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      —¡Espera!

      —¿Qué pasa ahora? —me preguntó con impaciencia.

      —No puedo dejar aquí a Beo.

      —¿Qué tipo de nombre es ese para un perro?

      —El diminutivo de Beowulf, está claro.

      Gruñó algo por lo bajo, pero nos lo llevamos.

      —¿A dónde nos dirigimos? —quise sonsacarle.

      —¿Has cambiado de personalidad además de sexo? En estos días prácticamente he tenido que arrancarte las palabras y ahora te has vuelto de lo más locuaz.

      Estaba claro que fuéramos a donde fuéramos quería llegar pronto. Tenía prisa, pero al llegar a una callejuela estrecha y que me daba mala espina se detuvo en seco.

      —¿Qué ocurre? —pregunté.

      —Espera aquí.

      Se dio la vuelta para ir a algún sitio. Yo no estaba dispuesta a quedarme allí en medio sola.

      —¿Por qué?

      —Porque yo te lo pido.

      —Pero ¿por qué no puedo ir contigo?

      —Porque no.

      —Pero ¿qué vas a hacer?

      —¡Por los clavos de Nuestro Señor Jesucristo y su sagrado sudario! ¿Quieres dejar de hacer preguntas? ¡Voy a mear!

      —Pues tampoco es como para ponerse tan misterioso.

      Se alejó hacia unos recovecos por delante de los que habíamos pasado mientras Beo y yo nos entreteníamos echando un vistazo. Ni nos dimos cuenta de que se acercaban. Surgieron de la nada.

      —¿Qué haces por aquí tan sola, muchacha?

      Di un salto al ver a aquel petimetre desdentado dirigirse a mí en un repugnante tono. Al menos, este no se había confundido respecto a mi género. Beo enseñó los dientes.

      —Controla a ese lobo —dijo su compañero. Menos desdentado, pero con algo más de mugre encima.

      —Nada, ya nos íbamos —indiqué ignorando el comentario.

      ¿Cuánto tarda un hombre en mear? Si la vejiga de Bernal iba en consonancia con su tamaño en general le llevaría un buen rato vaciarla, supuse rezando para que apareciera.

      —¿Tienes prisa? —preguntó el desdentado acercándose a mí más de lo que hubiera deseado y dando una vuelta a mi alrededor para examinarme.

      —Me esperan. —Estuve tentada a darle un empujón y salir corriendo, pero no sabía hacia dónde dirigirme. Lo más prudente era ganar algo de tiempo hasta que llegara Bernal.

      —¿En serio? —añadió el otro—. Qué pena.

      Beo volvió a gruñir, esta vez con todo el pelo del lomo erizado como una cresta mohicana. El hombre estaba entrado en carnes. Sacó una navaja de un buen tamaño y la pasó de una mano a otra con un ágil juego de manos.

      —No quiero problemas. No tengo dinero, caballeros. —Estaba siendo sumamente generosa con mi descripción de aquellos dos rufianes de poca monta que sin embargo parecían controlar la situación—. Dejen que nos vayamos.

      Se miraron el uno al otro y se echaron a reír. Yo sujetaba a Beo como podía, seguía emitiendo un amenazador gruñido ronco, pero yo quería impedir que saltara sobre ellos y pudieran herirle.

      —Venga, seguro que te va a gustar quedarte un poco más —susurró el más bajo de los dos mientras cogía uno de mis rizos.

      Entonces Beo se abalanzó sobre él y le mordió en la pierna. El hombre pataleó hasta que logró deshacerse de él y lanzarle contra una piedra. El perro aulló de dolor ante el impacto.

      —Maldito chucho de mierda —escupió el de la navaja y se dirigió hacia Beo.

      —¡No! ¡Déjale en paz! —grité, pero el desdentado me había cogido por el pelo y tiraba de él para mantenerme quieta.

      Me revolví y logré darle un codazo en el estómago, pero no me soltó. Tenía que llegar a la pierna que Beo había mordido. Coceé, pero el tipejo esquivó mi patada.

      La voz atronadora de Bernal surgió de pronto.

      —¡Deteneos!

      Ellos levantaron la cabeza para ver a aquella mole de casi dos metros cuya sombra les cubría ya por completo. Llevaba a Iona desenvainada y la imagen que proyectaba era temible. Aquellos dos se separaron inmediatamente de Beo y de mí como si de repente fuéramos radiactivos.

      —Capitán Villa, no sabíamos…

      —Callaos —dijo entre dientes y luego me preguntó sin apartar la vista de los dos—: ¿Estáis bien?

      —Sí —respondí cerciorándome de que Beo no tenía más que el golpe.

      —Bien, ahora alejaos un poco. Camina en línea recta y no mires hacia atrás.

      Estuve a punto de preguntarle por qué, pero me callé y seguí sus indicaciones. Beo me siguió de mala gana.

      Oí el silbido de la espada y la voz de Bernal fría como un témpano de hielo.

      —Si alguna vez te vuelvo a ver cerca de ella te cortaré la otra.

      Nos alcanzó enseguida.

      —Bernal, ¿qué le has…?

      —No preguntes.

      Y no lo hice. De hecho, no hablamos sobre el incidente ni ese día ni el siguiente ni los venideros, pero procuró que no me quedara sola.

      Nuestro destino resultó ser una sólida casa de piedra un poco mayor que las circundantes. Llamó a la puerta y oímos cómo un grueso pestillo se descorría. Una sirvienta rubicunda reconoció de inmediato al capitán.

      —¿Está tu señora en casa?

      La observé mientras hacía un gesto afirmativo. Era joven, más que yo.

      —Ve a avisarla entonces.

      Antes de que la sirvienta tuviera tiempo de volverse una figura de porte elegante apareció tras ella.

      —¡Bernal! No esperaba que me visitaras tan temprano… —De pronto reparó en mi presencia y en la de Beo y añadió—: Ni tan acompañado…

      —Perdóname, Constanza, necesito tu ayuda.

      —Ya veo —respondió con seriedad—. Pasad.

      Se giró para indicarnos el interior de una caldeada sala bien adornada con gruesas alfombras y tapices con motivos de caza.

      —Ana, prepara algo caliente. —Me cogió las manos—. Estás helada, muchacha. Enseguida entrarás en calor —dijo con afecto, llamadlo intuición femenina o buen ojo, pero a aquella dama no le cupo duda sobre mi sexo en cuanto me vio.

      Beo me siguió, como siempre, muy pegado a mis talones. La dueña de la casa nos miró con expresión inquisitiva.

      —¿El lobo también viene?

      Bernal se volvió hacia mí y se cruzó de brazos. Yo me arrodillé frente al perro y le susurré:

      —Beo, espérame aquí —La criada lo miraba con una mezcla de miedo y preocupación. Intenté tranquilizarla—: No te hará nada.

      No me creyó, pero se fue directa a llenar un cuenco con agua del que Beo dio buena cuenta.

      Ya dentro de la habitación Constanza se dejó caer en una silla.

      —Y bien, contadme. —Se recostó cómodamente en ella.

      Bernal se acercó a una mesa donde había frutas y vino y se sirvió una copa. Supuse que necesitaba algo de alcohol después de lo que había ocurrido en el callejón,

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