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sobre una mesita.

      Como sabía que la señorita Harrison no estaba interesada en sus actividades, Arabella se retiró, pero en lugar de dirigirse a su dormitorio, bajó la escalera para conocer las habitaciones principales del Castillo. No pudo apreciar la belleza del salón porque los muebles estaban cubiertos con fundas de tela, las persianas sobre los grandes ventanales estaban cerradas, y la habitación olía a polvo y humedad.

      Una sala adyacente, más pequeña, le pareció menos interesante por lo que continuó avanzando, hasta que abrió una gran puerta doble quedándose inmóvil, con la boca abierta por la admiración. ¡Había encontrado la biblioteca! Sus muros estaban tapizados de anaqueles llenos de libros, del techo al piso.

      Eran libros encuadernados en piel, que con la tenue luz de la habitación formaban un colorido caleidoscopio. Arabella se acercó a las ventanas, entusiasmada, descorrió las cortinas y las propias ventanas, para dejar entrar aire y sol.

      ¡Libros! ¡Libros! ¡Más libros de los que hubiera imaginado nunca leer! ¡Libros! Además, en el Castillo no habría nadie que como su padrastro le diría: “¡La lectura no es para las mujeres!”

      Se percibía con nitidez el olor del cuero viejo de los libros y había polvo por todas partes. Cuando Arabella tocó un libro se propuso que en el futuro los mantendría limpios y les devolvería la belleza que en otros tiempos debieron tener.

      El alto techo estaba decorado con pinturas de dioses mitológicos y sobre la chimenea colgaba un enorme espejo con marco dorado, tallado en madera, en el que se reflejaban los libreros. Arabella lanzó un suspiro de profunda felicidad. Allí podría continuar leyendo a los clásicos y aumentando sus conocimientos en muchas otras materias por sí sola.

      Por iniciativa de su padre, el vicario del pueblo, hombre erudito y amante del conocimiento, le había dado clases de griego y latín, entre muchas otras materias.

      Después de la muerte de su padre y del casamiento de su madre con Sir Lawrence, había interrumpido sus clases por oposición terminante de su padrastro.

      Y ahora, inesperadamente, las puertas del conocimiento se abrían pródigas a sus aspiraciones. Sus ojos brillaban de emoción a medida que tomaba un libro tras otro; por fin seleccionó tres de ellos para llevárselos a su habitación.

      Cerró las ventanas, corrió las cortinas y salió al vestíbulo. Estaba llegando al pie de la amplia escalera, cuando una joven doncella de mejillas sonrosadas y cofia ladeada, llegó corriendo a ella.

      —¡Ah, ahí… ahí… está usted, señorita Arabella!— exclamó sin aliento—, la he buscado por todas partes; creí que se había escondido.

      —No, sólo estaba recorriendo el Castillo— explicó Arabella—. ¿Me llama la señorita Harrison?

      —No, ella no— contestó la doncella—, la señorita Harrison está dormida y no despertará hasta la hora del té. Es la señorita Matherson quien desea verla.

      —¿Quién es la señorita Matherson?— preguntó Arabella.

      La joven doncella levantó la vista, como temiendo que alguien escuchara. Bajó la voz y contestó:

      —Es difícil explicarle. La señorita Matherson era la doncella personal de la Marquesa, la madre de Su Señoria. Fue ella quien dirigió el Castillo desde un tiempo antes de la muerte de la señora Marquesa, pero… hubo problemas.

      —¿Qué problemas?— preguntó Arabella con curiosidad.

      —No podría explicarlos… y menos a una niña como usted, pero sé que los hubo.

      —Será incómodo para mí— dijo Arabella con gentileza—, convivir en un Castillo y no saber quién es quién. Usted me comprende, ¿verdad?

      La joven doncella, que no debía tener más de dieciséis años y, por lo tanto, era más joven que Arabella, le sonrió con picardía.

