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lo que sea, la publicidad que tienes en la mano.

      —Vaya, no sé. Nos enfrentaremos a algunas colinas bastante empinadas. Supongo que necesitaremos buenos frenos.

      —Necesitaremos buenos frenos, sí —concordé—, pero lo que no necesitaremos es una sorpresa mecánica que no entendamos y que nunca funciona cuando se necesita.

      —Esta cosa —dijo—, funciona automáticamente.

      —¡No me digas! —exclamé—. Por instinto, sé exactamente lo que hará. Al subir entorpecerá tanto la rueda que tendremos que arrastrar la bicicleta. Al llegar a una cima el aire le sentará bien y de repente empezará a funcionar de nuevo. Al bajar empezará a reflexionar sobre las molestias que ha causado. Eso la llevará al remordimiento y finalmente a la desesperación. Se dirá a sí misma: «No sirvo para freno. No ayudo a estos chicos. Solo los entorpezco. Soy una maldición, eso es lo que soy». Y sin avisar mandará a paseo todo el asunto. Eso es lo que hará ese freno. Olvídate de él. Eres un buen chico —continué—, pero tienes un defecto.

      —¿Cuál? —preguntó indignado.

      —Tienes demasiada fe en las cosas —respondí—. Si lees un anuncio, siempre te lo crees. Todo experimento que cualquier imbécil haya ideado en relación con el ciclismo ha pasado por tus manos. Tu ángel de la guarda parece tener un espíritu muy concienzudo y ser muy capaz, pues hasta el momento te ha calado bien. Hazme caso, no abuses de él. Debe de estar muy ocupado desde que te dedicas al ciclismo. No sigas así o acabarás por volverlo tarumba.

      —Si todos hablaran como tú, no habría avances de ninguna clase. Si nadie probara las cosas nuevas, el mundo se detendría. Por eso…

      —Ya sé todo lo que puede decirse en favor de este argumento — interrumpí—. Estoy de acuerdo en ensayar nuevos experimentos hasta los treinta y cinco años. Después de los treinta y cinco considero que un hombre tiene derecho a pensar en sí mismo. Tú y yo hemos cumplido nuestro deber en este sentido, especialmente tú. Recuerda que volaste por los aires por la explosión de un farol de gas patentado.

      —Realmente creo que aquello fue culpa mía. Me parece que lo atornillé demasiado fuerte.

      —Estoy bastante convencido de que si había una manera errónea de manipular esa cosa fue así como lo hiciste. Deberías reflexionar acerca esta tendencia tuya, que apoya mi argumento. No me fijé en qué hiciste, solo sé que pedaleábamos pacífica y agradablemente por la carretera de Whitby, discutiendo sobre la guerra de los Treinta Años, cuando tu farol explotó como el disparo de una pistola. Del susto acabé en una zanja y todavía tengo grabada en la memoria la cara de tu mujer cuando le dije que no había pasado nada y que no se preocupara, porque aquellos dos hombres te cargarían por las escaleras de tu casa y el médico y una enfermera llegarían en apenas unos minutos.

      —Me habría gustado que recogieras el farol. Así habría investigado cuál fue la causa de que pasara lo que pasó.

      —No hubo tiempo para recoger el farol. Calculo que habría necesitado dos horas para reunir los trozos. En cuanto a lo que pasó, el simple hecho de que se anunciara como el farol más seguro inventado hasta la fecha sería suficiente para que cualquiera menos tú pensara en un accidente. Después está lo de aquella lámpara eléctrica —continué.

      —Bueno, esa producía una luz excelente —replicó—, tú mismo lo dijiste.

      —Producía una luz brillante en la calle King’s Road de Brighton, y espantó a un caballo. En el instante en que nos internamos en la oscuridad más allá de Kemp Town se apagó y a ti te multaron por ir sin luz. Recordarás que algunas tardes soleadas solías ir en bicicleta con aquella lámpara encendida a toda potencia. Y cuando llegaba la noche estaba agotada y, naturalmente, quería un descanso.

