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embargo, sonrió con su aire paternal y me aseguró que no exagerábamos en absoluto. Lo que sobrara se lo repartiría la tripulación que se lo llevaría a casa, pues parece que esa era la costumbre. A mí, en cambio, me pareció que aquello sería suficiente para abastecerlos durante todo el invierno, pero no quise pasar por tacaño y guardé silencio. La cantidad de bebida requerida también me sorprendió. Calculé lo que necesitaríamos nosotros, y luego Goyles habló por boca de la tripulación. He de decir en su favor que tenía a sus hombres en gran consideración.

      —No tenemos la intención de celebrar nada parecido a una bacanal, señor Goyles —le sugerí.

      —¡Una bacanal! —replicó—. Pero si eso solo es para añadir unas gotas al té.

      Me explicó que su lema era: «Busca a hombres buenos y trátalos bien».

      —Así trabajarán mejor —añadió el señor Goyles—, y volverán cuando se les necesite.

      Personalmente, yo no tenía ningún interés en que volvieran. Aún no los conocía y ya empezaba a tenerles cierta aversión: me parecía una tripulación codiciosa y glotona. Pero el señor Goyles fue tan jovialmente categórico, y yo era tan bisoño, que dejé que se saliera de nuevo con la suya. Y me prometió que también sobre este asunto se encargaría de que nada se echara a perder.

      También le permití que se ocupara del reclutamiento de la tripulación. Me dijo que lo haría de buen grado y que solo necesitaría a dos hombres y un muchacho. Si se refería a la liquidación de las vituallas y de las bebidas, creo que se quedaba corto, aunque es posible que se refiriese a la navegación del yate.

      Pasé por el sastre y le encargué un traje de regatista y un sombrero blanco, que me prometieron que confeccionarían de prisa y que tendrían listo a tiempo, y luego fui a casa a contarle a Ethelbertha todo lo ocurrido. Su alegría solo quedó empañada por una reflexión: ¿podría la modista hacerle a tiempo un vestido de regatista para ella? Es tan típicamente femenino.

      Nuestra luna de miel, que habíamos celebrado poco tiempo atrás, resultó algo breve, así que decidimos no invitar a nadie y tener el yate para nosotros solos. Y gracias a Dios que lo decidimos así. El lunes nos pusimos las nuevas galas, y partimos. He olvidado qué vestía Ethelbertha, pero, fuese lo que fuese, su aspecto era encantador. Mi traje era azul marino adornado con un fino ribete blanco que, creo, surtía un gran efecto.

      Goyles nos esperaba en cubierta y nos dijo que el almuerzo estaba preparado. Debo admitir que Goyles se había asegurado los servicios de un cocinero bastante capaz. En cuanto a las habilidades de los demás miembros de la tripulación, no tuve oportunidad de juzgarlas. Pero si hablo de ellos en estado de reposo, puedo decir que me parecieron muy alegres.

      Mi idea era que tan pronto como la tripulación terminara su almuerzo leváramos anclas. Mientras, yo me fumaría un cigarro, y con Ethelbertha a mi lado y apoyados en la borda contemplaríamos los blancos acantilados de la patria desaparecer progresivamente por la línea del horizonte. Ethelbertha y yo cumplimos con nuestra parte del programa y luego esperamos en la soledad de la cubierta.

      —Parece que se lo están tomando con calma —señaló Ethelbertha.

      —Si durante estos catorce días —dije— deben comerse la mitad de lo que hay en este yate, necesitarán invertir bastante tiempo en cada comida. Es mejor no meterles prisa o no podrán ni con una cuarta parte.

      —Se habrán echado una siesta —dijo Ethelbertha más tarde—, pronto será la hora del té.

      Ciertamente, estaban muy callados. Fui a proa y llamé al capitán Goyles desde la escalerilla. Lo llamé tres veces y entonces subió lentamente. Parecía más pesado y más viejo que antes. Llevaba un cigarro apagado colgando del labio.

      —Cuando esté listo, capitán Goyles —dije—, zarpamos.

      El capitán Goyles se quitó el cigarro de la boca.

