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en la boca una pegajosidad dulce y tibia…

      18, 14 y, próximo, el 17, el ojo eléctrico apagado, enfermo.

      Las calles de ruta son largas, interminables, esplendorosas de luz, y en su término, obscuras, solitarias. Pasean por ellas las parejas muy juntas.

      14, 17, ahí cerca.

      Origina un movimiento general en la muchedumbre apiñada. La señora demasiado gorda, el buen esposo protegiendo su pastel con la mano extendida, en la que reluce un diamante.

      La calle es larga, larga, y los pies están mojados por el agua que reblandece los zapatos deteriorados. La lluvia tamborilea en el paraguas sin puño y picoteado por la polilla. Cada dos minutos exactamente, una gota de agua fría se extiende sobre la mejilla derecha de Matilde.

      Una muñeca de cera, con la boina de punto caída sobre los ojos —pintura verdosa, sin brillo—; encima del brazo rígido, una bufanda del color de la boina. Lunares, rayas diagonales, hebillas niqueladas, calcetines. La pierna perfecta, con la irradiación eléctrica en el interior. Los zapatos: blanco, negro, gris, marrón. El gran zapato en el centro —como cuerpo yacente—, iluminado por suaves reflectores marginales. Los botecillos de miel, los cuadradillos de manteca, las cajas de galletas inglesas, chocolatadas. Las alhajas fulgurantes. Los medallones de nácar, con efigies religiosas, medio olvidadas ya. Los aparatos de radio, los ventiladores —«Prepárese para el próximo verano»—, los libros —terrorismo, sabotaje, revolución—. Y, más tarde, más allá, sobre piedras mojadas y fango silencioso, a lo largo de valladares impresos de gritos hechos con brea:

      «¡Viva Rusia!», «¡Obreros! Preparaos contra la guerra imperialista.» Y aún queda la irrupción en la plaza arrabalera, donde el círculo amarillo de tranvías gira continuamente casi. Y, por último, la callejuela de casitas achatadas, feas, sucias, dentro de las cuales siempre llora algún niño o riñe alguien. Y allá al fondo, al campo, el ruido metálico del organillo del merendero, abandonado bajo las aguas temporales. Trayecto tedioso, con la sola compañía de los pensamientos, pesados, tercos, familiares; y, a veces, un cruce con algún obrero —paraguas y hatillo de fiambrera—, o alguna vieja asistenta, con su capazo —garbanzos fríos, huesos, papeles— bajo el brazo cansado.

      2

      Telas varias, rayas diagonales, lunares, dulces, sombreros, calzado —los zapatos de Matilde son dos depósitos de agua llovediza—, gramolas, ortopedia.

      Sobre barro, sobre agua, sobre silencio. Bajo un espacio negro al final de la ruta.

      Cuando llega a la callejuela, las notas conocidas, secas, del manubrio, la reciben, como de ordinario.

      En casa, un fuerte barullo los hermanos.

      No huele a nada. Aspira. Nada. Ni sardinas, ni al picante pimentón de las sopas de ajo.

      Va a la cocina; mira el fogón. En la hornilla, sobre la ceniza apagada, un puchero de agua caliente.

      Y a Matilde la duele el estómago y está cansada.

      ¡Una buena comida! Un lecho confortable. Pero el fogón apenas está templado, y la cama, adonde forma un ovillo con su hermana menor, es angosta y cruje, como un montón de hierros viejos y retorcidos. ¡Déjame, pensamiento!

      Matilde coge unas alpargatas que hay debajo de la tina, en un rincón. La tina contiene agua sucia. Huele mal. «¡Qué demonios tiene esta tina!».

      —Trajeron esta carta.

