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lograr el mundo que queremos, necesitamos construir una ciudadanía global que asuma una crítica a la economía existente desde sus mismas bases y que defienda las transformaciones necesarias para transitar hacia una vida que valga la pena.

      El sistema económico globalizado actual no recoge las necesidades humanas, alimenta la codicia, mantiene la brecha entre una pequeñísima parte de la población poseedora de la mayoría de la riqueza y el resto, y excluye y sitúa en la indigencia y la falta de condiciones de vida dignas a millones de personas. La vida de muchos seres humanos y de la misma Tierra se está fragilizando, pues la dinámica hegemónica prioriza la acumulación de capital. Si la vida continúa es por el trabajo invisible de cuidado, el trabajo de los afectos llevado a cabo fundamentalmente por mujeres, un trabajo que no cuenta como empleo porque no es ni reconocido ni pagado y que tiene gran peso en los países objeto de políticas de desarrollo.

      El grupo de mujeres de la revista En pie de paz comenzamos a hablar de la importancia del cuidado a finales de los 80 del siglo pasado. A través de la reflexión sobre nuestras vidas, detectamos su invisibilidad, los vacíos y desencuentros entre hombres y mujeres en torno a la tarea de los afectos, hablamos de la plusvalía afectiva y defendimos la riqueza de la experiencia femenina (Magallón, 1990, 10). En esos años, Elena Grau escribía:

      Aspiramos a mantener la diferencia sexual que nos permite preservarnos con respecto a los modelos de vida y de trabajo dominantes y a transformar las relaciones de poder que se han construido sobre esta diferencia considerada como inferioridad… Esta voluntad de existencia social libre de las mujeres no se contradice, sino, al contrario, va pareja a las aspiraciones de emancipación y de preservación de la vida en el planeta. Por ello, nos sentimos sujetas activas y protagonistas, junto con otros y otras, de un proyecto polícromo en favor de la supervivencia y la liberación.

      Grau, 1990, 3.

      Desde esta perspectiva, considero muy relevante para la constitución de una ciudadanía global incorporar las aportaciones de economistas feministas que se vienen ocupando del análisis del uso del tiempo y del trabajo de cuidado, a menudo nombradas como tareas de sostenimiento de la vida. Desde las vidas de las mujeres es patente que las teorías económicas hegemónicas dejan fuera gran parte de la actividad humana, pues se limitan a recoger las actividades de mercado. En su reduccionismo, la ciencia económica al uso toma como base para sus elaboraciones teóricas un ser humano: el homo economicus, caracterizado como un átomo: independiente, individualista y cuya finalidad es producir (Tello, 2015). De manera bien diferente, la economía feminista parte de lo que podríamos llamar la humanización del ser humano, redundancia necesaria por haber sido negada, y que consiste en tomar como referencia un ser dotado de las características realmente humanas, con su vulnerabilidad radical, su interdependencia y su dependencia de la naturaleza o ecodependencia (Riechmann, 2012); un ser que nace, crece, enferma, necesita cuidados y afectos, un ser social que se construye en la relación.

      La economista feminista Amaia Pérez Orozco critica los dos paradigmas dominantes en el sistema económico, que designa como la teocracia mercantil y el estrabismo productivista. Nos hace caer en la cuenta de que “el núcleo duro del problema es la existencia de un conflicto irresoluble entre la acumulación de capital y la sostenibilidad de la vida”. Y es que “bajo la preeminencia de la acumulación de capital, la vida está siempre bajo amenaza, porque no es más que un medio para el fin del beneficio. Siempre hay dimensiones de la vida y vidas enteras sobrantes, que no son rentabilizables; o que son más rentables destruidas que sostenidas. Es un sistema que jerarquiza las vidas particulares, que ataca la vida en su sentido holístico —vida humana y vida no humana — y colectivo —todas las vidas—, poniéndolas al servicio de unas pocas vidas individualizadas que se convierten en las dignas de ser lloradas y rescatadas. Sin embargo, la vida ha de resolverse y se resuelve delegando esta responsabilidad en las esferas socioeconómicas privatizadas, feminizadas e invisibilizadas” (Pérez Orozco, 2014, 52-53).

      Nos salva el cuidado, precisamente lo que no se contabiliza en la economía: el trabajo femenino invisible. Por eso, para orientar la construcción de una ciudadanía global cuidadora de las personas y del medio ambiente, es muy importante atribuir valor al cuidado y analizar su problemática.

