Скачать книгу

los dedos.

      —Sí, en verdad que es bonito — reconoció.

      —¿Se lo regaló alguien especial?— preguntó Arabella.

      Hubo una leve pausa. Entonces la señprita Harrison retiró la mano con violencia y dijo:

      —Vete ya a descansar. Mañana quiero que salgas al jardín a jugar con Beulah.

      Ya acostada en su cama, no podía apartar de sus pensamientos a aquella institutriz absurda, bebedora, que no enseñaba nada a su pupila, y que lucía un anillo de su madre. Pero, ¿qué podía hacer? Nadie lograría obtener la confesión de la señorita Harrison sobre el origen del anillo. Si en cambio ella trataba de investigar mediante un tercero que la interrogara, la mujer se enfadaría con ella y la devolvería a su casa.

      Arabella recordó que esto significaría regresar con Sir Lawrence, y se estremeció. No era su ira a la que ella temía… ni siquiera al látigo con que la había castigado con frecuencia. Era algo muy diferente… algo que le hizo apretar las manos con fuerza.

      Debió haberse quedado dormida, porque despertó con un estremecimiento, al escuchar las campanadas de un reloj dando las cinco de la mañana. Empezaba a amanecer. Sintió un deseo repentino de respirar aire fresco. El polvo de la casa parecía habérsele impregnado en las narices, por eso sentía pesadez en la cabeza.

      Bajó de la cama, se lavó con agua fría y se vistió. Se echó un chal sobre

      los hombros, para protegerse del frío matinal y bajó. Se daba cuenta de que la servidumbre, al no tener control alguno, ertt perezosa hasta para levantarse, así que no esperaba encontrar a nadie, mientras caminaba como un pequeño fantasma a través de corredores y escaleras.

      Cruzó la sección de la cocina, llegó a una puerta lateral que daba al patio, descorrió el cerrojo y salió.

      Una profunda sensación de alivio le brindó el aire fresco y limpio de la mañana. Más allá divisó un sendero que conducía a lo que debía ser la caballeriza. Llena de entusiasmo se encaminó hacia allá.

      Montaba desde los tres años. Esta era otra de las actividades que su padrastro le prohibía, argumentando lo costoso que resultaba mantener su caballo, además de los que necesitaba para él y sus carruajes. Arabella había llorado toda la noche en su almohada, cuando vendieron su caballo, pero había decidido ocultar a su padrastro, el dolor que sentía. Había permanecido inmóvil, inexpresiva, escuchando el sermón de él sobre lo impropio de que una jovencita cabalgara por el campo.

      Intuía con certeza que su caballo había sido vendido sólo para humillarla, por su rebeldía a su autoritarismo. Sir Lawrence sabía que ella lo odiaba y estaba decidido a doblegar su espíritu. Arabella por su parte estaba igualmente decidida a desafiarlo.

      Ahora, la esperanza de poder montar alguno de ellos le hacía apresurar el paso. Aún no era de día, pero había suficiente claridad para percibir lo enorme que eran las caballerizas, con capacidad para albergar un centenar de animales. En el extremo más lejano donde el patio hacía una pequeña curva, Arabella vio que algo se movía.

      Instintivamente, se refugió en la sombra del arco que marcaba la entrada al patio. Un jinete entraba en la caballeriza y luego se dirigía hacia uno de los cubículos que en apariencia estaba abierto para él.

      Al llegar a la entrada del cubículo, el jinete desmontó y condujo su caballo al interior. Fue seguido por otro y otro más, cada uno en dirección a una casilla abierta, todos se movían con lentitud, en silencio, sin más sonido que el de las herraduras de los caballos sobre las baldosas del piso. Las puertas se cerraron tras ellos y se hizo el silencio total.

      Cinco hombres, cinco caballos. Arabella se preguntó quiénes eran y por qué estaban ahí. De pronto, sintió que su corazón daba un vuelco; una mano le estaba oprimiendo el brazo.

      —¿Quién diablos es usted y qué hace aquí?

