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considerada como la ausencia de violencia directa o guerra, a la paz positiva, entendida como un proceso orientado a la transformación pacífica de los conflictos en el ámbito personal, local e internacional. La paz positiva promueve valores relacionados con la armonía social, la igualdad, la justicia, los derechos humanos, la solidaridad, el respeto a la naturaleza y a la diversidad. Y facilita el desarrollo de capacidades relacionadas con el diálogo, la empatía, la construcción de consensos para abordar los conflictos desde la creatividad y la imaginación.

      La paz es sinónimo de justicia y satisfacción de las necesidades básicas y está influida por el contexto, la cultura y la política. Pueden existir diversas maneras de construir la paz y por eso algunos autores hablan de “paces” (Martínez-Guzmán, 2001). La paz se construye a partir de la acción de personas que en distintos lugares del mundo optan por abordar los conflictos desde la no violencia, construyendo consensos y escenarios de “gana-gana”. En este proceso de construcción de paz, la contribución de las mujeres ha sido muy importante, pero con frecuencia sus aportes han sido ignorados e invisibilizados y no han formado parte del conocimiento dominante. En los últimos años se ha incorporado la perspectiva de género a la construcción de la paz, reconociendo toda una genealogía de mujeres que a lo largo de la historia han jugado un papel relevante en poner la vida en el centro frente a las dinámicas de la violencia, en promover el diálogo y las alianzas, que han tendido puentes entre los grupos enfrentados y han facilitado la reconciliación en las sociedades rotas por la violencia (Mesa y Alonso, 2009). Como dice María Zambrano, la paz es mucho más que una toma de postura; es una auténtica revolución, un modo de vivir, un modo de habitar el planeta, un modo de ser persona y, añadiríamos, una manera de ejercer la ciudadanía.

      La construcción de la paz y la ciudadanía global

      En un contexto de globalización, ¿qué significa construir la paz y como afecta la noción de ciudadanía? La ciudadanía se relaciona con la titularidad de unos derechos y deberes que tienen las personas en relación con un territorio determinado. Como afirma Adela Cortina (2000), el concepto pleno de ciudadanía integra un estatus legal —un conjunto de derechos—, un estatus moral —un conjunto de responsabilidades— y también una identidad por la que una persona se sabe y se siente perteneciente a una sociedad. La identidad colectiva de una comunidad social se basa en aquello que se comparte, en aquello que se tiene en común, en aquello en que se reconoce o identifica con el común.

      Con la intensificación de los procesos de globalización se ha producido una expansión de las actividades sociales, políticas y económicas que supera las fronteras estatales, regionales y continentales. Las fronteras entre los asuntos locales y globales son cada vez más difusas. De este modo, un acontecimiento puede ocasionar un profundo impacto en regiones distantes del planeta y, al mismo tiempo, acciones locales pueden tener enormes consecuencias globales.

      El concepto de ciudadanía ligado a un territorio se ha ido transformando y la idea de “comunidad política” ya no puede situarse dentro de los límites del Estado-nación (Martínez-Guzmán, 1999). Se configura una nueva noción de ciudadanía que trasciende las fronteras de los Estados y goza de un alcance internacional. La ciudadanía, para no ser excluyente, debe ser progresivamente desnacionalizada, desterritorializada y democratizada, y pasar a fundarse en criterios respetuosos con la dignidad humana, la igualdad de derechos y el respeto por las diferencias (Silveira-Gorski, 2000), promoviendo una convivencia pacífica y abordando la conflictividad desde el diálogo y el consenso.

      Surge así la noción de ciudadanía global, que se enmarca en las propuestas de democracia cosmopolita (Held, 1997). Las personas pueden disfrutar de múltiples ciudadanías —la pertenencia política a las diversas comunidades que las afectan de forma significativa—. Serían ciudadanos de sus comunidades políticas inmediatas y de las redes regionales y globales que afectan a sus vidas.

