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      –Por eso le puse de nombre Bastigal –contestó ella, y David no pudo evitar sonreír.

      Sí, también tenía un gran parecido al señor Bastigal, un profesor que habían tenido en el instituto, y que era clavado a Einstein, con su revuelto cabello planteado y su bigote de morsa.

      –Le dejaré a la enfermera Mary una tarjeta con mi número de móvil –le dijo a Kayla–. Así podrás llamarme si cambias de idea y necesitas que te lleve a casa.

      –No cambiaré de idea.

      David suspiró y sacudió la cabeza antes de salir. ¿Habría mujer más terca en el mundo que Kayla?

      Capítulo 6

      KAYLA estaba en casa, metida en la cama, y no podía dormir. «No mires otra vez el despertador», se dijo, pero aun así se giró hacia la mesilla de noche y lo miró. Las tres y diez de la madrugada.

      Estaba exhausta, pero no podía pegar ojo, probablemente por la inyección de epinefrina.

      Sin embargo, también le costaba dormirse porque le faltaba Bastigal. Se había acostumbrado a que el perrito se acurrucase a su lado por las noches. Se había acostumbrado a sus suaves ronquidos, a sus bigotes haciéndole cosquillas en la barbilla, a que al abrir los ojos se lo encontrase a veces observándola con esa mirada, en la que solo había lealtad y devoción.

      Al contrario que su difunto marido…

      En realidad, probablemente ese era el verdadero motivo por el que no se podía dormir, porque no dejaba de pensar en lo que le había contado David sobre el día en que se había ahogado aquella niña.

      Lo había acusado de mentiroso, pero en su corazón había sentido, aunque se le había revuelto el estómago de solo pensarlo, que estaba diciendo la verdad.

      Eso era lo peor de las noches, se dijo, no poder conciliar el sueño y encontrarse prisionera de esos pensamientos que lograba eludir durante el día. Porque durante el día había tanto por hacer en aquella casa que se mantenía ocupada todo el tiempo. Pero en el silencio de la noche, y sin Bastigal a su lado, esa clase de pensamientos se agolpaban en su mente cansada.

      De hecho, antes de que David le dijera que aquel día Kevin había estado flirteando con una chica en vez de cumpliendo con su deber, había pasado muchas noches en vela pensando en su matrimonio.

      «Quiero hacer lo que debo hacer, por una vez en mi vida…».

      Kayla frunció el ceño al recordar esas palabras. Era lo que le había dicho Kevin cuando le pidió que se casase con él. No había pensado en esas palabras en mucho tiempo, y desde luego nunca con el sentido que les estaba dando en ese momento. ¿La había querido, o solo había hecho lo que consideraba honorable?

      Era una locura que estuviese planteándose eso siquiera. Por supuesto que la había querido.

      Bueno, sí, a su modo. ¿Qué más daba que una vez le hubiese comprado flores en vez de comprar las verduras y hortalizas que le había pedido? Aquello había sido muy romántico. Además, Kevin siempre había sido un soñador. Muchos fines de semana, en sus primeros meses de casados, mientras terminaban de desayunar en la cocina, Kevin le había hablado, con ojos brillantes, de todo con lo que soñaba para ellos: una gran casa, un negocio propio, un coche caro…

      ¿Era desleal por su parte pensar que sus sueños de grandeza habían hecho que no fuese capaz de conformarse con una vida normal? Poco tiempo después de que consiguiese su primer trabajo, cada día se había convertido en una letanía de quejas. No lo valoraban, no le pagaban lo suficiente, su jefe era un imbécil, sus compañeros no le llegaban a la suela del zapato, nadie prestaba atención a sus ideas, que eran las mejores.