      —Hoy no, señor —replicó él—, con su permiso.

      —¿Qué pasa hoy? —pregunté. Sé que los marineros son gente supersticiosa y pensé que quizá el lunes era considerado un día de malos augurios.

      —El día es perfecto —respondió el capitán Goyles—. Es en el viento en lo que pienso. No parece que vaya a cambiar.

      —¿Pero necesitamos que cambie? —pregunté—. Me parece que sopla desde donde debe hacerlo, y viene a morir justo detrás de nosotros.

      —Sí, sí —dijo el capitán Goyles—, morir es la palabra justa, y pronto moriríamos, y no lo quiera la Providencia, si zarpáramos ahora. Verá usted, señor —explicó en respuesta a mi expresión de asombro—, esto es lo que llamamos viento de tierra, es decir, el que sopla, como si dijéramos, directamente desde tierra.

      Cuando me di cuenta de ello tuve que darle la razón: el viento soplaba de tierra.

      —Puede cambiar por la noche —dijo el capitán Goyles, más esperanzado—, de todas maneras, no sopla con violencia y el yate navega bien.

      El capitán volvió a colgarse el cigarro del labio y yo regresé a popa y le expliqué a Ethelbertha la razón del retraso. Ethelbertha, que parecía mucho menos animada que al subir a bordo, quería saber por qué no podíamos navegar cuando el viento soplaba desde tierra.

      —Si no soplara de tierra —dijo ella— soplaría desde el mar, y eso nos mandaría a la costa de nuevo. A mí me parece que este viento es precisamente el que necesitamos.

      —Eso es por tu inexperiencia en estos asuntos, mi amor. Parece que es el viento que necesitamos, pero no lo es. Es lo que llamamos viento de tierra, y el viento de tierra siempre es muy peligroso.

      Ethelbertha quería saber por qué el viento de tierra era muy peligroso.

      Su reticencia me molestó un poco. Quizá estaba algo malhumorado, el monótono vaivén de un pequeño yate fondeado deprime el ánimo más ardiente.

      —No puedo explicártelo —repliqué, que además era verdad—, pero navegar con este viento sería de máxima temeridad, y yo te quiero demasiado, querida, para exponerte a riesgos innecesarios.

      Aquella me pareció una conclusión bien clara pero Ethelbertha simplemente replicó que, vistas las circunstancias, habría preferido no embarcar hasta el martes y se derrumbó.

      A la mañana siguiente el viento soplaba del norte. Me levanté temprano y se lo señalé al capitán Goyles.

      —Sí, sí, señor —respondió—, es una lástima, pero no puede evitarse.

      —¿No cree posible que zarpemos hoy? —aventuré.

      No se enfadó conmigo, simplemente se rio:

      —Bien, señor, si usted quisiera dirigirse a Ipswich, diría que no podríamos esperar nada mejor, pero como nuestro destino es, como bien sabe, la costa holandesa, pues ahí tiene.

      Le llevé la noticia a Ethelbertha y decidimos pasar el día en la costa. Harwich no es una ciudad muy alegre y al anochecer ya se la puede llamar aburrida. Tomamos té y berros en Dovercourt y luego regresamos al embarcadero a esperar que el capitán Goyles llegara con el bote. Lo esperamos durante una hora. Cuando llegó estaba más alegre que nosotros. Si él mismo no me hubiera dicho que nunca bebía más que un vaso de grog caliente por la noche, habría asegurado que estaba borracho.

      Al día siguiente el viento soplaba del sur, lo que provocó una cierta inquietud en el capitán Goyles. Al parecer resultaba tan peligroso zarpar como quedarnos donde estábamos. Nuestra única esperanza era que cambiara antes de que pasara nada. Ethelbertha empezaba a sentir antipatía hacia el yate y decía que preferiría pasar una semana en una máquina de baño a estar allí, porque al menos una máquina de baño se estaba quieta.

      Pasamos otro día en Harwich, y aquella noche y la siguiente, como el viento seguía soplando del sur, dormimos en el hotel King’s Head. El viernes el viento soplaba directamente del este. Encontré al capitán Goyles en el embarcadero y le sugerí

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