—WILLIAM JAMES
CUATRO EJEMPLOS DE TIPOS NARCISISTAS
1. El narcisista de control absoluto. En la etapa temprana de su periodo como primer ministro de la Unión Soviética, José Stalin (1878-1953) causaba muy buena impresión en casi todas las personas que empezaban a tratarlo. Aunque era mayor que buena parte de sus lugartenientes, les pedía que lo tutearan. Se mostraba muy accesible incluso entre los funcionarios de bajo rango. Escuchaba con tal intensidad e interés que penetraba con los ojos y parecía captar las dudas y pensamientos más profundos. Sin embargo, su principal rasgo consistía en hacer sentir importantes y parte del círculo íntimo de revolucionarios a sus interlocutores. Les rodeaba los hombros con un brazo cuando se despedía de ellos en su oficina y siempre terminaba sus reuniones con una nota íntima. Como tiempo después escribiría un joven, quienes lo trataban “ansiaban verlo de nuevo”, porque “les hacía sentir que ya los unía a él un lazo indestructible”. En ocasiones se mostraba un poco distante de sus cortesanos, y eso los volvía locos; luego recuperaría su buen humor, y volverían a gozar de su afecto.
Parte de su encanto residía en el hecho de que personificaba la Revolución. Era un hombre del pueblo, tosco y algo rudo, pero con quien un ruso promedio podía identificarse. Y antes que nada, podía ser muy gracioso. Le gustaba cantar y contar chistes picantes. Con estas cualidades, no es de sorprender que haya amasado poder poco a poco y asumido por completo el control de la maquinaria soviética. No obstante, al paso de los años y cuando su poder aumentó, dejó ver otro lado de su carácter. Su aparente amabilidad no era tan sencilla como parecía. Quizá la primera señal significativa de esto en su círculo íntimo fue el destino de Serguéi Kírov, poderoso miembro del Politburó, gran amigo y confidente de Stalin desde el suicidio de la esposa de éste, en 1932.
Kírov era un entusiasta, un hombre sencillo que hacía amigos con facilidad y era capaz de reconfortar a Stalin, pero que empezó a volverse demasiado popular. En 1934, varios líderes regionales se acercaron a él para hacerle un ofrecimiento: ya no soportaban el trato brutal que confería Stalin a los campesinos; instigarían un golpe de Estado y deseaban que Kírov fuera el nuevo primer ministro. Éste no quebrantó su lealtad: le reveló el complot a Stalin, quien se lo agradeció mucho, pero desde entonces cambió de actitud hacia él, a una frialdad nunca antes vista.
Kírov comprendió el predicamento en el que se hallaba: le había hecho saber a Stalin que no era tan popular como creía y que otro era más apreciado que él. Sintió el peligro en que se encontraba e hizo cuanto pudo para aplacar la inseguridad de Stalin. En apariciones públicas mencionaba su nombre más que nunca, sus elogios se volvieron más excesivos. Esto sólo acrecentó la desconfianza de Stalin, como si Kírov se empeñara demasiado en encubrir la verdad. Kírov recordó que en el pasado había hecho muchas bromas procaces a expensas de Stalin; en su momento, había sido una expresión de su proximidad, pero ahora Stalin veía esas bromas bajo una luz distinta. Kírov se sintió atrapado e indefenso.
En diciembre de 1934, un pistolero solitario lo asesinó fuera de su oficina. Pese a que nadie pudo implicar directamente a Stalin, era casi indudable que esa muerte había tenido su aprobación tácita. En los años siguientes, todos los amigos de Stalin fueron arrestados, lo que condujo a la gran purga dentro del partido gobernante de fines de la década de 1930, en la que cientos de miles perdieron la vida. A casi todos sus principales lugartenientes se les arrancaron confesiones bajo tortura; Stalin escuchaba con atención los relatos de los torturadores sobre la desesperación que habían mostrado sus otrora valientes amigos. Él se reía cuando se enteraba de que algunos de ellos habían caído de rodillas y suplicado entre lágrimas que se les concediera una audiencia con el líder para pedir perdón por sus pecados y salvar su vida. Esta humillación parecía deleitarle.
¿Qué le había pasado? ¿Qué había hecho cambiar a ese hombre antes tan sociable? A sus amigos más próximos podía mostrarles todavía un afecto sincero, pero en un instante se volvía contra ellos y precipitaba su muerte. Otros rasgos extraños saltaban a la vista ahora. Stalin era por fuera sumamente modesto, la encarnación del proletariado. Si alguien sugería que se le rindiera tributo público, reaccionaba molesto; proclamaba que un individuo no debía ser objeto de tanta atención. Aun así, su nombre e imagen aparecían por todos lados. El periódico Pravda publicaba información de todo lo que hacía, lo que rayaba casi en el endiosamiento. En un desfile militar, un grupo de aviones voló en formación para componer el apellido del líder. Él negaba tener cualquier participación en ese creciente culto a su personalidad, pero no hacía nada para detenerlo.
Ahora era común que hablara de sí mismo en tercera persona, como si se hubiera convertido en una fuerza revolucionaria impersonal, y por tanto infalible. Si en un discurso pronunciaba mal una palabra, todos los demás oradores debían pronunciarla así. “Si yo la hubiera dicho bien”, confesó uno de sus principales lugartenientes, “él habría pensado que lo corregía.” Y esto podía ser un acto suicida.
Cuando fue un hecho que Hitler se preparaba para invadir la Unión Soviética, Stalin procedió a supervisar cada detalle del esfuerzo bélico. Reprendía una y otra vez a sus colaboradores por relajar sus afanes: “Soy el único que hace frente a todos estos problemas. […] ¡Me han dejado completamente solo!”, se quejó en una ocasión. Pronto, muchos de sus generales se sintieron en un dilema: si decían lo que pensaban, él podía ofenderse, pero si cedían a su opinión se encolerizaba. “¿Qué sentido tiene hablar con ustedes?”, reprochó una vez a un grupo de generales. “A todo lo que digo, contestan: ‘Sí, camarada Stalin; desde luego, camarada Stalin…es una sabia decisión, camarada Stalin’.” Enfurecido por sentirse solo en el esfuerzo bélico, despidió a sus generales más competentes y experimentados. Él mismo vigilaba cada detalle de la guerra, hasta la forma y el tamaño de las bayonetas.
En poco tiempo se convirtió en cuestión de vida o muerte para sus lugartenientes descifrar con tino sus estados de ánimo y caprichos. Era decisivo no provocar su ansiedad, que lo volvía peligrosamente impredecible. Había que mirarlo a los ojos para que no diera la impresión de que se le ocultaba algo, pero si se le miraba demasiado tiempo se sentía nervioso y cohibido, una combinación