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marcharse ya, pero sabía que, si no intentaba sacarle esa idea de la cabeza, esa noche sería incapaz de conciliar el sueño, y el sueño era algo importante.

      –Nadie vende un negocio que marcha bien –le advirtió.

      –Los dueños se jubilan, por eso lo venden.

      –Ya.

      Kayla le lanzó una mirada furibunda y, si no frunció más el ceño, fue porque tenía la frente hinchada.

      No era asunto suyo. Que malgastase todo su dinero hasta que ya no le quedase nada.

      Sin embargo, el problema era que era incapaz de marcharse y dejar que se estrellase de esa manera. La culpa la tenían todos los recuerdos que tenía de ella: aquel beso que habían compartido años atrás; haber correteado con ella de niño junto al lago; haber ido andando con ella al colegio cada día; haber pasado tardes enteras estudiando con ella para los exámenes; haber ido al cine con ella; cuando sus dedos se tocaban accidentalmente al ir a tomar una palomita.

      Y luego estaba el hecho de que había sido la primera chica que le había gustado de verdad… y se la había cedido a su mejor amigo, antes de que todo acabara en tragedia. Entonces había tenido la sensación de haberlo estropeado todo, de no haber estado a la altura, pero no podía volver atrás en el tiempo y cambiar las cosas. Sin embargo, quizá podría intentar hacer las cosas bien esa vez.

      Lo quisiera o no, aún sentía cariño por Kayla, y le importaba lo que pudiera pasarle.

      –Es imposible que un negocio así funcione –le dijo, haciendo un esfuerzo por mostrarse paciente–. Como mucho, al año, una heladería tendrá ocho semanas buenas en las que de verdad gane dinero. Ya sabes lo vacío que se queda esto en invierno. Bueno, y en primavera. Y en otoño. Podrías disparar un cañón en la calle principal y no habría un solo herido.

      –El patrón demográfico está cambiando –respondió ella, como si esperara impresionarlo con esas palabras grandilocuentes–. Ahora hay mucha gente que vive aquí todo el año. De hecho, está adquiriendo mucha popularidad como lugar de retiro para los jubilados.

      –Eso no cambia el hecho de que solo tendrías ocho semanas buenas al año. Incluso en esas ocho semanas la cosa variará dependiendo del tiempo que haga. Nadie toma helado cuando llueve.

      –Pues nosotros lo hicimos –replicó ella en un tono quedo.

      –¿Eh?

      –Que nosotros lo hicimos; nos tomamos un helado un día de lluvia.

      David frunció el ceño, y entonces lo recordó: recordó una tormenta repentina en una tarde de verano, años atrás. ¿Qué edad tendrían entonces? ¿Dieciséis? Desde luego había sido el verano anterior al beso, antes de que ella empezara a salir con Kevin, de que aquella niña se ahogara.

      Ellos y otros chicos de la pandilla iban pedaleando con sus bicicletas por la calle principal, y la tormenta los había pillado desprevenidos.

      Había sido emocionante seguir pedaleando en medio de la lluvia y los relámpagos, hasta que se habían puesto a cubierto bajo el toldo de la heladería.

      A Kayla se le había empapado la camiseta y se le transparentaba por completo el sujetador, sorprendentemente sexy. Lo había irritado ver a Cedric Parson mirándola a hurtadillas, y se había quitado la camiseta y había hecho que Kayla se la pusiera encima. Su camiseta estaba tan empapada como la de ella, pero al menos así ya no se le veía el sujetador.

      Incluso se recordaba después, con el torso desnudo, sentado junto a ella en la acera, cada uno con un helado de cucurucho en la mano, y que se había sentido orgulloso en vez de ridículo.

      Hasta recordaba el helado que había tomado: un helado con sabor a regaliz. Kayla se había inclinado hacia él, con una sonrisa traviesa, para lamer una gota que resbalaba por su cucurucho, y él había pasado después la lengua por el mismo sitio.