      El sentimiento de pertenencia a una comunidad global va ligado a unos derechos y deberes que adquieren una dimensión supraestatal. La consecución de una ciudadanía cosmopolita exige, en lo que se refiere a los derechos políticos, democratizar el “espacio global”, y en lo que se refiere a los derechos sociales, dotar a la justicia de una dimensión planetaria. La seguridad debe abordarse como un bien público global que ha de ser garantizado por las instituciones en el ámbito local y nacional e ir a las raíces de la violencia, superando los enfoques punitivos o de mano dura, que en algunas sociedades han generado más violencia y han convertido las cárceles en escuelas de violencia que niegan el futuro a los miles de jóvenes privados de libertad (Mesa, 2016, 351-359).

      El estatus de ciudadanía se constituye como un elemento unificador e integrador de la sociedad. No es solo un estatus que reconoce unos derechos políticos, sino también un proceso y una práctica por los que la ciudadanía comparte unos valores y normas de comportamiento que posibilitan la convivencia y los dota de una identidad colectiva, en este caso una identidad colectiva global. Se trata de convertirse en ciudadano/a del mundo sin perder las raíces propias y de participar activamente en la vida de la nación y en el entorno local.

      Desde el punto de vista educativo, esto plantea extraordinarios retos en el ámbito de los derechos humanos y de la construcción de la paz. Por una parte, las personas deben estar informadas sobre sus derechos, pero además han de tomar conciencia crítica de la situación, de las dinámicas sociales, económicas y políticas que explican por qué esos derechos no se materializan para una parte de la población, generando exclusión y marginación y negando el acceso a la satisfacción de las necesidades básicas. Por otra, ejercer la ciudadanía global supone una apuesta por la transformación pacífica de los conflictos, buscando respuestas dialogadas a los intereses contrapuestos, reduciendo la polarización y el enfrentamiento y construyendo escenarios de futuro que incluyan a los adversarios y que estén basados en dinámicas “ganar-ganar”.

      Esto requiere de una educación orientada a favorecer la comprensión del conflicto como un elemento constitutivo de la sociedad y al análisis de las raíces de la violencia —directa, estructural y cultural— a partir de enfoques globalizadores que permitan interrelacionar la dimensión local con la global en los diferentes niveles de intervención. El análisis de los conflictos es uno de los ejes claves para entender el mundo en el que vivimos y tiene un gran potencial educativo, tanto en el ámbito de los conocimientos, como en el de las capacidades y valores.

      Los conflictos son complejos, tanto en sus causas como en sus consecuencias, y hay que tener en cuenta muchos factores y variables para su comprensión. Ello requiere de análisis multicausales y de la utilización de enfoques multidisciplinares que faciliten el aprendizaje. Se trata de analizar los factores que en situaciones de conflictividad refuerzan la tendencia al uso de la fuerza como algo normal o inevitable y que están relacionados con frustraciones, las polarizaciones crecientes, las malas percepciones y la incomunicación. Con frecuencia se construyen imágenes del enemigo y estereotipos que perpetúan el conflicto.

      Esta situación es abordada desde la educación para la paz y desde la ciudadanía global a partir de la adquisición de capacidades y competencias que permitan analizar los prejuicios y estereotipos en los conflictos, así como descodificar las imágenes y mensajes que demonizan al enemigo y reducen la situación a una ecuación de buenos y malos, o de vencedores y vencidos. Supone desarrollar capacidades analíticas para regular el conflicto desde el diálogo, la escucha, la empatía. Esta propuesta se sustenta en la visión de que tanto la violencia como la construcción de la paz son opciones que eligen las personas ante situaciones de conflictividad: “la mano puede utilizarse para acariciar o para golpear” y en el día a día los seres humanos elegimos como actuar. Desde la educación podemos desarrollar capacidades para “hacer las paces”. Como señala el pedagogo Bruno Betelheim "la violencia es el comportamiento de alguien incapaz de imaginar otra solución a un problema que lo atormenta”.

      Y algunos autores, como Jean Paul Lederach proponen el concepto de “imaginación moral” para abordar las situaciones de violencia en las que no se vislumbra una salida. Este autor propone desarrollar la capacidad de percibir acciones más allá de la violencia, la necesidad de un acto creativo, capaz de dar a luz algo nuevo, que por su propia existencia provoca cambios en nuestro mundo y en la forma como lo observamos (Lederach, 2007).

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