Скачать книгу

en la historia […] allí no hay lugar para la empresa humana ni existe la idea de progreso». Tras esta retórica se oculta un mensaje: la historia ha acabado, han sobrevivido los más aptos y han decidido los vencedores.

      Pero la historia no acaba nunca. Hay objetos en el Museo Británico que gritan esta verdad en silencio, traicionando el secreto que el museo se empeña en ocultar.

      Cuando entras por primera vez es casi imposible dar con ellos porque los visitantes los suelen ignorar en su carrera por llegar a los mayores tesoros. Te unes al resto del rebaño. Pero si subes hasta las salas egipcias hay un friso de escayola que procede de un relieve del templo de Beit El-Wali, en la baja Nubia, construido por el faraón Ramsés II, que murió en el año 1213 a. C. Está cerca del techo y recorre la habitación entera. Muestra al faraón, representado como una figura impresionante subida a un carro con un alto tocado azul. Porta arco y flechas, su piel está pintada de color ocre oscuro. Irrumpe en medio de una legión de nubios vestidos con pieles de leopardo, algunos tienen la piel de color negro y otros de color ocre, como la del faraón que hace una maraña con sus miembros antes de derrotarlos y conquistarlos. El relieve muestra que los egipcios se consideraban por entonces un pueblo superior, con la cultura más avanzada del momento y capaces de introducir orden en el caos. En aquel tiempo y lugar la jerarquía racial, por llamarla de algún modo, era esa.

      Luego las cosas cambiaron. En la planta baja hay una esfinge de granito de un siglo o dos después, un recordatorio de la época en la que invadieron Egipto los cushitas, un pueblo procedente de un antiguo reino Nubio situado en el actual Sudán. Hubo un nuevo vencedor y la esfinge del carnero que protegía al rey Taharqo —el rey negro de Egipto— es un buen ejemplo de cómo se apropiaron los conquistadores de la cultura egipcia. Los cushitas construyeron sus propias pirámides, al igual que siglos después los británicos imitaron la arquitectura clásica griega.

      Gracias a objetos como este podemos entender los cambios en el equilibrio de poder a lo largo de la historia. Revelan una versión menos simple del pasado, de quienes somos, que exige humildad y nos advierte de que el poder se desvanece. Pero, sobre todo, nos recuerdan que nuestros conocimientos no son un resumen honesto de lo que sabemos, sino algo manipulado por quienes ostentaban el poder cuando se escribió.

      Las salas del Museo Británico dedicadas al antiguo Egipto siempre son las más visitadas. Cuando caminamos entre momias antiguas que reposan en sus ataúdes relucientes no siempre somos conscientes de que estamos en un mausoleo, rodeados de los restos de personas reales que vivieron en una civilización tan notable como las que la precedieron y las subsiguientes. En el fondo, toda sociedad que acaba dominando se considera la mejor. A medida que vamos adquiriendo poder, ese poder se va definiendo cada vez más como un fenómeno natural y no cultural. Describimos a nuestros enemigos como a extranjeros feos y a nuestros subordinados como inferiores. Inventamos jerarquías que den sentido a nuestras propias categorías. Algún día, dentro de mil años, puede que en el museo de otro país lo que se exhiba tras las vitrinas sean huesos europeos, porque lo que se consideraba una sociedad avanzada fue reemplazada por una nueva. Cien años no son nada, a lo largo de un milenio todo cambia. Por lo tanto, ninguna región, ningún pueblo puede reivindicar su superioridad.

      El argumento racial es un contraargumento que implica que nacemos diferentes, que nuestros cuerpos (quizá hasta nuestro carácter o intelecto) son distintos por dentro como lo son por fuera. La idea es que los grupos humanos ostentan ciertas características innatas. Algunas se aprecian a simple vista, están a flor de piel, y otras afectan a nuestras capacidades físicas o mentales. Quizá puedan incluso ayudarnos a definir el progreso, si estudiamos los éxitos y fracasos de las naciones de las que descendían nuestros antepasados.