      La apretaba con tanta fuerza, que casi gritó de dolor. Arabella levantó la vista hacia el rostro de un hombre. Era de edad madura, con gruesas líneas duras desde la nariz a la boca. Las cejas, espesas y oscuras, casi se juntaban en su frente. Era apuesto, aunque de expresión fría, casi siniestra. Su rostro era cruel a pesar del ángulo elegante de su sombrero de copa. Estaba vestido con elegancia. Llevaba pantalones de montar, botas bien pulidas y una fina chaqueta de paño gris. Su corbata era negra y estaba atada con gran habilidad, a la moda.

      Arabella trató de retroceder, pero él aferró con mayor fuerza su brazo delgado.

      —¡Contésteme!— repitió el hombre con brusquedad, aunque su tono era culto—. ¿Por qué diablos nos espía?

      Arabella aspiró una bocanada de aire y comprendió lo que debía decir.

      —Soy Arabella— dijo con una aguda vocecilk infantil—, y estoy buscando el gatito de Beulah que se perdió.

      —¡Beulah! ¿Qué tiene que ver esa pequeña loca con esto?

      —Estoy viviendo en el Castillo, para jugar con ella— explicó Arabella.

      Sintió que él la soltaba un poco y aprovechó la oportunidad para escapar corriendo.

      —¿Gatito?— murmuró Arabella con voz aguda— ¡gatito… minino!

      Corrió hacia la casa, llamando al animal imaginario. Como sabía que el hombre la observaba, al llegar a la puerta de la cocina, se inclinó simulando tomar algo. Entonces, como si llevara un gato en los brazos, abrió la puerta.

      Subió corriendo la escalera hasta llegar jadeante al salón de clases. Sentía que había escapado de un peligro terrible, y que no lograba explicarse. ¿Quién era aquel hombre y por qué se había enfadado al encontrarla en la caballeriza?

      Un gatito maullaba junto a la puerta entreabierta. Arabella lo levantó y entró con él. Se dirigió al dormitorio de Beulah y comprobó que la niña estaba dormida, muy tranquila. Parecía un pequeño gnomo, joven y vulnerable. Arabella sintió una repentina compasión por ella. ¡La pequeña Beulah… la niña a la que nadie quería! Se prometió que trataría de ayudarla.

      Al cerrar la puerta del dormitorio oyó pasos acercándose por el corredor. Sin pensarlo miró en torno suyo ansiosa de esconderse, como acostumbraba hacerlo de su padrastro.

      Se lanzó debajo de la mesa, cubierta por la carpeta, donde descubriera a Beulah el día anterior. Oyó que la puerta se abría y los pasos cruzaban la habitación.

      —¿Olive?— dijo una voz masculina que Arabella reconoció como la del hombre que la había amenazado en la caballeriza.

      —¿Olive?— repitió y abrió la puerta del dormitorio de la señorita Harrison. Como la dejó abierta, Arabella pudo escucharlos bien.

      —¿Qué diablos sucede aquí?— oyó que preguntaba el hombre en tono irritado.

      —¡Oh, eres tú, Jack!— exclamó la señorita Harrison con voz gruesa y somnolienta—, me quedé dormida… hace horas que te espero.

      —Nos entretuvimos— respondió el hombre—. ¡Despierta y contéstame! Encontré a una chiquilla en la caballeriza. Me dijo que se llama Arabella y que ahora vive aquí.

      —Sí, así es. Pero, ¿qué estaba haciendo en el patio a estas horas?

      —Dijo que andaba buscando un gatito de Beulah…— contestó Jack—, ya te he dicho, Olive, que no quiero a ningún maldito extraño aquí… no importa la edad que tenga. Es peligroso y tú lo sabes…

      —No fue mi culpa— respondió la señorita Harrison con voz quejumbrosa—, el nuevo médico, el doctor Simpson, dijo que buscaría alguien con quien Beulah pueda jugar. Y antes que yo supiera qué sucedía, Arabella estaba aquí. Es muy tranquila y no debe dar ningún problema.

      —¡Es peligroso! ¡Líbrate de ella!

      —Pero, ¿qué razón puedo dar?— preguntó la señorita Harrison en tono débil—. No hace ningún

Скачать книгу