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que se abrían paso en varias direcciones. Corrió hasta alcanzar el cementerio. Allí se detuvo y volvió a mirar hacia el pueblo donde se escuchaban ya los primeros disparos y una gritería que interrumpió la alegría y desangró la música sumiendo a la gente en un pánico que poco a poco les cerró las bocas.

      Caminó durante dos días y tres noches casi sin detenerse, ahorrando agua y comida. Se sentía deprimida: con el recuerdo la invadió una sensación de rechazo y desprecio hacia sí misma. Desorientada, con esa niña recostada sobre sus piernas, en medio del cerco y de la huida, en otro triste amanecer, volvía a preguntarse por el sentido de conservar la vida. Frente a una aurora enlutada, lloró: ¿cómo había podido huir del Carmen? No había hecho nada, no intentó ayudar. Por primera vez veía el pujar irrefrenable del animal que la habitaba.

      Puso a la niña sobre el suelo, se desplazó unos pasos y vio que a lo lejos se elevaba un humo denso. Cuanto había vivido durante la larga búsqueda de sus hijos, le había enseñado que para esas jaurías de hombres poseídos por el odio, la muerte es un espectáculo para que los sobrevivientes aprendan cómo será su muerte en la muerte de sus compañeros, y en cada súplica, como en una representación macabra, asistan a los gritos y súplicas que serán los suyos; saben que cada golpe, que cada puñalada o cada bala en aquellos cuerpos, son por anticipado el golpe, la puñalada o el tiro que recibirán en los suyos; no saben cuándo, ésta es la expectativa, suspenso que inyecta el terror y lo deja marcado en el corazón de quien sobrevive para que lo narre una y mil veces, y para que esta historia, como el aire que se respira, llene las almas de todos los pobladores. Y cuando los verdugos se han ido, ebrios de triunfo y de la victoria anticipada que allí se inicia, el dolor y el desgarramiento se quedan atrapados en el pueblo. Ella sabe que en cada una de las víctimas, como en ella, se ha espantado la risa, han huido las esperanzas y sabe que están muertos en vida los que permanecen; vivirán en medio de fantasmas que gritan en sus sueños y en sus corazones pesará una derrota más: haber sido vencidos por ese animal que solo quiere sobrevivir; los azotará la culpa, mascullarán una y mil veces palabras que entonces nunca dijeron, y en el fondo de sus ojos cerrados, verán desfilar imágenes de acciones contra los asesinos, mas, abatidos y horrorizados ante sí mismos, abrirán los ojos a una realidad que les mostrará la inexistencia de aquellas imágenes y la decepción de ellos mismos.

      Observó cómo se elevaba el humo y se dispersaba en el horizonte. Tomó del suelo una piedra y regresó junto a la niña. Partió la panela e introdujo algunos pedazos en la botella de agua, luego guardó todo en la mochila, la amarró a su muñeca y se recostó.

      Cerró los ojos, muchas veces era suficiente para descansar, para hundirse en la oscuridad interior y permanecer así, reconociendo cada sonido, adivinando la dirección del viento o forzándose a inventar recuerdos que reemplazarán los verdaderos. Sin embargo, esta vez era imposible distraerse. Los ojos desorbitados, ensangrentados y saltones como si quisieran alcanzar una última mirada a la que el cuerpo ya no respondía, era lo común de aquellos rostros que venían entre las sombras. Esas miradas derrotaban noche a noche sus ganas de vivir y le arrancaban las ilusiones. Y cada mañana, la fuerza para buscar a sus hijos, le volvía a imprimir ímpetu. Únicamente deseaba saber qué les había ocurrido, se dijo con énfasis y resolución, y respiró hondo para calmar el batir intenso de su corazón. No soñaba con rehacer su vida, no podía pensar en rehacerla sin antes conocer la verdad.