      —Sí, comprendo cómo se siente— respondió en tono confidencial mientras empezaban a subir la escalera—, yo llegué aquí hace casi tres años. Ya desde ese entonces era la señorita Harrison la que dirigía el Castillo, en ausencia del Marqués. Ella da las órdenes y la señorita Fellows las cumple. Las dos odian a la señorita Matherson y han hecho todo lo posible por librarse de ella, aunque no han logrado que se vaya; y nadie puede despedirla a no ser Su Señoria, que nunca viene.

      Hizo una pausa y prosiguió su relato:

      —Se ha recluido en sus habitaciones y no habla ni con la señorita Harrison ni con la señorita Fellows. Nosotras la atendemos igual, porque no nos atrevemos a desobedecerla como siempre nos aconseja la señorita Fellows.

      —Debe resultar muy difícil para ustedes— comentó Arabella.

      —No, en realidad es divertido. No nos podemos quejar— repuso la doncella riendo con suavidad—. Pagan bien, se come bien y se trabaja poco… si hay algo raro aquí, es cuestión de cerrar los ojos… y hacerse el distraído.

      —Ya veo— murmuró Arabella y comprendió que la doncella se refería a la poca dedicación al trabajo y al descuido que reinaba en el Castillo.

      —Se dice que cuando la señorita Matherson estaba a cargo del Castillo, éste relucía de limpio.

      Habían llegado al primer piso y se encaminaban por un ancho corredor con altas puertas de caoba a sus lados.

      —Esa era la habitación de la señora Marquesa— murmuró la doncella, señalando una puerta—, y ésa era la del señor Marqués. Desde luego, yo no los conocí, pero dicen que él era un buen amo, bondadoso y de reconocida generosidad con todos.

      Cuando llegaron al final del corredor, la doncella llamó a la puerta y una voz suave contestó:

      —Pase.

      —Ya encontré a la señorita Arabella —dijo la doncella al abrir la puerta. Arabella entró.

      —Gracias, Rose— contestó la señorita Matherson—, puedes retirarte ahora.

      La señorita Matherson se levantó de la silla donde estaba sentada cosiendo. Arabella notó que era una mujer anciana, de baja estatura, de cabellos grises, con un limpio vestido negro y un delantal del mismo color, y un gran llavero redondo pendiendo de su cintura.

      —Encantada de conocerla, señorita— dijo la anciana con acento respetuoso.

      Arabella extendió la mano y al hacerlo descubrió que sus dedos estaban sucios de polvo.

      —Lamento traer las manos sucias— se disculpó—, pero estuve en la biblioteca y he traído unos libros prestados.

      —Y descubrió lo sucio que estaban— comentó la señorita Matherson con amargura. Tomó los libros que Arabella llevaba en las manos y los apoyó sobre una mesa. Sacó un paño de un cajón y empezó a limpiarlos, mientras desaprobaba con un sonido de indignación.

      —Tal vez, señorita, desee lavarse las manos— sugirió, al finalizar su tarea.

      La condujo por una habitación llena de guardarropas, hacia un cuarto de baño. Las cortinas estaban descorridas y Arabella miró a su alrededor con visible deleite. Nunca había visto un baño semejante. La bañera de mármol estaba hundida en el piso, para sumergirse en ella, había que bajar unos escalones del mismo material. También el piso era de mármol y contra un muro había un juego de lavamanos, jofaina y jarra, todos de plata muy bien pulida.

      —¡Qué preciosidad!— exclamó Arabella.

      —El lavamanos fue obsequio del Rey Carlos II, que estuvo aquí después de su coronación. El baño es la réplica de uno que la señora Marquesa vio en un viaje a Italia.

      —¡Es maravilloso!

      —¡No hay otro igual en todo el país!— exclamó la señorita Matherson con orgullo—. Se necesitaban más de veinte minutos para que los lacayos llenaran la bañera con baldes de agua caliente. Ahora, ¿no le importará lavarse con agua

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