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almas ya no vuelan, se quedan vagando en la tierra, habitan en nuestros sueños y no volvemos a dormir tranquilos. Anidan también en la tierra abandonada que se va secando y no vuelve a dar frutos. Y se agazapan entre los que huimos hacia las ciudades donde nos asfixiamos y morimos con los ojos saltones en medio de un desierto. Sí –se dijo Noemi con el recuerdo de aquellas narraciones atormentándola–, son los buitres llevando por los aires las almas de los muertos”.

      Elena la tiró de la camisa. En silencio reanudaron la marcha, cada imagen del horror que Noemi vivía, aumentaba el temor por sus hijos.

      —Creo que pronto saldremos de aquí; la música es apenas un murmullo y ya no se ven gallinazos –dijo Noemi, animándose a sí misma, pues el cansancio ya había casi consumido sus fuerzas.

      —Los gallinazos se quedaron atrás y los muertos –agregó Elena–. Todos los muertos, todos muertos.

      —¡No pienses ahora en eso! Salgamos de este infierno, ya no puedo más. Busquemos un lugar para pasar la noche. Mañana estaremos recuperadas y ojalá nos podamos ir bien lejos de aquí –dijo Noemi y caminó hacia a un rancho que divisó en la distancia.

      Agazapadas sobre la hierba permanecieron atentas. Nadie salía ni llegaba. No se escuchaba ningún ruido y todo parecía abandonado. Esperaron a que cayera la tarde y cuando ya estaba oscureciendo, Noemi se acercó. La puerta principal estaba cerrada desde afuera con una tranca; la empujó y entró en la habitación. Se veían objetos tirados por el piso de tierra. Pocillos con café a medio consumir, un catre de lona revolcado junto a la ventana, un viejo y desvencijado armario con los cajones abiertos y una caja de madera que parecía hacer las veces de mesa de noche, sobre la que había un portarretratos desbaratado y vacío. No podía dejar de mirar conmocionada unas tres puntá viejas que estaban en el piso, con el cuero torcido y las huellas gastadas de quien durante mucho tiempo las usó, y ya no estaba allí –acaso ya no estaría en ningún lugar– pero su presencia palpitaba en el aire. Y la intimidad llena de presencias que invadían su mente le producía a Noemi pudor por haber ingresado al drama que intuía. Casi sentía sobre la piel el miedo que se había vivido. Lloró con desesperanza. Allí estaba la historia de muchos seres humanos. Una casa igual había sido en otro tiempo, en su infancia, ámbito sangriento y brutal. Acariciaba las mantas raídas, mientras en el portarretratos se imaginaba la foto amarillenta de su madre y sus abuelos.

      Noemi trajo a Elena y se dispuso a refrescarla con agua que había encontrado en una caneca, y Elena, que desde hacía años se bañaba sola, se dejaba hacer con timidez. Pensó en su mamá, que siempre la había bañado de pequeña en el solar, bajo el árbol que crecía cerca del fogón de piedra. Observó el catre de lona, recordó que muchas veces se quedaba dormida en la cama de su madre y amanecía a su lado, arrebujada en su calor. Noemi observaba esa mirada vaga y perdida, y sabía que estaba atrapada en los recuerdos, como ella en la memoria de sus hijos cuando los bañaba desnudos al aire libre, en el pasto frente a su casa en Trujillo. Permaneció con el pañuelo escurriendo agua sobre su vestido, hasta que de manera mecánica, comenzó a limpiarse ella también.

      Elena se tendió sobre el camastro y se durmió inmediatamente. La noche era clara, plena de estrellas que brillaban intermitentes. Noemi se sentó en una banqueta que recostó contra la pared de bahareque y se dispuso a esperar el amanecer. Escuchaba los grillos y los ruidos que hacen los animales en la noche. Sabía diferenciarlos perfectamente de aquellos que hacen los hombres cuando se desplazan sin querer ser escuchados; mientras pudiera oír el viento y a los animales se sentía tranquila, y aquella calma momentánea la hundió en un sueño profundo que duró varias horas. Un sonido extraño la despertó, entró sigilosamente en la casa y buscó un cuchillo en una gaveta desvencijada de la cocina. Con cuidado se dirigió hacia el lugar donde se producía el ruido. Giró sobre uno de los costados de la choza y vio una gallina que picoteaba un cartón. Entonces, se abalanzó y la cogió; sin contemplación, con pericia, le torció el pescuezo y la colgó con el pico hacia la tierra. Nacía el alba y bajo su tenue luz despresó al animal que puso a cocinar en un fogón de leña.