      La venció el sueño y las imágenes la llevaron hasta Trujillo; sintió el calor sobre su cuerpo y el sonido de las aguas del río Cauca que la mecían. Era verano, cuando la corriente desciende y despeja pequeñas playas de una arena oscura y suave. Los niños estaban en la rivera nadando y alborotando. Su mayor alegría era ir a nadar allí, y luego, bajo los árboles, comer unos deliciosos tamales que preparaba desde la víspera. De repente, una enorme sombra cubrió el horizonte, viajaba rápida y ella comenzó a llamarlos para que regresaran a la orilla. La espesa nube se acercaba amenazante. Sintió un frío que no era del ambiente, y no lograba levantarse, se sentía anclada a la tierra. Quiso gritar y hacerles señas con las manos, pero ningún sonido salió de sus labios y ningún movimiento agitó sus brazos. Estaba congelada y aquella oscuridad venía hacia ellos. Logró ponerse de pie, corrió hacia la orilla y pudo llamarlos. Al escucharla, los niños trataron de salir, pero la nube se convirtió en una enorme marea que los hundió; habían desaparecido. Del cauce no quedó más que un pantano rojo sobre el que ella caminó hasta el sitio donde los había visto por última vez. Sus pies se hundían en una pasta que hacía difícil avanzar. Sumergió las manos con desesperación, escarbaba en círculos, pero no los encontró. Siguió un poco más lejos en el sentido de la corriente. Se los había tragado aquella marea. Miraba, llamaba a sus hijos, pero nadie acudía. Allí no había nadie.

      Se despertó bañada en un llanto silencioso, aquel sueño tan vívido la llenaba de oscuros presentimientos: temía que fuera la revelación de una verdad que ella se negaba a aceptar, o quizá una advertencia, ¿un presagio? Algunas estrellas brillaban aún. ¿Quién será esta niña, de dónde vendrá, dónde estarán sus padres? Se preguntó. No quería acosarla con preguntas y menos aún revivir recuerdos. Esperaría. ¿Habrán muerto mis hijos? ¿Cómo? ¿Dónde? Apartó estos pensamientos. Pronto tendrían que recomenzar la huida, debían aprovechar el fresco de la mañana y que aquellos hombres estarían tan borrachos, que seguramente no patrullarían por allí a esas horas. Tomar cualquier dirección daba lo mismo, siempre que se apartaran de los caminos y de las carreteras.

      Llevaban varias horas de marcha cuando divisaron a lo lejos algunos sembradíos y unos cuantos animales; se estaban acercando a un pueblo, no se escuchaba ningún ruido ni se observaba a nadie por allí, lo que a la mujer le pareció extraño, pues según sus cálculos ese día era martes y las gentes deberían estar en sus labores. Continuaron un poco, pero la sospecha minaba su paso. La niña se detuvo durante unos segundos y comenzó a desandar el camino con pasos rápidos y cuando constató que la mujer venía detrás de ella, se detuvo y la esperó.

      —¿No quieres que vayamos en esa dirección? –le preguntó la mujer sorprendida.

      —¡No! Por ahí no –respondió la niña con contundencia.

      En ese momento sintieron un ruido fuerte y se tendieron debajo de unos arbustos; se escuchaba tronar cada vez más cerca, hasta que un helicóptero cruzó sobre sus cabezas. El ruido ensordecedor se desvaneció por un momento: había aterrizado. Y al poco tiempo volvió a escucharse; el aparato cruzó rasante haciendo temblar las ramas de los árboles y, aunque se alejó rápidamente, ambas permanecieron tendidas con sus rostros hacia la tierra. La niña se negaba a salir del escondite. “Debemos estar cerca de algún lugar que ella conoce”, pensó la mujer.

      —Tenemos que continuar –le dijo, y empezó a andar–. ¿Cómo te llamas? –preguntó la mujer.

      —Elena. –Dijo la niña con voz ronca y seca.

      —Elena, ¿qué?

      —Elena, no más –respondió la niña con recelo.

      —Yo me llamo Noemi. ¿Eres de este lugar?

      —¡Gallinazos! –dijo Elena–. Se están comiendo a los muertos.

      —No tengas miedo, tú no sabes. –Noemi atrajo el rostro de Elena hacia su cuerpo, mientras observaba una nube de aves carroñeras lanzándose sobre la tierra–. No es el momento de quedarse callada, tienes que decirme si por aquí hay algún peligro, nos pueden matar y ahora tenemos que saber hacia dónde ir. Yo no soy de aquí y no conozco, entonces solo tú puedes decidir.

      Elena cambió el rumbo sin decir nada. Escuchaba con atención, inspeccionaba a lado y lado y parecía buscar alguna presencia.

      “Sí –pensó Noemi con los ojos fijos en los gallinazos–, deben estar comiéndose los cadáveres de todos los que asesinaron. En la región dicen que los chulos se llevan primero los ojos de los muertos. Comienzan por el alma, igual que esos hombres que llegan a desolar los pueblos. Mediante amenazas, secuestran el alma de las gentes. Hacen correr rumores para que algunos huyan y abandonen sus tierras y cuando el miedo ya los ha invadido, desesperados, sin resistencia y suplicando, los asesinan. Luego los descuartizan, los entierran en fosas comunes o los dejan regados, los

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