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mareo suave hacía inclinar a Noemi hacia los lados y le costó encontrar la cama, no quería despertar a Elena al encender la luz. Se tendió a su lado, pero no podía dormir, volvió a levantarse, abrió con cuidado la ventana que daba hacia el campo y apoyada sobre el alfeizar se quedó mirando hacia el monte.

      Me falta el aire, pensaba. Cada vez que escucho esas historias mis pulmones se encogen. No puedo vivir sumando más dolores. Me siento muerta y rígida como una piedra; no me interesa hablar ni contar mi historia, igual a la de todos: asesinados y desaparecidos. Los desterrados estamos solos, como almas buscando otras almas para morir juntos. Y entre esa Noemi que les dio el desayuno a sus hijos antes de que se fueran a trabajar y desaparecieran, y la de hoy, existe el largo camino de un dolor.

      A los desplazados nos asusta el sonido de las guacharacas, escuchamos nuestra pena en los lamentos de los pavos reales en celo, el ladrido de los perros es siempre el anticipo de las balas, y los truenos en el horizonte son los bombardeos a alguna población. Todos asentimos con la cabeza y negamos con el alma, reímos para que el dolor no cuartee los labios. Nadie nota nada, no se percibe la inercia de nuestras vidas. Ya no se habla en las plazas de mercado, no hay cosechas de las que hablar, no hay vacas para criar; los hijos se han ido a la guerra, y la guerra, ya nos ha matado a todos.

      Comenzaba a hacer frío y los pensamientos penetraban hondo en su alma e iban endureciendo su rostro. Por la calle vio aparecer a una pareja joven que reía, en sus pasos se notaba que también habían bebido. Pasaron frente a la ventana y se dirigieron hacia la arboleda cercana a la pensión. Los vio abrazarse y besarse, lo vio subirle la falda a la mujer y esta visión hirió sus ojos, trajo a sus labios un aliento asqueroso que agitaba recuerdos de violencias antiguas. Se tendieron sobre el pasto, y ella no quiso mirar más; cada imagen se abría en cascada hacia atrás, hasta que vio rodar sangre por sus muslos infantiles.

       CAPÍTULO 3

       EN LOS LÍMITES

      El reflejo de su rostro en la ventana del bus en el que viajaba con Elena hacia Sincelejo, le robaba la visión de la sabana. Ya no había paisaje que no removiera en su mente las fosas comunes y sus olores fétidos y nauseabundos. Se preguntaba si bajo esos árboles habría seres humanos enterrados, perdidos para siempre del rito de despedida y atrapados en la memoria. Ese rostro que la enfrentaba desde el cristal de la ventana se veía envejecido: los párpados caídos le imprimían una mirada triste, los pómulos surgían perfilados y prominentes y sus labios terminaban en una leve inclinación de amargura. Había envejecido más en aquellos días, que durante los años que llevaba buscando a sus hijos. Nunca había vivido sin sufrimiento, y a lo que más le temía, el desgano por la vida, comenzaba a invadirla. “Sería un triunfo más de los asesinos”, pensó, mientras miraba a Elena dormir.

      Había tenido un sueño pesado, asediada por el miedo. No sabía si se trataba de un presentimiento o si los viejos recuerdos de la noche anterior la habían puesto en ese estado de alerta. Quería tomar la decisión de no regresar nunca a esos montes cubiertos de horror y sangre, pero pensaba en Carlota, en la pensión, en María Clara y Altagracia, que había decidido quedarse, a pesar de todo.

      “Toma nuestros datos por si decides venir algún día o por si necesitas algo, me gustaría volver a verlas”, le había dicho Altagracia, mientras tomaban un café antes de salir. “Por primera vez en muchos años guardé el nombre y la dirección de alguien en quien puedo confiar. Pero debo seguir el rumbo de esa fuerza imperiosa que me impulsa a abandonar la región. Quizá pueda regresar dentro de un tiempo. Cuando haya encontrado a mis hijos”, pensó.

      Se observaba en el vidrio y del silencio brotaba su historia encerrada. Tenía sensaciones que asimilaba a paisajes, olores, a tardes de tormenta, al sabor de una fruta, al canto de un pájaro, mas no a las palabras que solo le habían mentido, se habían vaciado de significado. Vivía en el límite, en el final de sí misma. Se decía “yo” y cuanto surgía de esa palabra era la mirada empañada y el paisaje borroso. Quizá ese yo podría adquirir una existencia verdadera si ella se aliara al odio y a la venganza, pensaba. Entonces sería posible que descubriera un yo inmenso, sin límites, que se expandiera como se expanden los egos de los asesinos que habitan el mundo como si fueran sus dueños. “El mío es un yo pequeño, tímido, un yo pobre, sin las admiradas hazañas del mal y por eso el mundo me puede ignorar o destruir como lo ha hecho con mis hijos y con los miles de asesinados y desaparecidos”, se dijo.