      Kayla nunca había perdido la esperanza de que un día se diese cuenta de que debía ser un poco más humilde y menos exigente con los demás. Sin embargo, la única recompensa que había recibido de Kevin, por su fe inquebrantable en él, había sido que, poco a poco, había dado por hecho su apoyo, y había dejado de valorarlo. Había llegado a un punto en el que ya no le preocupaban sus sentimientos y, solo en las ocasiones en las que había amenazado con dejarlo, había vuelto a mostrarse momentáneamente como el Kevin encantador con el que se había casado.

      ¿Qué habría querido decir David exactamente con eso de que Kevin había estado flirteando con una chica? ¿Habría estado charlando simplemente con ella… o habría habido algo más? ¿Lo habría visto besándola?

      ¿La habría engañado durante el tiempo que habían estado casados?

      Kayla contrajo el rostro. No había vuelto a plantearse eso desde la muerte de Kevin. Se sentía como si hubiese un vacío en su interior, un vacío que, por más que tratase de ignorar, seguía ahí.

      ¿Serían aquellas sospechas lo que lo habían causado, esas sospechas que la hacían sentirse tan desleal?

      Pero sí, no podía negar que, antes de la acusación de David de esa tarde, se había preguntado muchas veces si Kevin le habría sido infiel. De hecho, siempre le había parecido que, cuanto más la decepcionaba Kevin, más sola se sentía dentro del matrimonio y más se había ido alejando él de ella.

      ¿Dónde había estado la noche en que había muerto? Su coche había resbalado en el hielo de la carretera y se había estrellado contra un árbol cuando volvía a casa a altas horas de la madrugada. Y por supuesto no había llevado puesto el cinturón de seguridad. ¡Típico de él! Siempre había sido un irresponsable, y otros habían tenido que pagar los platos rotos por él.

      Y que estuviese volviendo a pensar esas cosas era culpa de David, se dijo. Su repentina aparición y lo que le había dicho había despertado a aquel dragón dormido.

      Pestañeó para contener las lágrimas. Las lágrimas eran para los débiles. Y, sin embargo, era mejor llorar que el frío vacío que había sentido todo ese tiempo.

      Y ahora David había vuelto, y las cosas que no se había permitido pensar en los cinco largos años que había estado casada con Kevin estaban saliendo a la superficie.

      «No te cases con él, Kayla…».

      Consideró por un momento la posibilidad de que David, que le había negado su perdón a Kevin, no hubiera sido el causante de la espiral que lo había llevado cuesta abajo. La posibilidad de que hubiera visto en su viejo amigo algo que a ella se le había escapado.

      ¿Y quién estaba negándose a perdonar? Sabía que era patético que estuviese mostrándose resentida con él, pero ahora que sus sentimientos se habían liberado se había dado cuenta de que uno de ellos era ira. Era un sentimiento inútil. Kevin estaba muerto; eso no se podía arreglar.

      «¡Basta!», se ordenó, pero en vez de eso recordó el instante antes de que David le pusiera la inyección de epinefrina, cuando había creído que iba a besarla. Recordó cómo se había inclinado hacia él, deseosa por probar una última vez sus labios.

      Irritada por ser incapaz de controlar su mente, apartó las sábanas, se bajó de la cama y fue hasta la ventana abierta. Su perrito tenía que estar en alguna parte. Seguro que estaba asustado. Al pobre Bastigal todo lo asustaba: los ruidos fuertes, los movimientos bruscos, los hombres, los gatos y el viento cuando agitaba las copas de los árboles.

      Probablemente por eso no habían podido encontrarlo. Seguro que llevaba todo el tiempo temblando bajo unos arbustos, escondiéndose de las hordas de chiquillos que habían recorrido el barrio llamándolo.

      Y no era una exageración; habían sido hordas. Al volver a casa a pie tras abandonar la clínica, en cada farola se había encontrado pegado un cartel con la foto que David había buscado en Internet y su número de móvil, prometiendo quinientos dólares de recompensa a quien encontrara a su perro.

      David había puesto su número porque el móvil de ella había quedado inservible al caer al asfalto y no tenía teléfono fijo. Los niños se lo habían dejado en el porche junto con la bicicleta, su bolso,

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