      La madre le tiende un sobre azul. Los hermanos la rodean. ¡La carta de Matilde! Llegó al atardecer. No la han abierto, aunque todos esperan de ella algo agradable; por ejemplo, una buena colocación. Sí; seguramente. Llegó al atardecer a abrir una amplia perspectiva en la mente de estos pobres niños. Habrá batas para todos y ropa de abrigo, y botas, y quizás alguna tarde de domingo una sesión de cine. «¿Eh, Matilde?». El sobre azul ha sido durante cuatro horas el punto convergente de todas las pupilas. Y la máxima preocupación de la madre. «¡No tocar la carta de Matilde!». Que trae membrete negro: «Agencia Rik.» Rik. Suena bien: Rik. ¡Ya lo creo! «Sabe usted, Martina; seguramente será una casa de importancia, y aunque al principio no gane un gran sueldo… —a la portera—. Ahora no nos retrasaremos en el alquiler». «Apunte este queso, Cosme. Ya no le haré muchas trampas. Mi hija ha recibido una proposición…». «Sí, la Agencia Rik; una casa muy importante…». —al tendero de la esquina.

      Matilde tiene entre sus dedos la carta. Los hermanos la rodean.

      —¡Que siempre habéis de estar encima…!

      La carta dice:

      «Señorita: La agradeceré me envíe su retrato y me diga su edad, si tiene familia y si ésta reside en Madrid. En caso de convenirme, usted será la preferida, pues en seguida citaré por carta. Besa su pie, M. F.»

      Canalla. La palabra acude al cerebro de Matilde. Nace y crece como esos ojos que avanzan hacia nosotros en la pantalla, hasta captarnos, hasta producirnos vértigo su órbita inconmensurable. CANALLA.

      —¿Tú crees que aceptará?

      ¡Qué vacías, qué lejanas le suenan a Matilde las palabras de su madre!: «¿Tú crees que aceptará?».

      —¿Qué es eso de aceptará? ¿Quién va a aceptar…?

      —Ese señor M. F. ¿No dice no sé qué de convenirle?

      —Entonces, madre, ¿tú no comprendes?

      —¿Qué?

      —¿Es posible que no hayas comprendido lo que quiere ese señor M. F.? Fíjate bien: para escribir a máquina hace falta tener una edad determinada y un cuerpo bonito; ¿crees que una mujer independiente está más capacitada para resolver un problema aritmético que una hija de familia? ¿No adviertes que ese M. F. internacional lo que desea es una muchacha para todo?

      —Las chicas de hoy os pasáis de listas; se os figuran los dedos huéspedes.

      —Así, ¿a ti te agradaría que aceptara?

      —Yo no digo eso.

      —Sí dices eso, madre. Contra tu propia voluntad, contra tu añejo concepto de las cosas, dices, sientes eso. La miseria amodorra tu pudor en esta ocasión, o es que tu experiencia de la vida es bien limitada. En la superficie —pelos blancos y arrugas— eres mayor que yo; pero no en el fondo. Las muchachas de hoy conocemos muy bien al tal M. F. M. F. nos cede el asiento en el Metro y nos tiende el sueldo desde la altura de su Caja cada mes y nos mira oblicuamente al escote cada vez que nos dicta una carta.

      —¡Qué mala suerte tiene una…!

      ¿Contra quién va la mirada turbia de la madre? ¿Contra Matilde? ¿Contra M. F.? Levanta un paño de cretona de la mesa, lo dobla y pasa un trapo sobre el tapete de hule, roto en las esquinas. Luego saca un plato con un pedazo de queso, que divide en seis.

      —¡Vamos a comer!

      —¡Yo no quiero queso!

      —¡Pues come mierda!

      —Ya sabes que no me gusta el queso.

      —¡Que te calles esa bocaza!

      —¡Bueno! ¡No pagues conmigo lo de la carta!

      —¡No lo pago contigo!… ¡No lo pago contigo!…

      Pero le golpea ciegamente, cruelmente, en la cabeza, en la espalda, en la frente.

      Matilde no trata de impedirlo; conoce de sobra el final de la escena comenzada; la madre se irá a llorar a la cocina, y el hermano a la cama con los labios tumefactos. Todo producto del ambiente mísero. ¿Qué mal han hecho estas pobres criaturas? Por ahí se ven otros niños, incluso feos y deformados, con sus buenos trajecitos, sus juguetes, sus perros perfumados; y ellos mismos huelen tan bien… Esos niños van en su coche hasta la escuela, una escuela higiénica, con su hermoso jardín de recreo, su calefacción… En la escuela municipal hace

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