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hay que contar porque, en realidad, no sé nada.

      Constanza pareció divertida.

      —¿Vienes con una muchacha y un lobo y no sabes nada? Te estás volviendo muy descuidado, capitán. Y eso no es bueno en tu oficio.

      Decidió cambiar de interlocutor.

      —¿Cómo te llamas? —dijo inclinándose hacia mí.

      —Blanca, señora.

      En su cara se dibujó un gesto de sorpresa.

      —Vaya, la loba blanca, qué apropiado…

      —¿La loba blanca? —repetí.

      —Sí, ¿no conoces la leyenda? La loba blanca es una loba de pelaje albino que gobierna una manada de lobos. Tú tienes la piel muy blanca y te sigue un lobo así que…

      —¡Majaderías! —bramó Bernal—. No la asustes con esos cuentos de viejas para noches frías.

      —Tú puedes creer lo que quieras, pero las leyendas siempre tienen una base real. De cualquier modo, necesito saber más. Me aburro tanto desde que ese loco del conde Alfonso provocó este tedioso cerco. No tenía que haber abandonado Milán. No sé por qué me dejé convencer para pasar unos meses cerca del mar, tan lejos de mi casa…

      —¿No lo sabes? —la conversación se centraba ahora entre Bernal y la dama y yo empezaba a sentirme incómoda. Era obvio que eran «buenos» amigos.

      Ella hizo un mohín coqueto mientras jugueteaba con un rizo oscuro de su adornada cabellera.

      —Blanca, ¿de dónde eres?

      —Yo…

      Me miró con curiosidad animándome a seguir.

      —No lo recuerdo, señora. Amanecí en esta villa hace cuatro días sin saber dónde me encontraba ni recordar quién era, salvo mi nombre.

      —¡Pobrecilla! Vi algún caso similar en Milán, cuando mi difunto esposo ejercía. No te preocupes, cuidaremos de ti hasta que te repongas. Mi casa es tu casa ahora.

      —Gracias por vuestra hospitalidad, señora.

      —Tonterías —dijo restándole importancia con un gesto grácil—. Podrás descansar aquí unos días, pero la villa es pequeña y estando sitiados las noticias vuelan. Pronto sabrán de tu existencia, tendremos que prepararte una historia. Pero ya habrá tiempo para eso. Debes de estar agotada. Mandaré que te preparen un baño y te instalen en una habitación.

      —¡Ana!

      La doncella que nos había abierto la puerta apareció en el umbral.

      —Acomoda a doña Blanca en la habitación azul y cuida de que tenga todo lo que necesite.

      Le agradecí su amabilidad y seguí a la doncella.

      En cuanto hube abandonado la estancia, Constanza se incorporó y se acercó a Bernal despacio, dejándole recrearse en su hermosa figura.

      —Bueno, Bernal, te has superado. ¿Ahora ejerces de buen samaritano? ¿Te ha impuesto esa penitencia el padre Julián por tus muchos pecados? —Hizo una pausa dramática para agregar—: Entre los que, por descontado, me incluyo.

      —No puedo explicarlo, Constanza. Simplemente siento que debo protegerla. Y no voy a plantearme por qué. Mi instinto no me ha fallado hasta ahora, así que seguiré haciéndole caso.

      —Es guapa… debajo de toda esa mugre.

      —Ah, ¿sí? Ni me había fijado.

      —Mientes tan rematadamente mal que te encuentro adorable, il mio capitano —Tenía el acento cantarín de los italianos.

      Bernal la cogió por la cintura y la besó antes de añadir:

      —Pero nunca a ti, cara mia.

      Me asignaron una habitación en el primer piso cuyas ventanas daban hacia el interior, en lugar de a la calle, para preservar mi presencia de miradas indiscretas.