      Tampoco había olvidado la electricidad que había notado en el aire en ese momento, ni el cosquilleo que había sentido en el estómago. No le había vuelto a saber tan bien un helado después de aquella tarde de verano.

      Sin embargo, sacudió la cabeza y se mantuvo en sus trece.

      –En general la gente no va a tomarse un helado cuando hace mal tiempo –le insistió pragmático–. Y con una temporada mala que tengas… adiós negocio.

      –Me da igual; me atrae la idea de ser la dueña de una heladería –respondió ella con firmeza.

      –¿Tu mayor ambición en la vida es sacar bolas y bolas de helado de un contenedor hasta que tengas calambres de frío en las manos?

      –¡Ajá! O sea que me ves vendiendo un montón de helado –concluyó ella con satisfacción.

      David gruñó, y puso los ojos en blanco.

      –Mi mayor ambición –le contestó Kayla– es hacer feliz a la gente. ¿Y qué puede hacer a nadie más feliz que un helado en un día de calor?

      «O durante una tormenta», añadió la mente traidora de David. Volvió a gruñir por respuesta, esa vez con más énfasis.

      –Es un placer sencillo –apuntó ella obstinadamente–. Es lo que el mundo necesita: placeres sencillos.

      David tenía la impresión de que, si quería convencer a Kayla, tendría que respaldar sus argumentos con datos fríos y contundentes, como gráficas y proyecciones, y al menos un balance de cinco años de las cuentas de More-moo. Quizá podría encargarle a su secretaria que se ocupase de buscarle la información necesaria para elaborarlos.

      –¿Y sabes qué quiero hacer? Quiero incluir helados poco corrientes en la carta. Por ejemplo, el helado de pétalos de rosa, que, según parece, es todo un éxito en Oriente Medio.

      Fue entonces cuando David comprendió que Kayla ya había empezado a tejer un montón de sueños en torno a esa heladería. Y a él estaba empezando a dolerle la cabeza.

      –Seguro que la gente vendría desde Toronto para probar mi helado de pétalos de rosa –añadió Kayla soñadora.

      David se quedó mirándola. ¿No se creería eso de verdad? ¿Por qué se sentía en la obligación de disuadirla de esos sueños descabellados? Porque le había fallado cuando más lo había necesitado.

      «No te cases con él, Kayla», le había suplicado años atrás.

      «Tengo que hacerlo», le había respondido ella, con las lágrimas rodándole por las mejillas.

      David estaba seguro de que su matrimonio con Kevin no había sido precisamente un camino de rosas, y aun así, ella seguía soñando. En cierto modo era hasta admirable.

      –Iré a ver si los niños de tus vecinos han conseguido encontrar a tu perro –dijo de mala gana.

      Por la expresión de Kayla, supo que quería rechazar su ofrecimiento, pero al final su preocupación por el pequeño chucho pudo más y no dijo nada.

      –Te llamaré aquí, a la clínica, cuando sepa algo. ¿Es de alguna raza concreta?

      –¿Por qué?

      –Porque, si los niños no lo han encontrado, puedo buscar una foto en Internet y haré que mi secretaria haga un póster con ella, diciendo que se ha perdido, por si alguien lo hubiera visto. Luego le pediré que me lo mande por correo electrónico e imprimiré aquí unas cuantas copias para que las colguemos por las calles.

      La expresión de Kayla no pudo ser más transparente: se sentía aliviada de que fuese a tomar las riendas, pero a la vez también la irritaba. Sin duda, reaccionaría del mismo modo cuando le presentase un informe que demostrase la absoluta falta de viabilidad de una heladería en Blossom Valley.

      –Es un grifón de Bruselas.

      David tecleó el nombre en el navegador de Internet de su BlackBerry, y le apareció la foto del perro más feo del mundo: ojos grandes, cara chata, mentón prominente y un

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