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arreglo distinto. Para nada relacionado ni con tu nombre ni con tu dirección. De hecho bastante confuso en cuanto a lo que sucedió exactamente. Yo quería algo de misterio alrededor. Sus jefes van a creer que hay un mensaje, pero no van a estar seguros de parte de quién. Van a pensar que los albaneses, lo más probable. No tú, desde luego.

      —¿Qué les sucedió a los hombres?

      —Fueron parte del mensaje. Como diciendo esto es América. No envíes a un imbécil que en su última aparición salió séptimo en las peleas de fondo de algún club de lucha en un sótano de Kiev. Al menos tómatelo en serio. Muestra un poco de respeto.

      —Vieron tu cara.

      —No la van a recordar. Tuvieron un accidente. Quedaron todos estropeados. Van a perder una o dos horas de la memoria. Amnesia retrógrada, le llaman. Bastante común, después de un trauma físico. Es decir, si no mueren antes.

      —¿Entonces está todo bien?

      —No realmente —dijo Reacher.

      —¿Qué más?

      —Esta no es gente razonable.

      —Lo sabemos.

      —¿Cómo les van a devolver el dinero?

      No respondieron.

      —Necesitan veinticinco mil dólares, en una semana a partir de ahora. No se pueden retrasar. También me mostraron fotos. Las de Fisnik no pueden haber sido peores. Necesitan alguna clase de plan.

      —Una semana es mucho tiempo —dijo Shevick.

      —No realmente —dijo Reacher otra vez.

      —Podría llegar a suceder algo bueno —dijo la señora Shevick.

      Nada más.

      Reacher dijo:

      —De verdad me tienen que decir qué es lo que están esperando.

      Tenía que ver con su hija, inevitablemente. La mirada de la señora Shevick deambuló por las fotos de la pared mientras contaba la historia. Su hija se llamaba Margaret, abreviado a Meg desde la infancia. Había sido una niña brillante y feliz, llena de encanto y energía. Le encantaban los otros niños. Le encantaba el jardín de infantes. Le encantaba la escuela primaria. Le encantaba leer y escribir y dibujar. Sonreía y parloteaba todo el tiempo. Podía convencer a cualquiera de que hiciera cualquier cosa. Le podría haber vendido hielo a los esquimales, dijo su madre.

      También le encantó la escuela secundaria, en todas sus etapas. Era popular. Les caía bien a todos. Montaba obras de teatro y cantaba en el coro y corría en el equipo de atletismo y nadaba. Se recibió, pero no fue a la universidad. Era buena en los estudios, pero esa no era su principal fortaleza. Tenía el don de gentes. Necesitaba ir de acá para allá, sonriendo, charlando, encantando a las personas, haciéndolas hacer lo que ella quería, para ser sinceros. Le gustaba tener un propósito.

      Consiguió un empleo básico como vocera empresarial, y rebotó por toda la ciudad de una oficina de relaciones públicas a otra, haciendo para establecimientos locales cualquier cosa para la que tuvieran presupuesto. Trabajaba duro, y consiguió reconocimiento, y la ascendieron, y para cuando tenía treinta años ganaba más dinero del que su papá jamás hubiera hecho como maquinista. Diez años después, a los cuarenta, le seguía yendo bien, pero sentía que su trayectoria se había ralentizado. Su aceleración se había embotado. Podía ver el techo por encima de ella. Se sentaba en su escritorio y pensaba: ¿esto es todo?

      Decidió que no. Quería un último gran logro. Más grande que grande. Estaba en el lugar equivocado, lo sabía. Se iba a tener que mudar. San Francisco, probablemente, donde estaba el dinero de la tecnología. Donde se necesitaban personas para explicar las cosas complicadas. Antes o después iba a tener que ir allí. O a Nueva York. Pero no se decidía. El tiempo pasó. Entonces, asombrosamente, San Francisco fue a ella. Por así decir. Más tarde supo que había un juego perpetuamente en curso, alimentado por personas de bienes raíces y contadores del sector de tecnología, en el que el premio era prever de manera correcta cuál sería el Silicon Valley que viniera después del siguiente. Con el objetivo de entrar antes. Por algún motivo su ciudad natal cumplía con todos los requisitos secretos. En plena revitalización, la clase correcta de personas, los edificios correctos, y energía eléctrica, y velocidad de internet. Los primeros exploradores ya andaban husmeando.