      Las nociones de inferioridad y superioridad nos afectan profundamente en diversos aspectos. Un anciano de Bangalore, al sur de la India, me contaba que comía su chapati con tenedor y cuchillo porque los británicos comían así. Mi bisabuelo luchó en la Primera Guerra Mundial con el Imperio británico y mi abuelo en la Segunda, pero su contribución ha caído en el olvido, al igual que la de miles de soldados hindúes a los que no se consideraba iguales a sus homólogos británicos. Así eran las cosas. Varias generaciones del siglo xx vivieron bajo dominio colonial, padecieron el apartheid y la segregación, fueron víctimas de violencia racista y discriminación porque las cosas eran así. Cuando los chicos del colegio nos tiraban piedras a mi hermana y a mí de pequeñas y nos gritaban que volviéramos a casa, había que aceptarlo porque la vida era así y, mientras sangraba, lo tenía muy presente. Para muchos la vida sigue siendo así.

      El concepto de raza moldeado por el poder ha adquirido vida propia. Hemos hecho nuestras estas clasificaciones (formuladas por primera vez por científicos como Blumenbach) hasta el punto de que no nos duele en prendas autoclasificarnos. Muchos de los visitantes que acuden al Museo Británico por primera vez buscan el lugar que ocupan en estas salas. Los turistas chinos suelen ir directamente a admirar los artefactos de la dinastía Tang y los griegos se dirigen rápidamente hacia los mármoles del Partenón. La primera vez que yo visité el museo fui a ver inmediatamente aquellas salas donde había objetos de la India. Mis padres habían nacido allí, al igual que sus padres y los padres de sus padres, de manera que pensé que ahí es donde encontraría los artefactos más relevantes para mi historia personal. Muchos visitantes sienten el mismo deseo de averiguar quiénes fueron sus antepasados y qué logró su pueblo. Queremos contemplarnos en el pasado y olvidamos que todas las colecciones del museo nos pertenecen a todos en nuestra calidad de seres humanos. Cada uno de nosotros somos el resultado de todo lo que vemos.

      Evidentemente, esa no es la lección que extraemos porque el museo no fue diseñado para enseñárnosla. ¿Por qué se encuentran todos estos objetos en vitrinas de cristal fijadas al suelo, por qué están en estas habitaciones en vez de donde fueron fabricados? ¿Por qué viven en un museo de Londres cuyas columnatas neoclásicas se pierden en el cielo húmedo y gris? ¿Por qué hay aquí huesos de africanos, por qué no los dejaron reposar en las magníficas tumbas, creadas para ellos, donde fueron enterrados y supuestamente habían de vivir por toda la eternidad?

      Porque el poder funciona así: expolia, reclama y se queda con todo lo que puede. Te hace creer que estos objetos deben estar en este museo diseñado para ponerte en tu sitio.

      Si nos fijamos en el equilibrio de poder que existía en la esfera internacional del siglo xviii, veremos que los tesoros del mundo entero solo podían acabar en un museo como este, porque Gran Bretaña era una de las naciones más poderosas de la época, la colonizadora más reciente junto a otras naciones europeas. Eran los nuevos vencedores y se arrogaron el derecho a expoliar, a documentar la historia a su manera y a decidir qué datos sobre la humanidad eran «científicos». Los pensadores europeos nos contaron que sus culturas eran mejores, que estaban en posesión del pensamiento y de la razón. Vincularon estas nociones a la idea de que pertenecían a la raza superior redefiniendo así nuestra realidad. No era verdad.

      1. En la noche de los tiempos

      ¿Somos una única especie humana o no?

      Siento que estoy atravesando un territorio inexplorado al conducir tierra adentro por una carretera llena de cadáveres de pobres canguros, a unos 300 kilómetros de Perth, una ciudad de Australia Occidental. Estoy en el extremo opuesto del lugar que considero mi hogar y todo lo que veo me resulta extraño. Pájaros cuya existencia desconocía emiten sonidos que no había oído nunca y las ramas muertas de árboles plateados parecen dedos extendidos de esqueletos que brotan de la tierra roja, fina y suelta. Veo rocas gigantescas, expuestas a la intemperie durante miles de millones de años y convertidas en amasijos amorfos que semejan naves espaciales mohosas. Imagino que he sido transportada a una galaxia en la que los seres humanos no tienen cabida porque está situada más allá del tiempo.

      Pero en un oscuro refugio situado bajo una roca ondulante hay huellas de manos.

      La cueva Mulka es uno de los muchos lugares de Australia donde se ha hallado arte rupestre, pero lo que la hace única en la región es la gran cantidad de pinturas que contiene. Tengo que agacharme para entrar y avanzar en la oscuridad. Al principio solo veo una mano de color rojo ocre sobre el granito iluminado por un difuso rayo de luz. Cuando mis ojos consiguen enfocar la imagen, aparecen más manos: manos

Скачать книгу