      La belleza se despejaba y a medida que el sol se elevaba, iluminaba una topografía de pequeños montes ocultos por nubes de bruma que descendían sobre la sabana verde; esta era una tierra fértil y hermosa. “Por eso –pensó– los destierran y los matan. Y también, por ese odio viejo, ancestral y rancio, enquistado en el alma”.

       CAPÍTULO 2

       EN NINGUNA PARTE EN LA TIERRA

      El silencio es aplastante sobre el sonido de los pasos que rascan el pavimento, el choque de ollas o el canto desafinado de alguna gallina encerrada en una caja. Las personas se desplazan agobiadas por el sol inclemente y por la inmensa amargura, la cólera y el dolor. Algunos van solos, otros en pequeños grupos y otros más rezagados se apartan como si no desearan compañía. Parece un largo cortejo fúnebre en el que cada uno lleva a sus muertos sostenidos por el mutismo. Entre la crueldad y las carcajadas soeces asesinaron también las palabras y su sentido se derramó, purpúreo, hacia la tierra. Cada súplica por la vida desataba una patada, un balazo, cada llamada a la compasión una puñalada o una bolsa en la cabeza cerrando la respiración y cada negación de las acusaciones encendía el zigzagueo aterrador de la motosierra sobre la víctima. No hablan, solo se desplazan cargados con los bártulos que lograron rescatar de aquellas noches salvajes.

      Algunos caminan con viejos enseres a sus espaldas, otros no lograron rescatar nada, pero todos se inclinan agobiados por la incertidumbre que labran con cada paso. Llevan la miseria en sus rostros y el temor dentro de sí mismos. Es una masa aterrorizada que emprende un camino sin hacia dónde, un montón de humillados con sus muertos habitando en sus mentes. Parecen un error en medio de aquel paisaje, una turba ensimismada donde nadie habla con nadie, donde ninguno dice nada. ¿Para qué? Durante esas interminables noches de violencia y espanto, aprendieron que si lo hacían morirían, que de todos modos serían asesinados: si negaban las acusaciones de las bestias humanas era irremediable su condena y si lo afirmaban les acontecía, igualmente, una muerte terrible. Tienen los ojos vacíos, pero en aquellos rostros hay un hogar destrozado, una familia perdida, un amor torturado, y todos llevan a sus muertos arropados con el silencio, la humillación y el desprecio por sí mismos.

      Algo falta: los perros curioseando y oliendo todo, moviendo sus rabos entre las piernas de sus amos o alejándose para perseguir algún ave hasta hacerla levantar el vuelo. Ningún perro los acompaña, los extrañan también a ellos. Cuando esas jaurías humanas ingresan a los pueblos, los perros son los primeros en ser degollados para que no alerten a los pobladores. Esos hombres llevan, además, la orden de matar a todos los jóvenes y dejar a los ancianos y a algunos niños vivos, a los unos para que narren el horror y a los otros para que lo guarden en su memoria. Tampoco van con sus vacas, burros o caballos, huyeron o se los robaron. Un pueblo sin animales es un pueblo medio muerto. Un ser humano sin un animal, un campesino sin un perro, está íngrimo en el mundo. Allá quedaron junto a los cuerpos destrozados, destrozados también ellos. Aquí caminan los cuerpos de almas desamparadas, sin siquiera un perro de compañía.

      Es una multitud arrancada de esa tierra que aun lleva entre las uñas mezclada con sangre, desplazada de las imágenes que asombraron sus ojos y de la música que animó sus cuerpos. Un pueblo extirpado de sus amores, de sus costumbres. Todo está roto, llevan la sombra a sus espaldas, que pronto obnubilará sus ojos ya sin amor, ya sin ninguna esperanza. Piensan en sus casas cerradas inútilmente, en sus animales huidos del espanto, perdidos, y en cuanto han abandonado. Les pesa una vida sin futuro y los dobla la enorme culpa, que sin razón, llevan en sus almas como furiosas Erinias, que los asedian con el olor de los cuerpos insepultos, alimento de los animales carroñeros. Son víctimas que se sienten culpables, ellos que no han hecho nada, ellos que no pudieron hacer nada, además de enterrar a algunos muertos, o lo que quedaba de ellos, almas errantes pegadas a la vergüenza de haber sobrevivido.

      Noemi y Elena caminaban también silenciosas. Desde el rancho que les había servido de refugio escucharon el sonido de pasos arrastrados, y luego, sobre el fondo del cerro, vieron a los errantes aparecer en la carretera. Se sumaron, temerosas de encontrar algún retén de los paramilitares o del regreso del helicóptero, caminaban en el extremo recostado

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