      El cuidado no solo es importante desde la perspectiva económica, afecta a la cultura y a la construcción de identidades (Comins, 2009). Las políticas públicas lo orientan hacia la conciliación, pero la conciliación se queda corta: sigue tomando “el trabajo de cuidados no remunerado como algo menos que trabajo… (y) se aplica sobre todo a las mujeres” (Pérez Orozco, 2014, 51). Lo que reclamamos es la corresponsabilidad, pues quienes se hacen cargo de las tareas de sostenimiento de la vida, esas que no cuentan para la economía, soportan sobre sus hombros una múltiple carga, un exceso que las convierte en malabaristas de la vida (Bosch, Carrasco et al. 2003).

      La diversidad de enfoques y situaciones del trabajo de cuidado, que ha cambiado a lo largo del tiempo, tiene historia, (Carrasco, Borderías y Torns, 2011) y que también se afronta de manera diferente en distintos lugares del mundo, se capta muy bien en las contribuciones realizadas desde diversas partes del mundo en el Congreso sobre Economía del cuidado: voces y perspectivas para un cambio de paradigma, organizado por la revista Nueva Sociedad en noviembre de 2014 en Argentina (Economía del cuidado, 2015). En él, la economista Cristina Carrasco reafirmaba que el sistema dominante solo tiene en cuenta la producción y la acumulación de capital, mientras la vida humana y la naturaleza son tomadas como “externalidades”, algo que se coloca fuera del ámbito económico. Abusiva, contradictoriamente y sin reconocerlo, las posibilidades de acción de la economía se apoyan en los dos pilares externalizados: la naturaleza, de donde se extraen recursos, y el trabajo de cuidado, necesarios ambos para la supervivencia. El conflicto capital-vida se está convirtiendo en algo insostenible.

      Desde el desprecio por los cuidados mostrado por los sistemas desarrollados, las mujeres se vieron obligadas u optaron por relegarlos, lo que ha conducido a una crisis, la crisis de los cuidados, resuelta a través de una cadena que circula de país a país. En la cadena del cuidado, las mujeres de clase media o media alta contratan a otras mujeres, a menudo, pobres y emigrantes, y dejan en sus manos el cuidado de los ancianos, niños y niñas, mientras estas cuidadoras, a su vez, dejan en sus países de origen a sus niños y a sus ancianos. Se crea así una cadena que produce insostenibilidad vital (Carrasco, 2015). Una ciudadanía global ha de buscar otras soluciones, no puede construirse sobre este injusto desequilibrio.

      ¿Qué desarrollo y qué vida para construir una ciudadanía global digna?

      Cuando se aborda la ciudadanía global desde una perspectiva de sistema-mundo en la que se contemplan las condiciones de vida de las mujeres empobrecidas no solo en Europa, sino también en América Latina, África y Asia, nos vemos inexorablemente obligados a replantear los modelos de desarrollo imperantes y asumir las nuevas propuestas provenientes del ecodesarrollo. En su emblemático libro La invención del Tercer Mundo, Arturo Escobar explica cómo el discurso del desarrollo logró convertirse en forma hegemónica de representación. Fue un proceso en el que la coherencia, una estrategia sin estrategas, dice, fue la clave de su éxito:

      La construcción de los “pobres” y “subdesarrollados” como sujetos universales, preconstituidos, basándose en el privilegio de los representadores; el ejercicio de poder sobre el Tercer Mundo, posibilitado a través de esta homogeneización discursiva — que implica la eliminación de la complejidad y diversidad de los pueblos del Tercer Mundo, de tal modo que un colono mexicano, un campesino nepalí y un nómada tuareg terminan siendo equivalentes como “pobres” y “subdesarrollados” —; y la colonización y dominación de las economías y las ecologías humanas y naturales del Tercer Mundo.

      Escobar, 2007, 99-100.

      La concepción de desarrollo que se ha impuesto, regida por la lógica del mercado, ha privilegiado y privilegia el crecimiento económico y la explotación de la naturaleza, un proyecto capitalista y de imperialismo cultural, pues toma como modelo los países industrializados. De nuevo encontramos el conflicto capital-vida y la necesidad de debatir lo que entendemos por vida vivible, una vida que merezca la pena vivir y que sea sostenible. No se trata de buscar un desarrollo alternativo, sino

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