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¡ Cállate, pensamiento!

      Matilde se sienta a la mesa y muerde un pedazo de queso, rojizo y picante en ciertos sitios.

      Pensamiento, idiota, ¡duerme!

      3

      La lluvia ha cesado, y las plantas han comenzado a florecer. Flores en los árboles, en las trepadoras madreselvas y en los vestidos de las mujeres. De las mujeres ricas, para las que es la primavera una ilusión más. Para la muchacha pobre el cambio de estación supone la adición de un problema a la suma de dramáticos problemas que integran su vida. Cada primavera requiere una renovación proporcional del indumento. La mujer rica desea el estío, que la permite cultivar su fina desnudez. La pobre lo teme. La pobre ve con temor la proximidad de los días radiantes de ese sol enemigo que descubre el zapato informe, que ilumina cada deterioro del atavío con la precisión del reflector a la estrella. La mujer pobre ama el invierno, aunque el agua la entumezca los pies. En el invierno, la gente camina deprisa —cada uno a lo suyo—. Hace demasiado frío para fijarse en los demás. Llueve demasiado para detenerse a contemplar una pierna bonita. Y la muchacha modesta no se ve constreñida a caminar salvando el buen equilibrio de un zapato torcido. El invierno enerva los miembros y agrieta las manos desnudas; pero la mujer pobre lo prefiere al estío y a la primavera, porque ante todo tiene un sexo y un concepto de la feminidad, que cultiva como la mujer rica su fina desnudez en las playas cosmopolitas.

      La primavera blanquea las acacias.

      Las mañanas, estas mañanas de mayo, azul-doradas…

      La arena limpia de los parques, más blanca, y el follaje, más verde. Todo tibio en los parques, todo transparente. Todo como hecho para delicia de los sentidos. («¿Qué haces ahí al sol, joven «parado», con tus manchas, tus groseros zurcidos y ese libro marxista entre las manos?) ¡Todo es tan suave!

      »Pero la enamorada llegó hasta él y rodeó con sus brazos el cuello del joven: —¡Bien sabes, Jorge mío, que nunca he dejado de amarte!».

      La mujer marchita siente que una lágrima caliente le resbala hasta el grueso cristal de las gafas. Al través de ellas, sus ojos llorones parecen los ojos de una vaca sentimental. Sus brazos enrojecidos muestran los rubios vellos erizados.

      ¡Un amor semejante! La sangre se agolpa a las mejillas de la lectora de novelas blancas. El sombrero blanco de piqué la entolda la frente estrecha. Los zapatos largos de lona están muy juntos, inmóviles. Las rodillas descarnadas se delatan bajo la falda azul claro.

      «Yo esperaba este instante inefable, Enma; lo esperaba…»

      ¡Uy, lectora de novelas blancas, detenida, colgada hace veinte años del aro rosa de un segundo bobo! Al través de tus gafas impecables, ¿no ves correr la sangre de Oriente y Occidente?

      «Sólo se espera cuando se cree, Jorge.»

      ¡Uy, lectora de novelas blancas! Blanco y azul, azul. Te veremos un día próximo, con tus gafas, tu libro y tu simplicidad interior, enriqueciendo la vitrina de un museo arqueológico.

      Todo suave, todo tibio, sencillo.

      Las palomas y los gorriones picotean las migajas perdidas en los paseos, y los cisnes deslizan trozos de pan a lo largo de su pescuezo. Blanco. Blanco.

      La nodriza, con sus collares de plata y sus anchas monedas en los lóbulos alargados.

      Los niños, blanco y rosa: «Yo era el banquero». «Yo era Al Capone». (Anaranjado hacia el rojo).

      El cañoncito de lata gris dispara un proyectil de piedra contra la paloma blanca, de pico sonrosado.

      Clat, clat, clat.

      Vuelo blanco.

      (La sangre de Oriente y Occidente…)

      Blanco, rosa y azul.