      Ella tendría que renunciar a sí misma, acercarse a los horrores vividos, a esa violencia ininterrumpida y alimentarse de eso, volver una y otra vez sobre sus recuerdos, darles la carne y la sangre de su cuerpo para que el odio surja y la rabia y la venganza. Debía permanecer en la tensión de esas vivencias, en el fuego que inician, en el furor que hacen emerger, como en arena movediza en la que se hundiría cada vez más.

      No podía regodearse en el dolor y dejar que la rabia corriera por sus venas. No quería. Había sentido la vida estremecerse entre sus muslos y crecer y temblar. Aunque lo que sentía no era odio, acaso tampoco amor, la poseía un dolor que nada tenía que ver con el deseo ni con sus mentidas esperanzas, era la visión aterradora de la vida en agonía. Entonces se dijo: “Nunca más permitiré la derrota que crece desde mi misma y me abate y me ensombrece”.

      El movimiento del pueblo la trajo de nuevo a la realidad. Tenía que decidir si buscaban a su pariente o continuaban el viaje hacia Sahagún, lejos de las tierras arrasadas. Sabía que allí en Sincelejo, se encontraba muy activo el paramilitarismo, pero ¿dónde no? Pronto estarían en la terminal de autobuses, en medio del bullicio y de la gritería.

      Caminaban entre esas fronteras extrañas, lugares amorfos e inciertos, de amores rápidos y ebriedades violentas, de marginales y hampones, a donde llegan los viajeros, los desterrados convertidos en mendigos o en prostitutas empujadas a catres sucios para amores tristes y humillantes. Elena escrutaba el rostro de Noemi y miraba esas pensiones donde mueren los sueños y las esperanzas, veía a las mujeres con niños barrigones y calvos, a los campesinos con sus camisetas raídas, sus tres puntá gastadas, sus sombreros vueltiaos y la vergüenza en sus rostros al tender las manos mendigantes. Entonces Noemi le devolvía la mirada y Elena regresaba a las escenas callejeras. No se decían nada, en esos trayectos de huida y miedo habían desarrollado una lengua donde el desasosiego, la duda y la desconfianza se trasmitían sin palabras.

      Esa desconfianza las apartaba de todo y de todos; Noemi miraba los rostros de las personas y ninguno le generaba simpatía. Rostros amargos como el café negro que se estaba tomando. Y en medio de esa baraúnda alcanzó a leer los encabezados de periódicos: “Sangrientas masacres en los Montes de María, semanas de horror”, “Cientos de desplazados en Los Montes de María por masacres de los paramilitares”. Otros titulares, en cambio, explicaban el desplazamiento por los enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla: “Cientos de bajas en la guerrilla”. Al leer esto, sintió que la sangre se le convertía en fuego. Caminaba presa de una honda desazón, con ganas de gritar, de destruir aquellos puestos de cachivaches, y tan rápido que obligaba a Elena a correr detrás de ella. Las calles no tenían el más mínimo espacio. Todo le parecía compacto, era imposible sentirse libre del contacto físico, sin presión, sin miradas sobre su cuerpo. Sentía que respiraba pasteles, bollos, alegrías, que el aire estaba lleno de raspados de hielo, camisetas de equipos de fútbol, herramientas chinas “todo a mil pesos”, de minutos para celulares y de susurros de cuerpos en venta: “Barato papacito que hoy no he desayunado, venga mi amor para que se relaje”, el aire la asfixiaba y le llenaba los pulmones de humo de fritanga, y los ojos se obnubilaban con las miradas derrotadas y los cuerpos arrancados de la humanidad, asediados por la ignorancia y el hambre.

      “¡Necesito un trago!”, se dijo. Entró al primer bar que encontró abierto y su corazón volvió a volcarse y la sangre palpitó más fuerte en sus sienes. En una mesa estaban unos hombres tomando ron; vociferaban, dueños del mundo y de la vida, autoritarios, seguros, libres. Llevaban los adornos de oro que siempre exhiben con orgullo, pues saben que allí, todos conocen la gramática de la ostentación que expresan en sus gestos y en la actitud de sus cuerpos en la que puede leerse el desprecio por la vida y la resolución inquebrantable de destruirla. Esos hombres llevaban la marca de la muerte en

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