      Meg consiguió que un amigo de un amigo la presentara a un tipo que conocía a un tipo, que arregló una entrevista con el fundador de un nuevo emprendimiento. Se encontraron en una cafetería del centro de la ciudad. Tenía veinticinco años y acababa de bajar del avión que lo había traído de California. Una especie de genio de las computadoras nacido en el extranjero. Con algo nuevo que tenía que ver con software médico y aplicaciones en los teléfonos de la gente. La señora Shevick admitió que nunca había estado del todo segura de qué era el producto, salvo que sabía que era la clase de cosa que hace rica a la gente.

      A Meg le ofrecieron el trabajo. Vicepresidenta superior de Comunicaciones y Asuntos Locales. Era una empresa emergente primeriza con la tinta fresca, por lo que el salario no era grandioso. No mucho más de lo que ya estaba ganando. Pero había un paquete entero gigante de beneficios. Acciones, un plan de jubilación astronómico, un plan de salud de los mejores, una cupé europea para manejar. Más cosas raras de San Francisco como pizza gratis y golosinas y masajes. Le gustaba todo. Pero por lejos las acciones eran lo más importante. Un día podía ser multimillonaria. Literalmente. Así era como sucedían estas cosas.

      Al principio anduvo bastante bien. Meg hizo un gran trabajo haciendo que los tambores no dejaran de redoblar, y dos o tres veces durante el primer año pareció que podían llegar a la cima. Pero no fue así. No precisamente. El segundo año fue lo mismo. Todavía brillante y glamoroso e innovador y la próxima gran cosa, pero no pasó nada. El tercer año fue peor. Los inversores se pusieron nerviosos. El caudal de dinero que ingresaba se redujo mucho. Pero no flaquearon. Alquilaron dos pisos de su edificio. No más pizza ni golosinas. A las camillas de masajes las plegaron y las guardaron. Trabajaron más duro que nunca, lado a lado en espacios reducidos, todavía decididos, todavía seguros.

      Entonces a Meg le dio cáncer.

      O, más exactamente, descubrió que tenía cáncer desde hacía aproximadamente seis meses. Había estado demasiado ocupada como para ir al médico. Pensaba que el peso que estaba perdiendo era porque estaba trabajando demasiado duro. Pero no. Era un mal diagnóstico. Era un cáncer agresivo, y estaba bastante desarrollado. El único rayo de esperanza era un puñado de tratamientos nuevos. Eran caros y exóticos, pero las pruebas habían sido prometedoras. Parecían funcionar. Su tasa de éxito estaba aumentando. No había otra opción, dijeron los doctores. Se despejaron las agendas y a Meg le dieron turno para la primera sesión a la mañana siguiente.

      Que fue cuando empezaron los problemas.

      —Algo fallaba en su cobertura —dijo la señora Shevick—. No podían ingresar su número de cuenta. Se estaba preparando para quimioterapia, y había gente que entraba y salía preguntándole su nombre completo y la fecha de nacimiento y el número del Seguro Social. Fue una pesadilla. Estaban al teléfono con la aseguradora, y nadie sabía qué era lo que estaba pasando. Podían ver su historial y sabían que ella era cliente. Pero el código no autorizaba. Hacía aparecer un mensaje de error. Decían que era un problema del sistema. Nada importante. Decían que al día siguiente estaría solucionado. Pero el hospital decía que no podíamos esperar. Nos hicieron firmar un formulario. Decía que nosotros pagaríamos los gastos si la aseguradora no respondía. Decían que era solo un formalismo. Decían que hay problemas de sistemas todo el tiempo. Decían que todo se iba a arreglar.

      —Imagino que no fue así —dijo Reacher.

      —Llegó el fin de semana, lo que eran dos sesiones más, y después ya era lunes, y entonces nos enteramos.

      —¿Se enteraron de qué? —preguntó Reacher, aunque tuvo la sensación de que lo podía adivinar.

      La señora Shevick negó con la cabeza y suspiró y agitó la mano frente

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