      (¿Qué haces en ese banco, en el centro de esa molicie suave, joven lector de libros revolucionarios?)

      Blanco y rosa y azul de los parques en explosión primaveral.

      Al través de los que camina Matilde, con su periódico debajo del brazo y una hoja verde pegada a un tacón chato.

      En su bolsillo de franela azul, el pomo vacío y el pañuelo blanco renovado.

      Sobre el asfalto blanquecino del ancho paseo, las llantas de un lujoso landó dejan una estela mojada.

      En una ancha plazoleta —bancos blancos, estatuas blancas, estanque blanco— cuatro niños juegan: «Un poquito de lumbre». «Por allí reluce».

      Una naranja de celuloide rueda. (Vértigo).

      Matilde se sienta. Está cansada. Su experiencia de escaleras y máquinas ha aumentado considerablemente. Y está cansada. Nada más. ¿No es bastante? No piensa. No entiende. Aquí, bajo el sol…, todo es grato. ¡El sol! Parece que se cambia de piel y de sentimientos.

      —Un poquito de lumbre.

      —Por allí reluce.

      La naranja de celuloide rueda.

      Cruza un grupo de jóvenes hablando en alta voz. Ellos y ellas fuertes, en curso de un moreno amarillento en la piel, que subrayaran las playas hasta el ocre vivo. Tienen duros músculos y pisan fuerte. Ríen fuerte, también.

      Matilde tiene una sonrisa amarga. Ella quisiera… Ella no quiere nada. (Un gesto de indiferencia, de «¡Bueno!»). Nada. El sol va picandillo. Se cierran los ojos y un calorcito agradable cubre los párpados, resplandece sobre los párpados. Y el vacío se acentúa. Sólo muy lejano, vagaroso:

      —Un poquito de lumbre.

      Si se entreabren un poquito los ojos, picotean en ellos miles de microscópicas estrellitas doradas.

      —Por allí reluce.

      El sol recalienta los párpados. La pupila se licua voluptuosa debajo de ellos.

      —Oiga: deme mi pelota.

      El chiquitín se aúpa ante Matilde sobre sus diminutos pies.

      —Deme mi pelota.

      Hiere la voz, y es tan flojita, tan débil, sin embargo.

      —¿Dónde está tu pelota?

      —Ahí.

      «Ahí» es el triángulo que han establecido los zapatos de Matilde sobre la arena clara.

      —Cógela.

      El pie tímido avanza hasta tocar la pelota.

      —¡Rueda, naranjita!

      El niño se va.

      ¿Qué hora es?

      Enfrente, alrededor de una casa cuadrada, han abierto unas anchas mariposas enormes sus chinescas alas. Bajo ellas, manchones de bellos atavíos y veladores estrechos. Sorteándolos, fraques jornaleros.

      Todo próximo y lejano. Todo bajo una apariencia de visión inestable. Que es invadido de pronto por una decadente melodía vienesa. Que se apaga en seco. Y la inestabilidad del cuadro se disipa. Un realismo amplio determina, concreta las imágenes fronteras y las aproxima. Sobre todo a una de ellas, de obscuros cabellos y gracioso perfil, de cierta semejanza con Matilde —una Matilde sedas y pieles de marta—, la cual se levanta y camina con una gracia de movimiento, de seguridad de sí misma, con que Matilde no ha caminado nunca.

      El auto es magnífico. Las sedas y pieles entonan bien con el barniz obscuro del coche.

      Yessssttt.

      Y la falsa Matilde desaparece.

      ¿Fox? ¿Black-Botton? Vibraciones en metal, en acero, en vidrio. Que imprime a todo inusitada vivacidad. Los fraques van y vienen con más ligereza. Y entre ellos una bata negra, con un cuello blanco almidonado. Esa bata negra lleva dentro una pequeña Matilde, que dormirá allá lejos, en un camastro reducido, ovillada con alguna hermana menor.

      A Matilde la invade

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