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Style en compañía de Vance. Era una pena no haber podido convencerlas para que la acompañaran a casa.

      –Adelante. Dime que lo he hecho muy mal –dijo él mientras conducía, rumbo al hotel del aeropuerto.

      –No. No digo nada. Tus hermanas tendrán que decidir solas si quieren venir a casa o no –se detuvo en un semáforo y la miró a los ojos–. Entiendo cómo se sienten. He visto cómo os ha tratado Colt durante años.

      –Pero nunca hiciste nada.

      –No puedo decir que me gustara, pero yo también era un niño. Me gustaba tener un techo sobre mi cabeza, y comida en el estómago.

      Ana recordó aquella noche… Vance se había presentado a la hora de la cena. No era más que un adolescente escuálido y desafiante. Al principio le había dado pena. Su padre le pegaba cuando estaba borracho.

      Vance se detuvo frente al hotel. El aparcacoches se les acercó y le abrió la puerta.

      –Buenas noche, señora.

      Ana bajó del vehículo y le dio las gracias. Mientras tanto, Vance sacó las maletas. Un botones le ayudó a llevarlas. Llegaron al mostrador de recepción. Una preciosa rubia les recibió. Llevaba el nombre escrito en una etiqueta. Jessica… Al ver a Vance sonrió. ¿Por qué no iba a hacerlo? Era un hombre apuesto. Él dejó el sombrero sobre el mostrador.

      –Hola. Necesitamos dos habitaciones para esta noche.

      –¿Tienen reserva?

      –Lo siento, pero no tenemos. Ha sido un viaje imprevisto.

      La recepcionista frunció el ceño y empezó a buscar en la pantalla del ordenador.

      –Estamos completos esta noche.

      Sin dejar de mirarla, Vance se le acercó.

      –Seguro que puedes encontrar algo.

      Jessica suspiró y continuó con la búsqueda.

      –Oh, bien. Sí que tenemos una suite de una habitación.

      –Nos la quedamos –dijo antes de que Ana pudiera objetar algo. Sacó la tarjeta de crédito.

      Unos minutos después, ya estaban en el ascensor. Vance contuvo el aliento cuando salieron a la planta correspondiente. Resultaba raro que Ana no se hubiera quejado por tener que compartir la habitación, aunque tampoco le había dado elección. Encontraron la suite rápidamente. La estancia era muy espaciosa. Había un sofá, que sin duda sería su cama. Pasó a la siguiente habitación.

      –Tú quédate con la cama. Yo dormiré aquí fuera.

      Ella sacudió la cabeza.

      –Eres demasiado alto para el sofá. Quédate tú la cama.

      Vance no quería pelearse por la cama.

      –¿De verdad crees que vas a ganar esta discusión?

      –Muy bien. Duerme donde quieras.

      Vance fue hacia el teléfono y apretó el botón del servicio de habitaciones.

      –¿Qué quieres comer?

      –Me da igual –Ana empujó su maleta hasta la habitación y cerró la puerta.

      –Va a ser una noche larga –dijo, y entonces habló por el teléfono–. Quisiera pedir dos filetes, poco hechos, con patatas asadas y ensalada verde.

      Le dijeron que tardarían treinta minutos.

      Algo ansioso, Vance fue hacia el minibar. Renunció a los botellines de cerveza a favor de un refresco. Lo abrió y fue hacia la ventana. Retiró las cortinas. Al otro lado se extendía el mar de luces que era la ciudad de Los Ángeles. De repente echó de menos el aislamiento del rancho. Allí no había luces, sino estrellas en el cielo.

      Se dio la vuelta y allí estaba Ana, al otro lado de la habitación. Todavía llevaba sus pantalones negros y la blusa estampada, pero estaba descalza.

      –Parece que hemos terminado en una situación de lo más peculiar. Hace muchos años que no pasábamos tiempo juntos. Entiendo que sientas que somos dos extraños.

      Ella luchó por esconder una sonrisa.

      –Sí. Eres el hermano que nunca quise.

      –¿Era por eso que me odiabas?

      Ella frunció el ceño.

      –«Odiar» es una palabra muy fuerte. Pero sí estaba enfadada contigo, por la atención que papá te daba.

      –Ojalá hubiera podido ayudar con eso.

      Ana sacudió la cabeza.

      –Nadie se cruza en el camino de Colt Slater.

      No era cierto. Vance se había cruzado en una ocasión, cuando se había acercado a su hija. Ana había sido la única tentación que había tenido, aquel día en el granero, cuando la había besado…

      Ahuyentó los recuerdos.

      –Ojalá hubiera podido ayudar.

      Alguien llamó a la puerta.

      –Sí que han sido rápidos.

      Vance abrió la puerta. Esperaba al servicio de habitaciones, pero era un botones con un cubo lleno de hielo, una botella de vino y dos copas.

      –Señor Rivers, cortesía de la casa.

      Vance se echó a un lado y le dejó pasar. El hombre puso la botella sobre la mesa y empezó a descorcharla. Sirvió una pequeña cantidad en una de las copas y se la ofreció a Vance.

      Este bebió un sorbo y asintió.

      –Muy bueno.

      –Gracias, señor. Es un vino del norte de Los Ángeles.

      El botones llenó las dos copas y Vance le dio una propina antes de que se marchara.

      –Parece que has impresionado a la de recepción –dijo Ana.

      Vance agarró una copa y se la entregó.

      –Jessica es la ayudante del gerente.

      Ana vaciló un momento, pero aceptó la copa.

      –No me gusta mucho beber.

      –A mí tampoco, pero creo que esta noche no nos vendrá mal una copita de vino –levantó su copa para brindar y entonces bebió otro sorbo–. Ven a ver las estrellas de Los Ángeles.

      Ana no sabía si beber alcohol era una buena idea, pero no tenía que ir a ningún sitio. Caminó hasta la ventana.

      –¿Dónde?

      Él señaló hacia abajo.

      –Están ahí abajo. Mira todas esas luces.

      –Oh, vaya. Cuántas casas.

      –A mí también me parece que están un poco hacinados. ¿Cómo soportan vivir tan cerca los unos de los otros?

      Ana bebió otro sorbo, disfrutando del sabor del vino.

      –¿Y el ruido? ¿Cómo aguantan el ruido y el tráfico?

      Él se encogió de hombros.

      –No tengo ni idea. Siento que tengo mucha suerte al haber terminado en el Lazy S.

      –Lo sé –Ana se volvió hacia él.

      Se sentía abrumada por todo lo que había ocurrido la semana anterior.

      –No quiero perder el rancho, Vance. No puedo.

      Él la miró a los ojos.

      –Te prometo, Ana, que no lo perderás. No dejaré que ocurra.

      –¿Entonces me ayudarás?

      Ana se dio cuenta de que le estaba mirando los labios. De repente se acordó de aquel día. La había mirado de la misma forma,

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