      —Sí, aquella lámpara era un poco irritante —murmuró—. Lo recuerdo bien.

      —A mí me irritaba, para ti debió de ser peor. Luego está lo de los sillines —continué, esperando que aprendiera la lección—. ¿Puedes recordar algún sillín que se haya anunciado y que tú no hayas probado?

      —Siempre me ha interesado encontrar el sillín perfecto —dijo.

      —Pues debes olvidarte de eso. Este es un mundo imperfecto en el que se mezclan el dolor y la alegría. Es posible que exista otro lugar mejor donde los sillines estén hechos de arco iris rellenos de nubes, pero en este mundo lo más sencillo es acostumbrarse a algo duro. ¿Y aquel sillín que compraste en Birmingham que estaba partido por la mitad? Parecía un par de riñones.

      —¿Te refieres a aquel construido sobre principios anatómicos? —preguntó Harris.

      —Muy posiblemente —señalé—. La caja tenía en la tapa el dibujo de un esqueleto sentado. O más bien la parte del esqueleto que se sienta.

      —Era muy acertada, te enseñaba la verdadera posición del…

      —No entremos en detalles, aquel dibujo siempre me pareció poco delicado.

      —Pero desde el punto de vista médico estaba bien —replicó.

      —Para un hombre que no tuviera más que huesos para pedalear es posible. Yo solo sé que lo probé, y que para un hombre que tuviera carne era una agonía. Cada vez que pasabas por encima de una piedra o una rodada, te pellizcaba. Era como pedalear encima de una langosta irritable. Tú lo utilizaste durante un mes.

      —Es que quise darle tiempo para probar su eficacia —respondió.

      —También fue una prueba para tu familia, si me dejas hablar claro. Tu mujer me dijo que nunca antes, en todo el tiempo que llevabais casados, te había visto de tan mal humor, tan poco cristiano, como durante aquel mes. Ahora recuerda aquel otro sillín, el que llevaba un muelle debajo.

      —Quieres decir el Espiral.

      —Quiero decir aquel que te sacudía arriba y abajo como el muñeco de una caja de sorpresas: a veces caías de nuevo sobre el sillín y a veces no. No menciono estos asuntos para recordarte sucesos desagradables, lo hago para que entiendas que hacer experimentos a estas alturas de tu vida es una soberana estupidez.

      —Querría que no insistieras tanto con el tema de la edad. Un hombre de treinta y cuatro años…

      —¿Un hombre de qué?

      —Mira, si no quieres el freno, olvídate. Si tu bicicleta te lleva montaña abajo a toda velocidad y tú y George acabáis en el tejado de una iglesia, no me echéis a mí la culpa.

      —No puedo hablar por George —dije—. Como sabes, cualquier cosita puede irritarlo. Si ocurriera un accidente como el que sugieres quizá se enfadara, pero me comprometo a explicarle que tú no habrías tenido la culpa.

      —¿Está listo? —preguntó.

      —El tándem está bien —respondí.

      —¿Lo has repasado? —insistió.

      —No, ni nadie lo repasará. Funciona a la perfección y seguirá funcionando a la perfección hasta que salgamos.

      Tengo cierta experiencia sobre lo de repasar las cosas. Había un hombre de Folkestone al que solía encontrarme en Lees. Una noche me propuso que al día siguiente hiciéramos una larga excursión en bicicleta, y acepté. Me levanté temprano, por lo menos para mí. Hice un esfuerzo, y eso hizo que me sintiera bien conmigo mismo. Él llegó media hora tarde. Yo lo esperaba en el jardín. Era un día precioso.

      —¡Qué buen aspecto tiene su bicicleta! —me dijo— ¿Va bien?

      —¡Oh, como la mayoría! —respondí—. Ligera por la mañana, un poco más pesada después del almuerzo.

      La cogió por la rueda delantera y por la horquilla y la sacudió con violencia.

      —No haga eso, le hará daño.

      No sé por qué la sacudía si ella no le había hecho nada. Además, si necesitaba que la sacudieran, yo era el más indicado

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