      La casa de Constanza Valeri se abría a un patio interior ajardinado de planta rectangular, como si mi anfitriona hubiera querido recrear una casa andaluza. En el centro del patio reinaba una fuente de piedra profusamente tallada colocada sobre un pequeño estanque con peces de colores. Un seto delimitaba el contorno del patio. Había rosales plantados a la vera de las columnas de los soportales además de un naranjo fragante, un par de limoneros y unas matas de hortensias bien cuidadas. Cerca de la fuente, y a la sombra de un manzano, un banco invitaba a sentarse y olvidarse del mundo. Completaban el conjunto dos caminitos empedrados que conectaban la casa con el patio.

      En mi habitación la cama era grande, con un dosel de una tela en un profundo color azul. También contaba con un pequeño tocador con afeites y un cepillo y una buena butaca situada al lado del fuego. Todo parecía indicar que la dueña de la casa gozaba de una posición acomodada.

      Decidí relajarme y disfrutar del baño bien caliente que el ama de llaves de Constanza dispuso para mí. Era una mujer de aspecto recto e impecable. Decliné su oferta para que alguien me ayudara a asearme. No solo porque me daba cierto pudor, sino porque nadie me bañaba desde que tenía por lo menos cinco años. No le gustó.

      Me sumergí dejando que el vapor abriera mis poros y dejara escapar la tensión acumulada en esos días. Me importaba un pimiento escaldarme, el agua estaba ardiendo. No hay nada en el mundo como un buen baño. Habían añadido un aceite de rosas que dejó un suave aroma en mi piel. Me lavé el pelo que por fin recuperó su elasticidad y dejó de parecer un nido de pájaros.

      Estaba secándome cuando el ama de llaves apareció sorpresivamente de nuevo. No estaba dispuesta a ceder y que le impidiera cumplir con su cometido, así que, esta vez, no me dio la opción de negarme a que me vistiera. Suspiré resignada y la dejé hacer.

      Me puso una camisa interior de tafetán de lino que me llegaba un poco por debajo de la cintura. Era delicada. Encima de ella un vestido de embudo con una pequeña cola, de mangas largas y ajustadas que dejaba mis hombros al descubierto. Era de un hermoso verde oscuro que resaltaba el color de mis ojos, lo había elegido con cuidado. No llevaba adorno alguno, la riqueza de la tela no precisaba más, pero decidió completar el conjunto ciñéndome a la cadera un cinturón ligero pese a estar tejido en metal dorado. Dado que no estaba casada no consideró necesario cubrirme con una toca, pero me recogió el pelo con unas sencillas peinas. Cuando hubo terminado se quedó observándome un instante, algo no encajaba. Iba a quitarme el torques que yo solía llevar al cuello, pero la detuve.

      —No —dije con firmeza.

      Retiró la mano de mala gana.

      —Como deseéis, señora. Doña Constanza os está esperando abajo.

      Mi anfitriona sonrió encantada al verme cruzar la puerta. Bernal me miraba desde una esquina de la sala. Parecía no acabar de asimilar mi nueva imagen.

      —Caro, hazme el favor de presidir la mesa. ¡Estoy hambrienta!

      Mi estómago rugió ante la perspectiva de una comida en condiciones. El apuesto capitán se sentó en un extremo de la larga mesa y Constanza nos colocó a ambas a su derecha e izquierda. Comí con apetito, a decir verdad, después de casi cuatro días a dieta todo me resultaba delicioso. Esperaron pacientemente hasta que terminé y entonces pasamos a una sala contigua, no era muy grande. Las paredes estaban cubiertas con estanterías repletas de los libros más variopintos. El ambiente era cálido ya que como en el resto de las estancias el fuego estaba encendido.

      —Ahora llega lo más divertido. Inventarnos una historia para ti. —Me miró con unos ojos oscuros y almendrados—. Como podrás comprobar soy una ávida lectora. Mi Enrico siempre decía que era tan necesario alimentar el cuerpo como el espíritu. Seguro que entre estos volúmenes encontramos la inspiración necesaria. —Lanzó un suspiro teatral, no la veía en el papel de viuda compungida.

      Se enfrascaron en una especie de brainstorming biográfico. Aquellos dos formaban un buen equipo. Es curioso

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